¿La ayudaría Anwir? ¿Tendría él el poder para salvarla? Le aterraba pensar en verlo nuevamente, tan cambiado y frío, pero parecía ser su última oportunidad; tal vez él podía interceder por ella con su tío.
Tal vez las ninfas podían ayudarla también… podía buscarlas en algún lago y rogarles en el nombre de todos los Espíritus que la salvaran. Gwain le había dicho que eso no serviría, pero debía intentarlo. Diosas, tenía que hacer algo.
No durmió aquella noche, aunque mantuvo los ojos cerrados la mayoría del tiempo e intentó regular su respiración para que Ánuk no notara que estaba despierta. Sentía la presencia de Menha a su lado, la de Sheb muy cerca; a Yitinji que rondaba, los susurros de Gwain a la distancia. Era una falsa calma, un silencio que no podía estar más lejos de la tranquilidad: era en minuto antes de la tormenta, la mente alerta, los músculos tensos, el oído agudizado. Larga y lenta fue esa noche, el amanecer parecía demorarse a propósito para inquietar más a los soldados y la oscuridad era tan omnipresente que la luz no parecía querer asomarse en el horizonte.
Con la claridad llegó el movimiento. Rylee debía subir con el General y Gwain; cinco solados más fueron elegidos para acompañarlos, como testigos y por prevención; no podían subir todos, pero tampoco podían estar completamente desprotegidos.
Hubo cierta reticencia en dejar ir a Gwain y la preocupación era evidente. Sin él, la barrera se debilitaría paulatinamente y en el transcurso de unas horas desaparecería por completo. El mago reforzó lo más que pudo la protección, pero sólo podía esperar que regresaran antes de que el ejército quedara expuesto.
—Todo estará bien, Rylee —le dijo Sheb entre su abrazo—, confío en ti. Sé valiente.
Menha también la abrazó, asegurándole que lograría pasar la prueba. Varios soldados se le acercaron a darle ánimos; Marius le aconsejó cuidado en el terreno escarpado, Catha le recordó que no mirara hacia abajo cuando llegara a la cima. Los enanos le desearon buena suerte:
—No te preocupes por Ánuk —le dijo Greynir en su fuerte acento—, ella estará bien protegida con nosotros.
—Me parece que la cosa es al revés, enano —respondió la wolfire—, mientras yo esté aquí, ustedes son quienes están protegidos.
Ánuk se despidió de su amiga confiando en su éxito y su regreso a salvo:
—No hagas nada estúpido, Rylee Mackenzie —le dijo— no me tendrás allí para cuidarte la espalda. Y si llegas a fallar, te chamuscaré hasta la raíz de tu lindo pelo, ¿me oíste?
Rylee le sonrió y la abrazó, prometiéndole que estaría bien. Sin embargo, en su interior, un presentimiento comenzó a formarse y por un instante tuvo miedo de separarse de Ánuk. Se armó de valor y se alejó de ella; el calor de su amiga seguía en su pecho y eso la tranquilizó un poco.
Finalmente, el Capitán se acercó a ella.
—No botes la espada, Mackenzie —le dijo mirando a Espina Roja colgando del cinto de la joven— hagas lo que hagas no te separes de ella. Mantente siempre atenta a tu alrededor, como te enseñé, asegúrate de estudiar el terreno por el que atraviesas y por las Diosas, por favor, no te caigas del caballo. No puedes pasar la prueba estando inconsciente.
—Sí, señor —respondió ella con una sonrisa, cuadrándose frente a él.
—Lo digo en serio —replicó—, ten cuidado allá arriba.
La joven asintió agradecida y se encaminó junto a Panal, hacia donde se encontraba el General con Zamis, su unicornio, y Gwain con Vesta, su yegua marrón. Yitinji también estaba allí.
—Yitinji no dejará que el amo Gwain vaya solo. Yitinji irá con el amo y con el General. Yitinji protegerá a Rylee y a los soldados también.
Rylee montó. Sintió su collar moverse en su pecho y por alguna extraña razón, saber que se encontraba allí le dio esperanza de que todo estaría bien. Lo aferró a través de la ropa y espoleó a Panal, sin mirar atrás.
9
La primera parte del trayecto la realizaron a caballo, a paso constante, pero no tan rápido como querrían; el terreno era pedregoso, resbaloso e irregular y no podían permitir que alguno de los animales saliera lastimado. Atrás fue quedando el pueblo; nada se veía del ejército y la joven se tranquilizó con el conocimiento de que, al menos por un puñado de horas, estarían protegidos.
A la distancia podía oír el mar cada vez más fuerte, mientras bordeaban la enorme formación rocosa donde se hallaban las Cuevas. Pronto dejaron de ver el valle, adentrados ya en el gris marmóreo del desfiladero que los guiaría a la cima del acantilado y pronto también debieron detenerse, pues los caballos
—incluyendo el unicornio del General— eran incapaces ya de avanzar más por tal peligroso terreno.
Buscaron un sitio seguro y Cahalos ordenó a Zamis cuidar a los otros caballos mientras se ausentaban. Le dijo que pronto regresarían y que debían esperarlos allí a no ser que algo malo sucediera, en cuyo caso Zamis debía proteger a sus compañeros y guiarlos de vuelta al campamento si era necesario. Rylee se despidió de Panal y le pidió que se cuidara, que pronto volvería; le había tomado cariño al caballo y éste igualmente a su jinete.
Avanzaron lo más rápido posible, preocupados por los caballos, por el ejército y por lo que pudieran encontrarse en la cima. ¿Los estarían esperando? El mapa había estado en posesión del enemigo por un tiempo suficiente y seguramente ya conocían la localización de la pieza, aunque no pudieran entrar a buscarla. ¿Sabían que la estaban rastreando? ¿Habían descubierto la trampa, los papeles en blanco que Rylee había dejado en lugar de las piezas del mapa?
No lo sabrían hasta llegar arriba y entre más pronto mejor. El sol de mediodía brillaba entre las nubes, una suave lluvia mezclada con gotas de mar llevada por el viento mojaba sus rostros y por fin llegaron a la cima, desde donde veían, a lo lejos, las Tres Hermanas; tenían también una vista preciosa del valle verde y los cerros hacia el oeste y el enorme Mar de las Tormentas al este, las olas agitándose con furia haciendo honor a su nombre.
Allí estaban las Cuevas Ciegas, tres enormes puertas abiertas en la roca marina, la entrada de una cadena interminable de pasadizos y laberintos desde donde solo los afortunados y los inteligentes eran capaces de salir. Mucho se decía de aquellas cuevas: leyendas de pasajes subterráneos hacia el reino de los Grises, caminos especiales que llevaban a las profundidades del Castillo de Cristal, un pozo subterráneo que conectaba el reino con el otro lado del mundo, atravesando la tierra y el mar. Pero era la indicación de la presencia del trozo del brazalete lo que les interesaba a los recién llegados y se prepararon, uno a uno, para entrar.
—¿Cómo sabremos por donde ir? —preguntó uno de los soldados mirando las tres enormes aberturas que parecían ir en direcciones diferentes.
—El mapa dice que “solo los fieles al verdadero Rey podrán entrar y si su corazón es leal y valeroso la magia los guiará hasta donde desean llegar” —citó el General.
—¿Qué tal si la barrera no funciona? —preguntó Rylee con un súbito miedo— ¿Qué tal si se desgastó con el tiempo, como la de Gwain en las Tres Hermanas? ¿Qué tal si el Mago Real está muerto?
Gwain se adelantó, cerró los ojos y alzó su báculo hacia el frente. Sonrió y se dirigió a todos.
—Hay magia muy potente aquí; proviene de la cueva a la derecha. Es magia de la Orden, magia de los Espíritus de las Diosas; el hechizo es más fuerte que cualquiera de los que yo podría hacer. No sé si el Mago Real esté muerto o no, pero su poder aún vive y late por estas cuevas.
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