Daniel Schönpflug - El mundo en vilo

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Es noviembre de 1918 y el mundo es un lugar asolado que debe reconstruirse: la guerra ha terminado y todo debe empezar de nuevo. Muchos proyectos ilusionantes surgen en el mundo occidental. Virginia Woolf intenta publicar en su pequeña editorial, Moina Michael reparte sus míticas remembrance poppies, la Bauhaus de Walter Gropius empieza a fraguarse y Harry Truman monta una tienda de camisas
para hombre en Kansas.
La democracia, la ilusión artística y las ganas de emprender de nuevo la vida despuntaban, y Europa comenzaba a limpiar sus paisajes en ruinas. Lo que nadie sabía es que a ese final de la Gran Guerra lo acabaríamos llamando periodo de entreguerras, que este repunte de ilusión se vería truncado por otra contienda inimaginable para los habitantes del Occidente de 1918.

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Poco después, los conflictos entre Irlanda e Inglaterra, Polonia y Lituania, Turquía y la República de Armenia, así como entre Turquía y Grecia, suscitarían nuevos ardores bélicos. Al mismo tiempo, en el este de Europa y en el continente asiático la Revolución rusa de 1917 había desencadenado una sangrienta guerra civil entre partidarios y enemigos de los bolcheviques que duraría hasta 1922.

Marina Yurlova venía de una familia de cosacos. Creció en una aldea del Cáucaso. Como quería combatir junto a su padre en el ejército zarista, se cortó el pelo y se vistió de hombre. La noticia de que el zar, por quien había arriesgado su vida, había perdido el trono le llegó mientras estaba en cama en un hospital de Bakú. Antes de eso, el camión militar que conducía había sido alcanzado por varias granadas y no conservaba en su memoria más que recuerdos deslavazados de detonaciones, metralla y gritos. Pasó muchos meses seminconsciente, de un hospital a otro. Sus heridas físicas se curaron pronto, pero las secuelas psicológicas de la explosión no desaparecían. Marina, que por aquel entonces tenía diecisiete años, temblaba sin parar, su cabeza se agitaba sin control de un lado a otro y cuando abría la boca no salía de ella más que un tartamudeo ininteligible. Una y otra vez regresaban a su cabeza las imágenes del momento que hubiera podido ser el último de su vida, cuando pasó de guerrera a víctima de la guerra.

La Revolución de Octubre de 1917 trajo consigo tiempos nuevos, como Marina pudo observar con sus propios ojos en los siguientes meses. Desde una ambulancia vio cómo una turba de soldados rebeldes linchaba a un general del antiguo ejército ruso entrado en años. Un hombre uniformado tras otro hundía su bayoneta en el vientre del general, aunque era obvio que este había muerto tras la primera estocada. En más de tres años de guerra, Marina había contemplado muerte y violencia, pero “nada […] era comparable con un asesinato semejante”. Más tarde, desde la ventana de un hospital moscovita, observó una asamblea de soldados revolucionarios que pronunciaban discursos airados contra el zar y se apoderó de ella la impresión de que ya no existía ningún tipo de orden. “Tenía una vaga sensación de que había llegado el fin del mundo, allí en Bakú. Mi vieja niñera siempre me había hablado de una profecía que decía que el mundo se acabaría dos mil años después del nacimiento de Cristo”. A todas luces, la anciana había acertado, pensaba Marina, y aquel pensamiento la tranquilizaba extrañamente.

Como herida de guerra, Marina Yurlova no tuvo que posicionarse en la batalla por el futuro que empezó en 1917. Pero para ella, cuya familia había servido a los zares durante generaciones, en el fondo no cabía duda. Al menos eso estaba claro en su cabeza, aunque esta no dejara de moverse de un lado a otro. La terapia de electrochoque que se le aplicó en Moscú le produjo una cierta mejora. Aparte de tres electrochoques diarios, no se prestaba ningún otro tipo de atención a esta inválida de la guerra contra el Reich; guerra que, entretanto, había finalizado con la firma del Tratado de paz de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918. Con indiferencia, se acostumbró a que las sábanas de su cama estuvieran cada vez más grises por el polvo y el humo de los cigarrillos. A través de las ventanas llenas de mugre veía de manera difusa cómo se formaba un nuevo régimen en Moscú. Sintió indignación cuando supo de la ejecución del zar Nicolás II y su familia. ¿Le contaría alguien en su lecho de enferma que en noviembre de 1918 los bolcheviques inauguraron un monumento al revolucionario francés Robespierre en el Jardín de Alejandro y que pocos días después la estatua se resquebrajó porque estaba hecha de cemento de muy mala calidad?

Justo en aquel momento, Thomas E. Lawrence abandonaba Damasco. Su entrada bajo las imponentes puertas de la ciudad el 1 de octubre había recordado a un triunfo romano. La atravesó cerca de las nueve de la mañana bajo un sol deslumbrante, vistiendo el atuendo blanco de un príncipe de La Meca. Ante su caballo danzaban derviches, detrás de él cabalgaban guerreros de las tribus de Arabia que lanzaban agudos gritos y disparaban al aire. Toda la ciudad se puso de pie para ver al hombre que encarnaba el triunfo de la Revuelta árabe contra el Imperio otomano: Lawrence de Arabia. Se sellaba así la derrota de las tropas turcas y de sus aliados alemanes en Oriente Medio.

No obstante, el oficial británico Thomas E. Lawrence no percibe la conquista de Damasco como una victoria. Está infinitamente fatigado tras haber realizado esfuerzos sobrehumanos y presenciado horribles masacres en los días y semanas anteriores. Pero hay algo que pesa más en su ánimo que esas sangrientas imágenes: sabe que la libertad por la que ha luchado junto a sus amigos árabes hace mucho que se convirtió en una quimera, puesto que los estadistas, militares y diplomáticos europeos han firmado ya una serie de acuerdos para repartirse Oriente Medio tras la caída del Imperio otomano. Acuerdos en los que los pueblos árabes no tienen más que un papel muy secundario.

En los últimos días de la guerra también Rudolf Höß se encuentra en Damasco, o al menos eso sostiene en su autobiografía. El soldado alemán, que por aquel entonces apenas había cumplido dieciocho años, provenía de Mannheim, en Baden. Su padre, muy católico, tenía planeada para él una carrera en el sacerdocio, pero Herr Höß había muerto en el segundo año de la guerra. Después de eso el joven perdió el juicio y también el interés en la escuela, así que decidió alistarse voluntariamente en el Ejército para escapar de casa. La guerra llevó al joven católico a la tierra prometida. Desde las ciudades santas de Palestina, que conocía por la Biblia, vivió la despiadada guerra que el Reich alemán en alianza con Turquía conducía contra el Imperio británico y sus aliados árabes.

Höß recibió su bautismo de fuego en las arenas del desierto, cuando su unidad se encontró con tropas enemigas en las que combatían ingleses, árabes, indios y neozelandeses. En ese momento experimentó por primera vez la sensación de poder que proporciona el decidir con un arma en la mano sobre la vida o la muerte de un hombre. No se atrevió a mirar a la cara a su primer muerto. Se sentía cómodo en la rígida jerarquía de la tropa y disfrutaba de los vínculos que se formaban entre soldados en la lucha. “Es curioso, profesaba una enorme confianza y respeto a mi oficial de caballería, mi padre militar. La nuestra era una relación mucho más íntima de la que jamás tuve con mi verdadero padre”.

Además del poder y la camaradería, más tarde Höß recordaría una experiencia que hizo tambalear sus principios religiosos. En el valle del Jordán, los soldados alemanes se cruzaron patrullando con una larga hilera de carros cargados de musgo. Los registraron concienzudamente para asegurarse de que no escondían nada para los ingleses. A través de un intérprete, Höß preguntó para qué servía el musgo y descubrió que lo llevaban a Jerusalén. Allí las plantas grisáceas cubiertas de puntos de color rojo vivo se vendían como “musgo del Gólgota” a los peregrinos cristianos, que las llevaban de vuelta a sus hogares pensando que estaban cubiertas de gotas de sangre de Jesucristo. A Höß este mercantilismo le produjo un enorme rechazo y supuso el principio de su alejamiento de la Iglesia católica.

Para cuando trasladan a Marina Yurlova a Kazán, la lejana capital de Tartaristán, muy al este de Moscú, la dinastía Romanov ha caído y la Gran Guerra ha dado paso a un nuevo conflicto que lo invade todo: la guerra civil entre los revolucionarios rusos y sus rivales. En una estación de Moscú los heridos presencian un tiroteo entre el Ejército Rojo de los bolcheviques y los blancos, las tropas leales al zar. Los guardias rojos que defienden la estación ante un ataque de los partidarios del zar están tan famélicos y sus uniformes son tan andrajosos que no parecen de ninguna manera un ejército. Pero en su rabiosa determinación de vencer o morir, aquellos “fantasmas amarillos” se convierten para Marina en la encarnación de la revolución y no puede menos que sentir respeto por ellos.

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