EL FRÁGIL ALETEO
DE LA INOCENCIA
Rosa Castilla Díaz-Maroto
Primera edición: noviembre de 2016
© Copyright de la obra: Rosa Castilla Díaz-Maroto
© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions
ISBN: 978-84-945182-5-6
Depósito Legal: B-23966-2016
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Diseño e imagen de portada: Celia Valero
Maquetación: Celia Valero
Edición a cargo de Mª Isabel Montes Ramírez
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Printed in Spain - Impreso en España
Impreso por: Servinform S.L.
—Marian, ¿te sucede algo?
¡Dios! Vuelvo en mí de golpe. Estoy tan abstraída en mis pensamientos y recuerdos que no estaba siendo consciente de dónde me encontraba.
El señor Carson está sentado justo al otro lado del pasillo del jet .
—No, señor Carson.
—¿Tiene frío?
—No —digo con voz despistada.
—¿Está bien? —sonríe.
—Sí, señor Carson. No se preocupe, estoy bien.
—¿Nerviosa?
—Le he de confesar que sí. Estoy algo nerviosa y… bueno, solo estaba recordando a mi gente.
—Comprendo... Marian, te recuerdo que no vas a estar sola en ningún momento. No somos tu familia, pero te puedo asegurar que cuidaremos de ti como si fueras parte de la nuestra.
—Gracias.
Sus palabras no me tranquilizan. No soy de su familia, soy una extraña. No tan extraña para el señor Carson, pero sí para el resto de su familia; por decirlo de alguna manera… de su mundo.
Noto un tintineo sobre mi escote. Mi medio mundo. Ese medio mundo donde se encuentra Carlos, me hace volver a sumergirme en los recuerdos, en los últimos recuerdos…
—¡No olvides que te espero a este lado del mundo! —me dice mientras sujeta con sus dedos mi parte del medio mundo antes de que no quisiera verme, antes de salir de mi habitación destrozado y dolido por mi marcha.
—No me podría olvidar porque siempre estará colgado de mi cuello. Es mi condena —le miro con cara traviesa.
—Yo sí que estoy condenado.
Muevo un poco la cabeza hacia atrás y frunzo el entrecejo mientras le miro con recelo a la vez que entorno los ojos.
Finalmente pregunto:
—¿Soy yo tu condena?
—Estoy condenado a no tenerte.
Le sonrío levemente mientras meneo la cabeza de un lado a otro.
—Sabes muy bien que me tienes, que soy tuya —le recuerdo.
—Solo eres mía cuando te tengo en mis brazos —me contempla con amargura a la vez que acaricia con el dorso de la mano mi escote.
—Soy tuya en el momento en que me tienes en tus pensamientos y a partir de ahí en donde tú quieras que esté —le dije.
—Te quiero mía —reclamaba con sus manos apretando mi desnudo trasero.
¿Cuántas veces…? Perdí la cuenta de cuantas veces hicimos ese día… casi no quiero recordar… La pasión y el deseo más desesperado se apoderaban de nuestros cuerpos una y otra vez casi sin descanso.
Dijo que me iría dolorida para que así le recordara durante todo el viaje. ¡Qué loco! Ya hubiese querido yo estar dolorida. He tenido que tragarme las ganas, Carlos… desaparecido para mí. Prometió que nos veríamos antes de que me marchara. Los días siguientes a nuestro último encuentro han resultado ser emocionalmente dolorosos para mí, ¡si al menos hubiésemos hablado…! Andrea me asegura que se le pasará, que es necesario que le dé tiempo para asimilar mi marcha. No está siendo sencillo para él tener que estar alejado de mí de nuevo. Después de todo lo que ha pasado entre nosotros desde que retomamos la relación… debo darle un voto de confianza y esperar, esperar a llegar a mi destino.
—¡Seguro que cuando estés en Washington te llama! —dice mi amiga.
Supongo que reaccionará en algún momento. Lo nuestro no puede quedar de la manera que ha quedado. Tiene que reaccionar. Poco puedo hacer yo desde aquí…
Me quedo dormida durante un rato. Los pensamientos se agolpan de nuevo en mi mente al despertar. Ha sido un corto paréntesis de tiempo en el que mi cabeza ha descansado.
Miro el reloj de mi muñeca, quedan aún casi tres horas para llegar al aeropuerto Washington-Dulles en el estado de Virginia a unas 30 millas de Washington D.C.
Independientemente de lo que Carlos piense, quiera o sienta en cuanto pise tierra le voy a llamar. Tengo que dejar de atormentarme, nada puedo hacer, solo desear que vuelva la cordura a su cabeza y decida, como bien había asegurado, mantener lo nuestro a distancia.
Él… me lo prometió, dijo… que nos despediríamos antes de mi marcha.
Intento cambiar de pensamientos… pero cuesta. La mente se me va a Carlos sí o sí.
Pensar y pensar es lo único que sabe hacer mi cabeza.
Me pregunto cómo será mi vida en Washington.
El señor Carson me ha informado que la primera semana viviré en un hotel de la ciudad hasta que todo esté preparado en el apartamento en el que voy a vivir definitivamente y del que no tendré que pagar nada de nada. Me asignarán a una persona que estará pendiente de mí para todo aquello que necesite: me enseñará la ciudad, los lugares donde ir de compras, etc. También me asignarán otra persona para el tema de protocolo y costumbres como ya hicieron en Madrid. Me puedo imaginar que todo allí será muy diferente. Debo tratar de adaptarme lo antes posible a las costumbres y a la forma de vida. Sola, muy sola me voy a sentir. Estoy deseando llegar a la habitación del hotel para conectarme a Skype y hablar con los míos y, si es posible,… con Carlos.
Siempre he tenido ilusión de viajar algún día a New York, Washington o Los Ángeles; ¡pues mira por donde se va a cumplir uno de mis sueños! Algunas veces cuando lo pienso tengo la sensación de estar soñando. Ahora mismo me encuentro como si estuviera en el limbo. La sensación no puede ser más real, es como estar en ninguna parte, estoy en el aire, sobre un inmenso océano entre dos continentes… es… como un paréntesis de unas horas en mi vida que quedan en blanco. ¡Oh! ¡Déjate de extraños pensamientos, Marian! —me auto recrimino.
Apenas he sido capaz de comer algo. El señor Carson trata de distraerme contándome, entre otras, cosas sobre sus hijos y sus padres. Su padre era un inmigrante español, nada menos que asturiano, que inmigró muy joven, con apenas diecisiete años. Se fue en un barco dirección a las Américas. Por circunstancias de la vida llegó hasta el estado de Virginia, aunque su destino original fuese Cuba. Conoció dos años después a su madre, una virginiana, según él, de armas tomar. Alta, muy guapa, con unos enormes ojos verdes que tanto él como su hijo Alan han heredado.
El señor Carson me observa desde su asiento y me sonríe.
—Denota preocupación señorita Álvarez, pero… si me lo permites… Marian… prefiero llamarte por tu nombre, sobre todo cuando no estemos en el trabajo. No necesitamos tanto formalismo fuera de él. Así nos resultará más natural a los dos el trato, pero sobre todo a ti.
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