Nina Rose - El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes
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—¿Rastros de los soldados? —inquirió el General.
—No, señor —respondió Tam ya más repuesta—. Estimamos que llegaron al pueblo hacia tres o cuatro días, por el estado de los cuerpos, pero no hay señales de ellos en los alrededores. Encontramos algunas espadas y cotas en algunos de los fallecidos y suponemos que tal vez los soldados del Traidor los atacaron ya sea porque se estaban armando o porque sospechaban presencia rebelde. Es lo único que explicaría un ataque como ese.
—Usualmente hay sobrevivientes —le explicó Sheb a Rylee en un susurro—. Al Yuiddhas le gusta cuando alguien vive para contar los horrores que deja en los pueblos y ciudades que manda a destruir.
Rylee lo sabía. De niña en el ataque al Huerto había visto cómo algunos de sus vecinos huían sin aparente resistencia por parte de los soldados. Ahora comprendía que aquellos afortunados que escaparon con vida habían sido títeres cuya sola misión, involuntaria y desgraciada, era transmitirle a todo el resto de la región el poder que el Traidor ostentaba y la desolación de la que era capaz.
Ella había sido uno de ellos, pensó.
Un súbito calor nació en su pecho, extendiéndose por todo su cuerpo y un mareo repentino la hizo tambalearse. Sheb la alcanzó a sostener a tiempo y Rylee le agradeció tranquilizándolo y convenciéndolo que era solo cansancio. Pero no lo era y ella lo sabía; nada tenía que ver con la maldición, pues a pesar de que las nubes cubrían el cielo, era obvio que el sol aún no se ponía. Ya había tenido esos bochornos un par de veces durante el viaje, al igual que los mareos, y a decir verdad se sentía agotada y febril. Tal vez el clima del norte le estaba haciendo mal y estaba contrayendo gripe; tendría que hablar con Gwain al respecto, pero ahora no era el minuto de hacerlo.
El ejército partió lo más rápido que pudo, preocupados todos de tener a dos compañeros solos y prácticamente indefensos en Las Tres Hermanas; un grupo fue enviado a galope rápido para asegurarse que no había enemigos en los alrededores.
Un par de horas después llegaban al pueblo y la imagen de lo que vieron aquel día quedó grabada en la retina de todos y cada uno de los presentes.
Frente a ellos no estaba el alegre pueblo de antaño, con su arco de madera cubierta de hiedra que les daba la bienvenida a los viajeros en nombre de las fundadoras, las hermanas Yass, Ehme y Reia. Tampoco estaban las casas sencillas de tejados rojos, los árboles frondosos que formaban la plaza, ni las alegres banderas coloridas de los festivales de primavera. No resonaban las risas, ni los cantos, ni los sonidos de los pájaros que llegaban en época migratoria, así como tampoco se sentía el aroma a dulce de las suettas con caramelo, el azafrán y la leche con canela y el frescor limpio del mar que resonaba al otro lado del acantilado…
No, frente a ellos solo veían el negro y el gris de las construcciones arrasadas por el fuego, la ceniza, el barro y la sangre seca, los cuerpos aún donde habían caído, cubiertos de escombro y podredumbre. Sólo oían el silencio sepulcral de los caídos, el graznar de las aves de rapiña, a la distancia una viga cayendo, una puerta chirriando, aferrándose a lo que quedaba de una casa en ruinas. El olor era acre, dulzón y ácido, a muerte, sangre y madera quemada, a pasto chamuscado, metal y lluvia. Por doquier había rastros de lucha, de embates sorpresivos, de padres que intentaron proteger a sus hijos, de caballos y jinetes abatidos a medio huir y era tanta, tanta la desolación que Rylee sentía el corazón hecho un nudo y sus ojos húmedos por la fetidez y la tristeza.
El recuerdo del Huerto se hizo tan real que a punto estuvo de caer de rodillas; todo lo que percibía era tal y como lo había visto hacía tantos años… y allí, a la distancia, una sombra… su padre atravesado por una espada desconocida...
El movimiento general la hizo volver en sí. Ánuk puso su nariz contra su mano, como siempre hacía para indicarle, en silencio, que estaba a su lado y le hizo un gesto para que avanzara. Rylee sujetó a Panal, que de la nada había aparecido al lado de la muchacha, con firmeza de la rienda y caminó utilizando al caballo casi como muleta, intentando que los recuerdos no le afectaran y desviando la vista lo más posible de los cadáveres a su alrededor, una tarea que probó ser más difícil de lo que pensaba.
A medida que se adentraron, el Capitán y Marius salieron a su encuentro. Ambos estaban sucios de ceniza y visiblemente cansados; habían estado intentando juntar la mayor cantidad de cuerpos para darles sepultura. El General ordenó seguir el ejemplo de ambos soldados, pero era necesario dispersarse y para ello Gwain debía quitar la protección de la barrera. No era conveniente que entraran y salieran de ella, pues ésta comenzaba a dejar huecos abiertos entre constantes idas y venidas, por lo que era mejor simplemente ahorrar la magia y quitarla. Sin embargo, debían asegurarse de que no serían atacados por sorpresa y para ello tuvieron que esperar el regreso del grupo de exploración, el cual volvió luego de tres cuartos de hora asegurando que no había nada que indicara presencia enemiga cerca.
Una vez hecha la confirmación, todos quedaron desprotegidos pero libres de moverse por el pueblo. Mientras algunos se dedicaban a buscar provisiones y armas, otros reunían los cuerpos y otros tantos cavaban fosas para enterrarlos. Entre estos últimos se había quedado Rylee, incapaz de soportar el horror de aquellos cuerpos en descomposición y ver en ellos las sombras de los que había visto morir en el Huerto. Cavó con ahínco, vigilada de cerca por Sheb y Ánuk quien, en su forma de wolfire, abría enormes surcos en la tierra. Yitinji también ayudaba quitando escombros para dejar espacios libres, pero se mantenía muy cerca de Rylee, mirándola de reojo constantemente.
Así pasó la jornada, el dolor del atardecer camuflado por el cansancio de cavar tanto. Temiendo atraer al enemigo si incineraban los cuerpos, los enterraron con toda la ceremonia posible, pidiéndoles perdón por no darles apropiada sepultura, rezándoles a las Diosas por sus almas y plantando incontables semillas. La lluvia comenzó a caer como un suave rocío y Rylee deseó que todo lo que habían plantado aquí creciera bello y fuerte, pues aquellos que ahora descansaban bajo la tierra yerma lo merecían. Años más tarde, su deseo se concedió; lo que alguna vez fue el pueblo de las Tres Hermanas, se convirtió en el Jardín de las Tres Hermanas, un santuario natural repleto de color y vida. Un recuerdo a la inocencia y a la libertad.
Una vez que terminó todo, se reunieron en un área para que Gwain volviera a levantar la barrera alrededor de ellos. Se arroparon entre las ruinas, cada uno donde pudiera, todos muy cerca para aprovechar el calor. Rylee durmió con Ánuk y la loba le permitió a Shebahim acostarse también con ellas, ya que el frío era intenso ahora que la lluvia se había detenido; pronto se les unió Menha, menos acostumbrada que el joven a la baja temperatura. Durmieron inquietos y alertas, esperando al enemigo; Rylee comenzó a mentalizarse para el día siguiente, cuando debía subir hasta lo más alto del acantilado para llegar a las Cuevas y así, finalmente, probar su lealtad y quedar libre de cargos. Una vez que dejara de ser prisionera, podría irse en busca del nigromante.
Lo había decidido. Quedarse allí no le servía, por mucho que le doliera dejar a todos nuevamente. Esta vez, sin embargo, no se iría a hurtadillas ni en secreto, no se iría como una ladrona furtiva, sino como una soldado que ya no podía lidiar más con la presión de la guerra. Estaba segura de que la dejarían ir una vez que probara su lealtad y una vez que estuviera libre, buscaría la forma de revocar su maldición aunque tuviese que hacer un trato con otro nigromante.
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