Víctor Gerardo Rivas López - ApareSER

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Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

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Esta doble posibilidad de desfiguración y deshumanización se presenta con tremendo dramatismo en Los sauces , la célebre historia de Algernon Blackwood que ya desde el título se refiere sin ambages a la figura con la que idealmente más nos identificamos con la naturaleza: la del árbol. 23En general, los árboles son seres que llaman la atención porque comparten con la figura humana un aspecto determinante: el tronco, que los distingue del mero arbusto como al hombre de cualquier primate, establece una extraordinaria semejanza entre los dos que se acusa más todavía por otra igualmente significativa: la de la copa con la cabellera que es en todas partes el mejor adorno de la cabeza, pues sirve para darle una expresión muy personal a todo el mundo aun antes de que veamos su rostro o su manera de moverse. Así, esta semejanza de la copa y la cabeza es particularmente llamativa en los sauces por el tipo de follaje del árbol, que cae hasta el suelo en ramas muy dúctiles y se agita al menor soplo como si fuese el largo cabello de una mujer suelto al viento según lo ha visto la propia mitología al proyectarlo como figura de mujeres que lloran la muerte de Hércules. Sin embargo, la semejanza figurativa del árbol y el hombre que tiene un tan alto valor simbólico se deforma en la historia de Blackwood porque los sauces de los que trata no son árboles en realidad sino arbustos muy parecidos a ellos pero que carecen de un tronco rígido, lo cual hace que su figura se vea de inmediato como algo claudicante o, más aún, monstruoso, a medio camino entre dos formas de ser que se mezclan sin identificarse (como sucede con el híbrido de Escher). La deformación o más bien deformidad que subrayamos se hace más ominosa porque, a falta de un tronco, los sauces de la narración se agitan sin cesar y dan en conjunto la sensación de que toda la llanura pantanosa en la que se encuentran “se mueve y está viva”. Esta vitalidad del paisaje resulta siniestra porque lleva a su extremo la condición más singular tanto de los árboles como de las plantas respecto a cualquier otro ser vivo (sobre todo, respecto al hombre): poner de manifiesto la esencia del espacio o (en este caso) de la tierra como dinamismo existencial que integra a cada organismo con su entorno desde un solo lugar sin que pueda sobrevivir en ningún otro. Árboles y plantas crecen en apariencia simplemente como si no fuese indispensable esforzarse para ello o como si la potencia vital del organismo fuese capaz de vencer la resistencia del terreno, lo cual es aún más desconcertante porque al unísono salta a la vista que se hallan atados a un lugar, es decir, que la fuerza que tienen no es realmente suya sino de la tierra que los nutre, sí, porque los somete a sus condiciones. La fuerza que sobre todo un gran árbol hace ver se despliega entonces a partir de una originaria sujeción a la tierra y al clima que la singulariza y que fija al organismo a un solo tipo de terreno. La vitalidad temporoespacial que se expresa como planta tiene así un sesgo absoluto y a la vez particular a la luz del cual el aparente reposo vegetal se revela más bien como el anonadamiento de lo orgánico ante el poderío de la tierra. Y esto contradice por completo el dinamismo existencial del hombre, el cual se realiza a través de la búsqueda de un sitio en el que asentarse para seguir siempre adelante aun a costa de los riesgos que ello implica y del poder hasta fatídico con el que la tierra busca que uno se detenga en un cierto lugar de una vez y para siempre: “el hombre es lo más pavoroso […] porque se pone en camino y trasciende los límites que inicialmente y a menudo le son habituales y familiares”. 24

Esta serie de afinidades y diferenciaciones figurativas entre, por un lado, los árboles y las plantas y, por el otro, el hombre se entretejen a lo largo de la narración de Blackwood, cuyo contenido anecdótico merece la pena sintetizar: dos hombres maduros que suelen viajar juntos siguen en canoa el curso del Danubio a través de una inmensa región “de singular soledad y desolación” sita entre Viena y Budapest y cubierta por espesos bosques de sauces enanos entre los que se pierde el mismo río, que corre ahí por una multitud de canales antes de recuperar de súbito un cauce único como parar recordarle al narrador y a su compañero su “absoluta insignificancia frente a ese indómito poder de los elementos”. 25Ambos deciden pasar la noche en un islote arenoso que se halla a mitad del río y al rato ven flotar algo que parece o una nutria o el cadáver de un hombre. Ese incidente es solo el inicio de la cada vez más férrea opresión del entorno sobre ellos, que se materializa en una serie de daños a su canoa que los obliga a quedarse ahí un día más. Como es lógico, la tensión del narrador crece, sobre todo cuando a altas horas de la noche descubre unas enormes figuras ominosas y amorfas que surgen de entre los sauces y se proyectan hacia el cielo como si buscaran algo o cuando siente alrededor de su tienda de campaña la presión de unos cuerpos pequeños mas violentos que intentan entrar. Tras un mutuo esfuerzo por acallar la angustia, los viajeros confiesan que se hallan a merced de fuerzas terribles a las cuales solo pueden resistir concentrándose en cosas muy concretas, pues las fuerzas atacan a través del pensamiento. Antes de que amanezca el segundo día, el narrador salva a su compañero que está a punto de arrojarse al río sin darse cuenta. Cuando despierta horas más tarde, ambos se percatan con horror de que, aunque ellos sobrevivirán, ha habido otra víctima: la supuesta nutria se revela al fin como el cadáver de un hombre espantosamente desfigurado que la corriente arrastra fuera del alcance del narrador y su compañero de viaje.

Más que el análisis del desarrollo narrativo de la historia, lo que ahora nos interesa es el análisis del proceso figurativo que sirve como hilo conductor de aquel. Es, en efecto, fascinante ver cómo al deformarse una figura que en principio identifica al hombre con lo natural, como lo hace la del árbol, el ámbito existencial de la acción humana se reduce hasta casi desaparecer bajo el empuje de fuerzas que no solo nos trascienden sino que buscan aniquilarnos: “«Piensas –dijo– que es el espíritu de los elementos y yo pensé que quizá era el de los antiguos dioses. Pero ahora te digo que no es ninguno de los dos […] Estos seres que están ahora alrededor no tienen absolutamente nada que ver con lo humano y es pura casualidad que su espacio se cruce con el nuestro en este sitio”. 26La espacialidad que se proyecta en la multiplicidad figurativa no lo hace ni a través del juego de reflejos en que una figura simplemente se orienta en sentido contrario para armonizar distintos planos de la realidad (Escher) ni como la continuidad del contorno que identifica a todos los seres en una realidad cuya plenitud ontológica colma el mínimo resquicio ( idem ); por el contrario, aquí el espacio, aunque conserva los dos rasgos que acabamos de resaltar, los pone de manifiesto como fuerzas ajenas al hombre que disturban su identificación con el resto de la realidad y atentan contra él y, en esencia, contra el orden mismo de la existencia como se hace concebible para nosotros, o sea, como fruto de una acción que nos define de modo sociopersonal en el mundo. Y este cambio de sentido que bien puede calificarse de pavoroso o terrorífico se percibe en la contraposición de la vitalidad de los sauces con su deformidad que apunta, igual que en la de un ser consciente que la tuviese de nacimiento, a una forma de ser que, al no poder asimilarse a la de los demás, trata de destruirla: “Esos acres y acres de sauces que se apiñaban, que crecían tan pegados unos a otros, que pululaban hasta donde llegaban los ojos, amontonándose sobre el río como para sofocarlo, formándose en densas líneas milla tras milla bajo el cielo, viendo, esperando, escuchando”. 27La deformidad de la figura se proyecta por doquiera y entonces no hay manera de ver algo más que a través de ella, como si el paisaje en su totalidad la encarnase en cualquiera de sus planos, lo que explica por qué los sauces irrumpen en el río en forma de reflejo así como en otro momento irrumpen en el viento en la de un ensordecedor rumor que aturde a los viajeros: en todos estos ámbitos de la vivencia hallamos un poder que absorbe lo real no para comunicárnoslo de modo antropomórfico o afín a nuestra sensibilidad sino para mostrar el carácter insubstancial de todo el proceso de proyección sentimental del paisaje que el romanticismo ha descubierto y llevado a sus últimas consecuencias, una de las cuales es, por cierto, la visión de la naturaleza como una fuerza irracional que pasa por encima de lo humano para afirmarse sin más: “la doctrina romántica afirma que hay un infinito que pugna hacia adelante por parte de la realidad, del universo alrededor de nosotros, que hay algo infinito, algo que es inagotable, de lo que lo finito intenta ser el símbolo aunque por supuesto no puede serlo”. 28Lo cual, a tenor de lo que nos dice la narración, es consecuencia de la audacia que nos empuja a invadir los diversos reinos que componen lo natural en búsqueda de una efusión imaginativa mas no para configurar el sentido que le es propio a cada reino o a cada región. Por lo que no es de extrañar que la común figura del árbol y aun de la planta que como hemos dicho ya tienen un valor simbólico extraordinario porque refieren a la capacidad que cada ser se supone goza de tener un lugar propio o (lo que es prácticamente igual) de identificarse con la realidad a pesar de ser solo uno entre los muchos elementos de ella, se deforme en esta contraposición de ambos aspectos en todos los planos de la existencia. Los sauces no son aquí esos seres melancólicos de los que hablan la mitología grecolatina y la sensibilidad romántica, son encarnaciones de un poder enemigo del hombre que se expresa como una vitalidad que solo tiene posibilidad de florecer a costa de él. Así, la gracia con la que el follaje del árbol se mece a la orilla del agua donde por lo común se encuentra como si en vez de nutrirse de ella él la nutriera con las lágrimas que parece verter al inclinar sus ramas, se convierte aquí en el disimulo con el que alguien en apariencia sensible engaña a quienes se hallan a su alrededor. La deformación del árbol que lo convierte en un arbusto enano de tronco endeble es pues la punta de lanza de un proceso en el que la configuración revela una forma de animismo que, contra lo que Kant pensó al hablar de lo sublime, anonada en vez de despertar en el observador algún sentimiento de respeto: “la naturaleza no se juzga como sublime […] sino porque invoca en nosotros nuestra fuerza (que no es naturaleza) para mirar aquello de lo cual nos curamos (bienes, salud y vida) como pequeño”. 29Pues en la medida en que invaden el entorno sin dejar que la mirada descanse al menos un instante en la diversidad figurativa de la naturaleza de la que nace cualquier percepción en verdad personal, abruman e idiotizan al espectador como por lo demás ha hecho ver el compañero del narrador al decir que su arma más efectiva es el pensamiento con el que uno trata de precaverse de ellos o de fundirse con la realidad sin perder la consciencia, como lo dice sin ambages el narrador: “Busqué por dondequiera una prueba de realidad aunque ya había entendido sin asomo de duda que el patrón de lo real había cambiado”. 30

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