Que la figuración sea incidental o más bien insubstancial (o sea, ambigua) no tiene, pues, nada que ver con que sea vaga o difusa; de hecho, si las figuras no tuviesen un perfil claro, no habría modo de percibir en ellas esa intencionalidad con la que se muestran como si solo lo hiciesen para uno en particular (y de ahí la dificultad de comunicarlas a alguien más a pesar de lo obvio de su aspecto). Más aún, esa ambigüedad intencional da pie para percibir la concreción del espacio que o aparece como una superficie plana en la que hay ciertas diferencias que dan relieve al fenómeno o se despliega en la multiplicidad de perfiles y entidades que en él se trazan. La ambigüedad intencional de lo plano y lo profundo hace que la percepción del espacio sea extraordinariamente compleja aun en el caso de una superficie con bordes bien definidos, y lo mismo pasa con el tiempo en el que un momento de distracción se totaliza en la consciencia de uno como lo que una identidad requiere para configurarse a través de la interrelación del presente y del pasado en el que se refleja y corrige la percepción: según uno, tal cosa ha ocurrido hace quién sabe cuánto, pero cuando por lo que sea la representación se transforma en figuración uno se da cuenta de su error: el recuerdo se asienta, por ejemplo, en la moda de hace una década, uno en la de hace tres. La claridad figurativa y la ambigüedad estética son entonces afines si no acaso idénticas, y ello explica desde otro ángulo por qué me resulta tan difícil hablar de este o de aquel fenómeno conforme surge, pues para hacerlo mis palabras tienen que ser igualmente expresivas y mostrar lo que vivo sin que se confundan con un mero desvarío que difumine la figura o (lo que es casi lo mismo) con una serie de pormenores que termine por deformarla. De nada sirve, pues, que el espacio sea ambiguo (o sea, generador de una identidad singular más dinámica) y se abra al tiempo de la percepción si al desplegar su potencia figurativa uno la confunde con una fantasmagoría mental que justamente es confusa porque no tiene que lidiar con las condiciones fenoménicas de la existencia en las que cada cosa aparece en un plexo vivencial donde se funde con el entorno y se revela como intencionalidad (por ejemplo, la de la moda de un cierto período que remarcaba la silueta en vez de ocultarla bajo muchos pliegues).
Ahora bien, quizá el mejor ejemplo artístico de la ambigüedad figurativa que hasta ahora he analizado como un trazo que se continúa de modo incidental a otro para crear identidades elusivas se encuentre en esa serie de obras de Escher en las que el mismo trazo, en vez de proseguir serpentina y caprichosamente, perfila cuerpos con límites muy precisos como los de ciertos animales que surgen del espacio sin que haya en esencia solución de continuidad. Hay, al respecto, algunas variantes que merece la pena mencionar: en una versión de la banda de Moebio, una parvada de cisnes blancos avanza en primer plano hacia la derecha mientras el envés de la banda los muestra al fondo de color negro y orientados a la izquierda. En esta primera variante, la figura se reitera y se refleja en un espacio cuyo dinamismo es cíclico y no conoce otra modulación que la del giro que traza el símbolo del infinito, de suerte que la identidad del proceso se mantiene en todo momento. En cambio, hay una obra en la que se ve a cisnes similares a los anteriores (también de color negro, aunque en una posición ligeramente distinta) que vuelan hacia la derecha en tanto en los huecos que hay entre ellos se descubre un banco de peces blancos que nadan en la misma dirección. En conjunto, los dos tipos de figuras forman un rombo a la mitad del cual se invierte la coloración del fondo: en la parte superior es blanca para contrastar con los cisnes negros y en la inferior es obscura para hacer resaltar la blancura de los peces. Aquí, en vez de mostrar el dinamismo infinito de un espacio ideal en el que la identidad se reitera sin otra diferencia que la del lugar que cada una de sus figuras ocupa (como en la primera variante), se ve un cómo un espacio natural se metamorfosea en uno geométrico gracias a un ciclo que no puede ser el de la mera identidad sino el de la alternancia de las figuras y de las fases cuya unidad, no obstante, prevalece como principio rector: el día se refleja en la noche como el medio celeste lo hace en el marino. El reflejo no es idéntico aunque el dinamismo natural del ciclo salva la diferencia de un medio y otro. Lo cual me lleva a la tercera variante, en la que vuelve a aparecer la infaltable parvada, aunque en vez de cisnes ahora son gansos, tan estilizados que semejan aviones o cohetes. En la parte superior se percibe con claridad de nuevo un rombo que, empero, a la mitad se funde con la superficie de un tablero de damas o ajedrez cuyos cuadros a su vez se desdibujan para formar la figura de los gansos. En los bordes laterales de la figura romboidal que se abre por su parte inferior se ven dos bandas que en realidad son dos ríos, uno claro y uno obscuro, que corren por un paisaje agrícola en el que dos villorrios que se reflejan uno al otro se encuentran en la linde de las parcelas que son al unísono los cuadros inferiores del tablero que irrumpe en el espacio geométrico superior. De suerte que los ciclos físicos y vitales de la naturaleza y de la actividad humana se hermanan gracias a la ambigüedad del espacio existencial en el que cada uno de los planos refleja e invierte a los demás en la interrelación existencial de lo cósmico, lo animal y lo humano.
Paso a la cuarta y última variante de la obra de Escher (al menos de la que por ahora quiero comentar) en la que para mi sorpresa descubro el principio de ensamblaje incidental que he apreciado desde el primer momento en las figuras que se trazan espontáneamente en los relieves de cualquier superficie: en Mosaico II , un conjunto de seres que incluye una especie de diablos o ídolos, animales más o menos estilizados y hasta una guitarra se perfila en un cuadrado en el que no hay el menor vacío pues cada cuerpo es el contorno de otro sin que quede resquicio alguno entre ellos. En este abigarramiento estos seres conviven entre sí a pesar de la diferencia de tamaño y forma física que hay entre, por ejemplo, un elefante y un caracol de jardín (que, sin embargo, es más grande que aquel). Por otro lado, se aprecia que varios de ellos se deforman para adaptarse a los que los rodean y para que no quede ningún hueco con el de junto: en el ángulo superior izquierdo se ve a una especie de mangosta con cuernos sentada junto a un pez que se apoya sobre una gaviota en pleno vuelo. Huelga decir que las desproporciones y deformaciones físicas de los seres que aquí aparecen reflejan diferencias cronológicas abisales (la mangosta y el pez se ven prehistóricos, la gaviota, no) y, sobre todo, otras tantas de naturaleza (en apariencia, los diablos y la guitarra no tienen mucho que ver). Este patrón se advierte en el resto de las figuras del cuadrado que, en cierta medida, muestra la singular paronimia que (al menos en español) existe entre lo geométrico y lo plástico: el cuadrado es simultáneamente una figura compleja que se forma igual que las que uno ve en la pared, el cuadro que la contiene y el espacio de la coexistencia total donde la diferenciación se da la mano con la identidad. La paronimia y la asimilación visual, además, revelan la ambigüedad que informa a cada uno de estos seres: contra la idea común de que las cosas tienen límites físicos absolutos y se distinguen de modo substancial del espacio en el que se hallan, estos seres expresan el contorno que en vez de separarlos los funde en una sola figura o más bien forma espacial o fenoménica. 20La espacialidad es idéntica pues a la figuración por la que cada elemento del conjunto se integra con los demás, de suerte que sin borrar la individualidad de cada uno la hace ver en una continuidad inexpugnable. No obstante, a pesar de que no hay el mínimo resquicio y, por ende, no hay manera de que alguno de estos seres se mueva sin alterar la figura total, el cuadrado da prima facie la impresión de un extraño dinamismo integrador, lo que de seguro se debe al ensamblaje común que organiza la diferencia de naturaleza que acabo de mencionar, diferencia que a su vez se estructura en el momento de la percepción en el que se condensan épocas geológicas abisalmente distintas: lo prehistórico y lo contemporáneo se asimilan mientras yo recorro con la mirada el cuadrado donde lo humano aparece también en la ambigüedad de lo personal y lo simbólico (en los ademanes o los gestos de la mayor parte de los animales fabulosos). La unidad temporoespacial o fenoménica se despliega en la ambigüedad (no física sino auténticamente plástica) de las figuras que se contornean unas a otras sin empero compenetrarse: la figura muestra la relación entre lo topográfico, lo topológico y lo espacial como determinaciones existenciales y por eso conserva su identidad en medio del abigarramiento . Y lo más interesante es que a diferencia de las obras anteriores, en las que una figura se reproduce o se invierte sin otra variación que la de la orientación o el lugar (pensemos en las aves que surcan el cielo o en los ríos que corren a ambos lados de un valle), aquí la pluralidad de formas confirma, por una parte, que la figuración es una estructura vivencial con sentido propio en la medida en que pone en contacto formas de ser en principio disímbolas; por otra parte, esa pluralidad muestra que la distinción del espacio y de lo que en él aparece es por fuerza incidental o más bien estética pues depende en todo momento de la percepción en cuanto actividad consciente que, como hemos visto, obliga a que uno participe en la integración de cualquier realidad. En esta obra todo se perfila sin perder el carácter espontáneo e intencional que tiene cada vez que por lo que sea nos detenemos en los relieves de la realidad: por ejemplo, si primeramente percibimos las figuras obscuras porque son las que más resaltan, ellas por su lado hacen brotar las claras, igual que frente a un revoque con protuberancias vemos cómo las oquedades son formas de incorporar el espacio y la identidad de este o aquel ser sin que por ello se difumine el plano o medio en la que aparece.
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