La reflexión, que para Kant se realiza a través de un juicio sui generis en el que no intervienen conceptos sino imágenes que se concatenan de acuerdo con la idea de una final conformidad de la razón y la realidad (lo que implica que aunque no haya pruebas de ella es factible suponerla para darle unidad final al despliegue sentimental respecto a cualquier fenómeno), es así la piedra de bóveda de la estética y, más aún, de cualquier poética o conjunto de reglas que atañan a la configuración como el proceso de articular espaciotemporalmente un flujo fenoménico y una acción posible para el hombre, lo que exige, además, hacer a un lado cualquier planteamiento del proceso como una actividad inconsciente o hasta inefable que cualquiera puede interpretar como Dios le dé a entender. Lejos de esta postura (que en esencia se apoya en una vulgarización de la teoría romántica del genio creador que adelante criticaremos), un análisis estético de la configuración muestra que aunque prima facie la interrelación espaciotemporal de ella se antoje indescifrable (como ocurre cuando uno se coloca en un plano psicológico en el que un artista y un hombre común no tienen nada que ver entre sí), hay modos de comprender con suficiente claridad el orden compositivo de un cuadro o el narrativo de una novela sin por ello agotar las dificultades que conllevan los conceptos que intervienen en ese orden y que, de hecho, tienen que plantearse a la luz del encuadre estético. Lo que quiere decir que a reserva de que haya necesidad de conocer a fondo lo que en un determinado momento muestra un personaje en un cuadro alegórico o lo que piensa en un cuento costumbrista, lo cierto es que el valor teórico de eso tendrá que someterse al entramado estético que será el factor decisivo para concederle o no un valor propio a la configuración sin tener que pasar por el orden de los conceptos. Más todavía, la reflexión estética es independiente de la representación teorética y aun de la moral que en casos extremos como los que nos presentan la tradición a partir de los griegos o el arte contemporáneo a partir del final del siglo XIX parecería perder toda importancia si no fuese por dos factores axiales: en primera, por la exigencia de una final afinidad entre lo real y lo humano que sería imposible si las fuerzas naturales o históricas pasaran por encima sin más del ser que encarna la consciencia humana; en segunda, por la concreción existencial de lo sensible que (según hemos dicho líneas atrás) se vive como la capacidad de cada cual de identificarse o no con un cierto proceso de configuración. O sea que de alguna manera tiene que afirmarse lo humano aun cuando la figura principal o el protagonista de la obra nos lo muestre en su deformidad o en su desgracia (pienso, sobre todo, en la figura de Edipo) y, junto con ello, tiene que dársele como posibilidad de identificación al espectador o lector conforme con su sensibilidad que, en cuanto orientación existencial será una variable a determinar y no un substrato psicológico dado de antemano. O sea que si bien hay cosas que en principio le resultarán o tediosas o insufribles a alguien, podrán llegar a ser lo contrario cuando la persona en cuestión las haya incorporado a una forma de ser más compleja y flexible (aunque no por ello más “refinada” en el sentido convencional de este término).
Esto apunta a la necesidad de hacerse cargo de la condición dialéctica de la configuración, en la que confluyen, por un lado, la tremenda carga existencial que define el ser de cada uno de nosotros y, por el otro, la proyección imaginativa de ese mismo ser ya no en cuanto encarnación de un mundo cultural sino de una sensibilidad trascendental o transpersonal que sin cesar se redefine en un plano estético o reflexivo, al punto de que es dable recrearse con obras por completo disímiles como, v.gr., la tragedia antigua, el cantar de gesta o la novelística de Kafka sin dejar de entretenerse o, mejor dicho, de matar el tiempo con historias que por alguna razón (si es que no sinrazón) despiertan nuestro interés y con mucha mayor fuerza que las obras maestras. Lo cual resulta aberrante solo si lo vemos desde el lado de lo trascendental, es decir, en cuanto realización de la idealidad humana, pero no desde el lado de la sensibilidad individual, en el que a través de lo estético se deja sentir incluso con la máxima violencia la insuperable limitación psicológica de cada cual que responde no a ideales sino a condiciones vivenciales que a duras penas llegan a expresarse de modo verbal pues entran en acción antes de cualquier forma de comunicación consciente como impulsos para los que es casi imposible hallar una huella de la experiencia vital o de la personalidad de uno. O sea que la reflexión que libera el valor estético de la configuración respecto a la representación lo entronca de todas maneras con lo existencial y, más aún, en lo atávico o hasta en lo fatídico como formas de la consciencia en las que se perciben así sea de un modo perverso o violento la potencia formadora del espacio y el tiempo sobre la sensibilidad, que por su parte se equilibra con el antropomorfismo . Lo cual le da a la reflexión un sentido crítico que permite explicar por qué lo que a cualquiera le parecería una figura sin el menor sentido puede, sin embargo, poner de manifiesto el sentido más hondo de la existencia que alguien ha sido capaz de configurar de acuerdo con su época o (como casi siempre ocurre) en contra de ella.
Esto nos devuelve a la consideración estético-poética acerca de la configuración espaciotemporal de la identidad y la acción humanas, cuya comprensión será más expedita si analizamos primeramente cómo se da cuando lo único que importa es su función teórica o representativa que no podemos nunca dejar de lado por completo pues (como muestra el sentido original del término “estética” en el pensamiento kantiano) es el fundamento de cualquier posibilidad de entender cómo se percibe una cosa desde un punto de vista lógico o conceptual. Sin ir más lejos, es obvio que el espacio es ante todo extensión de un plano o de un conjunto de planos cuya delimitación corre a cargo de la geometría: así, un círculo o una esfera se delimitan de acuerdo con la fórmula o esquema compositivo que de la figura respectiva. Mutatis mutandis , el tiempo es la sucesión de una cierta unidad de medición de cualquier proceso de la realidad (digamos, hora, día o año), y muy en particular de esa clase de procesos a los que llamamos “acciones”, con los cuales regulamos y valoramos los alcances de cualquier ser en una determinada situación como el establecimiento de una familia o la creación de una obra plástica o literaria a partir de ello. Según esto, el espacio como extensión se determina o más bien se formula de modo general y lo mismo ocurre con el tiempo (pues ambos obedecen a medidas ajenas al contenido de los procesos que tienen lugar en ellos), lo que explica que cuando por lo que sea se dan a notar como tales nos resulten abrumadores: por ejemplo, solo de pensar en que tenemos que ir a un sitio que nos queda lejos y que tardaremos mucho en volver se nos quitan las ganas de hacerlo, por lo que es mejor no pensar en ello y concentrarnos en lo que queremos hacer al ir ahí, como aconseja la sabiduría popular que tiende a subsumir el encuadre estético en el sentido existencial respectivo (un viaje lejano permitirá compenetrarse con la diversidad del mundo, máxime si dura lo suficiente como para tener que adaptarse a ella y no nada más verla de refilón como sucede en esa abominación multitudinaria que se llama turismo). 33Y esto corrobora, por un lado, que el espacio y el tiempo se vuelven insoportables solamente cuando los abstraemos del flujo vivencial en el que se asienta cualquier forma de configuración, lo cual, con todo, es condición sine qua non de la determinación teórica de la realidad mas no de la redefinición de su identidad en relación con la de la sensibilidad de alguien o de una época, que es lo que, en cambio, sale a la luz cuando de lo teórico pasamos a lo estético y comprendemos la configuración en un sentido existencial y no como la aplicación de una fórmula a una dimensión general o infinitamente modulable en la que los puntos o las unidades de medición se concatenan de modo objetivo, sí, mas carente de sentido personal para quien la realiza.
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