Samuel Pérez Millos - Comentario al libro de Josué

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El Comentario al libro de Josué de Samuel Pérez Millos es el estudio bíblico más actual y amplio que existe en español.
Está organizado en esta estructura:
Contexto histórico al libro, que incluye datos de historia, antropología, arqueología, sociología, lingüística, usos y costumbres, geografía, filosofía de la religión y otras áreas de conocimiento que ayudan a enriquecer la comprensión del mundo bíblico.
Estudio y exposición exegética versículo a versículo o pasaje a pasaje o los términos claves más importantes del texto.
Aplicación pastoral/ministerial con ayudas y exhortaciones prácticas.
Incluye 23 excursos o apéndices, para ampliar sobre un tema relevante.
Incluye infografías, gráficas y tablas.

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La segunda condición tiene que ver con el silencio que Rahab debía guardar sobre “este nuestro asunto”. Ello comprendía el compromiso de salvación para el día de la conquista de la ciudad y no descubrir el lugar a donde se habían ido los espías para esconderse. El juramento quedaría anulado si ella los traicionaba en su huida.

Los mensajeros de juicio partían de la casa de Rahab. Aquellos que habían venido a espiar la tierra y Jericó como preludio del día en que Jehová la iba a entregar en sus manos, partían del lugar en que habían estado escondidos. La promesa de salvación hecha a Rahab y las condiciones para que se hiciera efectiva, fueron aceptadas por aquella mujer. Ella sabía que la salvación de ella y de los suyos dependía de aquel “hilo de grana” puesto en la ventana, por tanto, lo colocó desde el mismo momento de la partida de los espías. No esperó tan siquiera los tres días que debían permanecer escondidos en el monte. No esperó a ver avanzar al pueblo de Israel hacia la ciudad. Ella sabía que de aquella señal dependía su propia vida y la coloca en la ventana desde el primer momento.

Escribe H. Rossier.

“La fe de Rahab no espera que Israel haya cruzado el Jordán ni el último día antes que se desplomasen las murallas de Jericó, para atar el cordón de grana; apenas los espías se han ido, sin perder un instante, Rahab ata a la ventana la preciosa prenda de su salvación y la de toda su casa. Su fe, es diligente, tampoco se esconde: se manifiesta altivamente mientras el juicio está todavía del otro lado del obstáculo que Israel no había franqueado aún”8.

La aplicación espiritual es notable también en esta parte del pasaje. El cordón de grana es figura de la redención por medio de la sangre de Cristo. El tipo se extiende a lo largo de la Escritura y arranca ya desde el mismo momento de la caída del hombre. La desnudez de Adán y Eva fue cubierta por ellos mismos con algo que no servía para ese menester. Con hojas de higuera tomadas por ellos mismos, pretendían cubrir, no solo una desnudez física, que se manifestaba como tal desde el momento de la desobediencia, sino la profunda desnudez espiritual de una vida que quedaba despojada de la relación íntima con Dios a causa del pecado. En aquella ocasión, la sangre de las víctimas que darían sus pieles para la vestimenta de aquella pareja fue vertida por Dios, comenzando ya el simbolismo del derramamiento de la sangre inocente para cubrir el pecado del hombre (Gn. 3:21). Los múltiples sacrificios de animales, puestos sobre los altares levantados por hombres piadosos delante del Señor, continúan con el “hilo de grana” conductor del modo de salvación: la sangre expiatoria por el pecado. Más tarde sería esa misma sangre la garantía de salvación cuando, en la noche egipcia, el destructor pasó matando a todos los primogénitos de aquella nación (Éx. 12:7, 13). Solo las casas en que la sangre estaba extendida en los postes y dinteles de las puertas fueron lugar seguro de salvación para quienes estaban refugiados en ellas bajo la sangre vertida en el sacrificio de la expiación. En los textos que se analizan, el simbolismo no está tanto en el sacrificio en sí mismo, sino en los resultados que se obtienen por él. Según las Escrituras, los sacrificios del Antiguo Testamento tenían por objeto cubrir los pecados de aquel que los ofrecía y darle, por ello, seguridad del perdón divino, apuntando a la realidad futura y definitiva del sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz. Si bien es cierto que aquellos sacrificios no podían quitar los pecados (He. 10:4), quienes los ofrecían reconocían su pecado y confesaban que por él no merecían otra cosa que la muerte. Dios cubría —en el sentido de pasar por alto temporalmente— el pecado de los oferentes (Ro. 3:25) en base al futuro sacrificio de Cristo, único que quita el pecado. La sangre derramada del Salvador limpia de todo pecado por medio de la fe al pecador que acepta esa obra (1Jn. 1:7). Por tanto, eliminada la causa de la condenación, el pecador queda libre de ella. La seguridad de esa persona descansa en una deuda totalmente cancelada por Cristo a su favor. Todavía más: la obra sacrificial de Jesucristo, no es tan solo un acto en favor del pecador, sino más bien una sustitución vicaria por él, ya que el Señor no vertió su sangre solo en favor del pecador, sino que lo hizo en su lugar. Cristo gustó la muerte por todos (He. 2:9), cancelando con ello toda responsabilidad ante la justicia divina para aquel que cree. La sangre de Cristo garantiza eterna redención (Tit. 2:14; He. 9:14; Ap. 7:14). Los beneficios de la expiación son aplicados al creyente, en el momento de ejercer su fe (Ro. 5:9). La condenación ha pasado ya para todo aquel que cree (Ro. 5:1; 8:1).

Del mismo modo en que la seguridad de salvación para Rahab estaba garantizada por juramento en el nombre del Señor, así también la seguridad de salvación para el creyente, en la actual dispensación, descansa en el compromiso de Dios. La garantía del Padre está claramente expresada: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). La garantía del Hijo es también cierta: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:27-30). No falta tampoco la garantía del Espíritu Santo: “En Él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en Él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14). La seguridad de quien está bajo los beneficios de la sangre de Cristo es total: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:32-34). El creyente está a salvo bajo la bendita acción de la sangre redentora de Jesucristo. Esa acción cancela la ira divina sobre el pecado y también garantiza al creyente que no se verá envuelto en los juicios de ira que Dios hará descender sobre el mundo entero para probar a las naciones de la tierra (Ap. 3:10). Estando en Cristo la seguridad es absoluta porque “... nos libra de la ira venidera” (1Ts. 1:10).

El informe de los espías (2:22-24)

22. Y caminando ellos, llegaron al monte y estuvieron allí tres días, hasta que volvieron los que los perseguían; y los que los persiguieron buscaron por todo el camino, pero no los hallaron.

Dios está en la protección de los suyos. Aquellos hombres fueron protegidos milagrosamente. Las dificultades habían sido conducidas por Dios en bien de ellos, como parte del propósito divino en relación con la tierra de Canaán, que el Señor iba a entregar a su pueblo. A pesar de la diligencia en la búsqueda, no los hallaron. Sin embargo, ellos, aún seguros de la protección y cuidado divinos, se ocultaron diligentemente en el monte. Habían dejado el camino de los vados y se habían internado en el bosque. “Los que van por el camino que Dios les señala, pueden esperar que la Providencia les proteja, pero ello no les excusa de tomar todas las medidas que sean necesarias para su seguridad. Hay que confiar en la Providencia, pero no hay que tentarla”9.

Una situación semejante se repetiría más tarde en la historia de la Iglesia. De un modo semejante pudo escapar el apóstol Pablo en Damasco de sus perseguidores (2Co. 11:33). No hay duda de que Dios actúa en favor de los suyos siempre. Más aún cuando están involucrados en una misión que corresponde a los planes y propósitos para la obra de Dios. El Señor toma elementos tan sencillos como una mujer —en el caso de los espías de Josué— o unos hombres anónimos —en el caso de Pablo— para librar de la muerte a los suyos. Es necesario dejar un momento de pensar en los personajes más destacados, bien sean los dos espías o el propio apóstol, para prestar un mínimo de atención hacia quienes sostenían las cuerdas que hicieron posible la libertad de ellos. Creyentes comprometidos están sosteniendo las cuerdas que dan la posibilidad de proseguir el ministerio a aquellos a quienes Dios ha llamado a Su servicio. La iglesia precisa de personas sencillas, pero poderosas en fe y comprometidas en el servicio de la obra de Dios, que son instrumentos útiles en Sus manos para bendición de quienes tienen misiones encomendadas por Él y que deben cumplir.

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