Conoce tan bien la grandeza del Señor, que pide una respuesta de aquellos dos hombres vinculada con el compromiso delante de Dios: “Os ruego, pues, ahora, que me juréis por Jehová”. Dios haría honor al compromiso hecho en Su nombre. Ella había reconocido antes que el Señor es fiel y, en esa certeza, descansa su confianza. Sabía con toda seguridad que solo la misericordia de Dios y Su compromiso le haría estar segura de salvar su vida y la de los suyos cuando Jericó fuera destruida y entregada en manos de los hebreos. Rahab viene literalmente temblando, ante Dios; ya expresó su temor en palabras anteriores (v. 9); ahora apela a la gracia como único medio de salvación.
Una señal dada por aquellos dos hombres sería la confirmación de que su ruego de gracia había sido aceptado en nombre de Dios. Demanda un signo de fidelidad, “una señal segura” (heb. “aôtaëmet”). De este modo estaría segura de que “libraréis nuestras vidas de la muerte”.
El juramento de salvación quedaba vinculado a la actuación de aquella mujer, que guardaría el secreto de la petición y no los traicionaría en el momento en que abandonasen la casa. Ellos mismos salen garantes con sus propias vidas de la promesa hecha en el nombre del Señor: “Nuestra vida responderá por la vuestra”. La promesa sería cumplida cuando “Jehová nos haya dado la tierra”; no tenían tampoco ellos duda alguna sobre la fidelidad de Dios. La tierra no sería alcanzada por sus fuerzas, sino que era un regalo de la gracia y fidelidad del Dios que se la daba. Ellos eran simplemente los instrumentos de Dios para ejecutar sus planes, por tanto, en esta identificación con el Señor, son también sus instrumentos en el ejercicio de la misericordia: “nosotros haremos contigo misericordia y verdad”. Se había llegado al compromiso de salvación. La oración de fe había obtenido respuesta y la perspectiva de juicio se había cambiado en seguridad de salvación. Deben notarse las dos palabras utilizadas por los espías: misericordia y verdad. En el hebreo se lee, “te trataremos con bondad y lealtad”. Esta es la dimensión de la salvación que garantiza Dios. No solamente podía confiar en su misericordia, sino en su fidelidad. De poco valdría que hiciera misericordia si podía olvidarse de cumplir su palabra. Igualmente, de poco serviría que fuera fiel si no era misericordioso. Los dos atributos de misericordia y fidelidad están presentes en cada actuación y promesa de Dios, y ambos son iguales, por cuanto son cada uno infinito, como Dios mismo lo es. Dios no es más misericordioso que fiel, o viceversa, es tanto lo uno como lo otro. La respuesta dada a Rahab, está formulada bajo juramento. Esos dos hombres habían contraído un compromiso en el nombre del Señor como si Dios mismo hubiera dado respuesta a la petición de Rahab, por medio de ellos. Aquella que estaba antes condenada a morir como habitante de aquella ciudad, ya sentenciada por Dios, podía descansar confiada y tranquila porque había hallado gracia delante de los ojos del Señor.
La aplicación espiritual de estos últimos textos es admirable y una de las mejores maneras para describir el único modo de salvación para el pecador. La salvación es una obra de la gracia. El hombre se salvó y se salvará solo de este modo. La enseñanza de la Biblia es precisa: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8). Esta obra de gracia actúa, por medio del Espíritu, en el corazón del pecador para llevarle a un convencimiento de pecado (Jn. 16:8). En esta convicción, se llega a la certeza del juicio que Dios ha establecido sobre el pecador a causa de su pecado. La actuación del Espíritu Santo revela al hombre la miseria de su estado, la condenación eterna por el pecado y la única esperanza de salvación en Cristo Jesús. Produce, por tanto, un temor reverente en el corazón y, de la misma manera que Rahab conocía la destrucción que venía sobre ella, así también el Espíritu señala al pecador su eterna condenación sin Cristo. No es posible despertar al hombre de su estado de muerte, salvo por la acción iluminadora y redargüidora del Espíritu Santo. Es notable en el pasaje que los espías no hablaron a Rahab de su peligro, fue ella misma la que estaba convencida de ello en su corazón. De la misma manera, la convicción de pecado no es algo que el predicador del evangelio pueda hacer, sino el resultado de la operación poderosa del Espíritu de Dios actuando en el corazón del hombre caído. El primer paso en la salvación consiste en el conocimiento claro de la condenación a que está expuesto el pecador. No se salvará nadie por el solo hecho de saberse pecador, sino cuando se siente pecador.
La fe que salva lleva, en ese proceso, al conocimiento de Dios y de sus perfecciones divinas. Cuando un perdido está volviendo a Dios en la conversión verdadera, reconoce lo que antes no estaba dispuesto a reconocer en Dios. Hasta entonces, Dios era simplemente su enemigo, a causa de sus malas obras (Col. 1:21). Pero, de pronto, la iluminación del corazón hace reconocer a Dios como justo en la condenación por el pecado y le muestra el único modo de salvación, que es Su gracia. Hasta entonces, el único interés del pecador fue alejar a Dios de sí, o mejor, alejarse él de Dios. Esto fue siempre así, desde el mismo instante en que el pecado fue introducido en la experiencia del hombre (Gn. 3:10; Is. 53:6). Lo contrario sería opuesto a la misma naturaleza humana. El Señor fue rechazado porque, como luz, brillaba en las tinieblas alumbrando la corrupción de la naturaleza humana (Jn. 1:5). Tal rechazo conduce al pecador a la condenación eterna (Jn. 3:19). El evangelio que afirma que el hombre tiene interés en Dios y le busca por inclinación propia y natural, no es el evangelio bíblico y contradice abiertamente la enseñanza general de la Palabra (Ro. 3:11). De tal evangelio debe apartarse todo predicador bíblico, y considerarlo como un evangelio extraño a la revelación general, o lo que es lo mismo, “diferente evangelio” (Gá. 1:6, 8, 9). Cuando el pecador acude a Dios es porque ya ha sido buscado por Él. De muchos modos se vale el Señor para hacerlo. En ocasiones pondrá delante del perdido la situación de peligro inminente en que se encuentra, como en el caso de Rahab. Otras veces será por una manifestación directa de su gloria y la perversidad de las acciones del pecador, como con Pablo (Hch. 9:5). Pero, en cualquier caso, la realidad es que Dios siempre toma la iniciativa en la salvación y que esta se produce tan solo por influjo y en razón de la gracia divina (Ef. 2:8-9).
Finalmente, la salvación se produce cuando el pecador, sintiéndose perdido, acude a Dios invocando su misericordia y confiando en Él por medio de la fe. Es el mismo proceso que siguió Rahab. Primero sintió su situación, luego reconoció las perfecciones y misericordia de Dios y, finalmente, confesó su necesidad confiando en la gracia divina. La actuación humana en la recepción de la salvación es el ejercicio de la fe. Rahab se salvó por gracia mediante la fe: “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz” (He. 11:31). Si la salvación es por gracia, el único modo de recibirla es la fe (Ef. 2:8). Todo ello es un don divino, tanto la salvación como la fe, ya que en el proceso de salvación queda excluida toda obra humana. No obstante, la fe se convierte en una actividad del hombre cuando es ejercida por el pecador y depositada en el Salvador. La fe salvífica no argumenta, sino que acepta con seguridad y espera solo en la misericordia de Dios. La fe salvífica no es una mera actividad intelectual, sino la rendición incondicional del corazón. Es precisamente este el único modo de recibir la salvación. La entrega del corazón al Salvador producirá sin duda, una confesión personal de igual modo que ocurrió con Rahab, quien al acudir en busca de la misericordia, lo hizo confesando las perfecciones de Dios. Así también ocurre con el pecador que ha sido llevado por Dios a la salvación: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:10). La salvación por gracia no excluye la responsabilidad del hombre. En el caso de Rahab, había en su entorno muchos desobedientes, pero ella fue obediente. La gracia opera en el pecador señalándole su estado y capacitándolo para creer, pero nunca lo fuerza a una salvación obligada. Esa verdad está expresada por Pablo: “Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” (2Ts. 2.13). Las dos verdades íntimamente relacionadas: la gracia opera la salvación, la fe consiste en un acto de obediencia a la verdad. La gracia tiene que ver con los orígenes de la salvación, la responsabilidad humana con las reacciones ante el plan de salvación (Jn. 3:36). La gracia ha provisto; la responsabilidad otorga al hombre aceptar o rechazar. Aunque la elección es por gracia, la responsabilidad del hombre es real. Solamente por la fe se rinde el hombre a Dios y clama por salvación7.
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