Luis Alfonso Zamorano López - Ya no te llamarán abandonada

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Estrella lloraba sin parar, no lograba articular palabra. Intentaba contar cómo, de pronto, había sido asaltada violentamente por los tristes y dolorosos recuerdos de su infancia, que habían sobrevenido inesperadamente y despertado una tormenta en su alma. Treinta años hacía ya que Estrella sufrió su primer abuso sexual por parte de un familiar, cuando tenía precisamente cinco añitos, los mismos que ahora cumplía su sobrina; la fiesta de cumpleaños de su adorada sobrina le hizo revivir en segundos aquella tarde fatídica en que fuera hecha pedazos su inocencia. Estrella, y Julia, y otros muchos están presentes a lo largo de este libro. Las heridas están curadas, pero las cicatrices siguen supurando. Hay mucha y excelente literatura en cuanto a las consecuencias psicológicas que provoca el abuso y los caminos de terapia y reparación. Pero esos textos no están muchas veces al alcance del público general; están pensados para psicólogos, jueces, abogados, forenses, psiquiatras… pero no para el panadero, el albañil, la pescadera o la peluquera, o el catequista. Este libro pretende transmitir un conocimiento y unas herramientas que sean asequibles a todos. Si algo puede ayudar a alguien a comprender su drama y su conmovedora lucha a lo largo de toda su vida, ya merece la pena. Ojalá contribuya a ese anhelo que tenemos como Iglesia de pasar de la cultura del abuso y del encubrimiento a la del cuidado y la protección. «La envergadura del drama de los abusos sexuales está reclamando una mirada humanizada. Echaba yo en falta voces de esperanza para las diferentes personas implicadas. Luis Alfonso nos muestra que hay esperanza», señala, en el prólogo, José Carlos Bermejo.

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Tardas en reconocer que por lo menos [el abuso] es algo inadecuado. Y tienes que volver a reubicarlo en la casilla de lo que está bien o mal… Acá, lo impresionante es que te borran el sistema valórico. Estoy seguro de que [quienes rodean a Karadima y lo defienden] son buenas personas, pero con un servilismo brutal… el abuso psicológico es brutal.

Desde aquí me atrevo a afirmar que muchos que defendieron a capa y espada al P. Fernando Karadima, que se la jugaron por su inocencia y pusieron la mano en el fuego por él, en el fondo lo hacían desde su condición de ser también víctimas. Así, Mons. Juan Barros – cuyo nombramiento como obispo de Osorno traería tanta polémica–, Mons. Andrés Arteaga, el P. Esteban Morales y muchos otros, aunque no hayan sufrido abusos sexuales –al menos que se sepa– por parte de Karadima, en mi opinión sufrieron un verdadero lavado de cerebro en el que perdieron todo –o casi todo– juicio crítico hacia «el santo». Sus actitudes y acciones eran incuestionables. Es más que probable que ellos también hayan sido víctimas abusadas en su conciencia y manipuladas. Por lo mismo, aunque vean, no ven. O, si ven, se minimiza, se quita importancia o se justifica. El fenómeno de vampirización, en el fondo, tiene semejanzas con lo que sucede en el enamoramiento patológico. Se idealiza y se encumbra tanto a la persona amada y admirada que no se ven los defectos o, si se perciben, no se les da importancia. Si más tarde se produce una apertura de ojos, esta suele ser dolorosa, y la persona suele recriminarse haber sido tan tonta de haber confiado tan ciegamente y haberse dejado manipular. No solo tiene que afrontar el posible perdón hacia su abusador, sino sobre todo hacia sí misma por no haberme dado cuenta antes. Ahora bien, si con el tiempo y ante tantas evidencias no reaccionas, terminas pasando de víctima a cómplice, que es lo que, en mi opinión, y seguramente sin quererlo, les ha pasado a algunos de los más cercanos colaboradores de Karadima.

2. ¿Cómo es que las víctimas no hablaron antes? La imposición del secreto

El abusador sabe que lo que está haciendo no es adecuado, y es un delito. Por eso buscará el secretismo e impondrá la ley del silencio: «Este es nuestro secreto, solo entre tú y yo… nadie más lo sabrá…». Además, el niño tiene la convicción impuesta de que sus vivencias son incomunicables. El abusador manipula el poder y carga a la víctima con la responsabilidad del secreto, lanzando mensajes a su víctima, como: «Nadie te creerá; iré a la cárcel, y tú, al reformatorio; tu mamá se morirá de pena», etc. El niño o adolescente termina aceptando el silencio como una manera de sobrevivir; suelen entrar en la dinámica del chantaje, con lo que obtienen favores, regalos y privilegios por parte del abusador. Esto «aumenta el círculo infernal que permite la desculpabilización del abusador y, al contrario, aumenta la culpabilidad y vergüenza de la víctima» 6. Ahora podemos ya entender por qué en muchos casos pasan años antes de que la persona abusada pueda romper su silencio. El caso paradigmático de James Hamilton, que estamos siguiendo, es muy iluminador en este sentido. Escuchémosle de nuevo:

No tenía duda de que la culpa era mía, porque una persona con tanta fama de santidad, con tantas vocaciones, sacerdotes, obispos, ¡qué sé yo!, no puede hacer mal. Lo que pasa es que él tiene una debilidad provocada por mí… Hay algo diabólico en uno que genera en él una debilidad que no puede tolerar. Por tanto, yo soy el culpable; ahí entras en la magia de todo este tema: yo soy malo y él, que es el representante de Dios, quien me puede absolver de mi maldad. De esta forma logra tener absoluto control sobre uno. Me di cuenta a los 39 o 40 años, después de tres años de terapia… Tardas en darte cuenta de que no eres culpable, sino víctima.

Recuerdo también el caso de Estrella, la mujer con la que comenzábamos el libro. Fue abusada por dos de sus primos. El primer abuso sucedió cuando apenas tenía cinco años. Su manera de explicar el abuso era: «Llegué a la conclusión de que algo había en mí que hacía que los hombres de mi familia no pudieran contenerse. Me decía a mí misma: “Debe de ser que yo soy quien les provoco”».

El silencio del niño no solo protege al abusador, sino a sí mismo y a su familia. El informe que ya hemos citado de UNICEF Uruguay afirma que, en el caso del ASI intrafamiliar, lo primero que se puede decir es que siempre desata un conflicto de lealtades:

Si quien abusa es un padre, están en juego las relaciones afectivas de los otros hijos y la madre. Si quien abusa es un abuelo o un tío, está en juego el universo emocional del progenitor relacionado con quien abusó. No hay forma de que el descubrimiento del abuso sexual intrafamiliar no desate una fuerte e inevitable turbulencia emocional. Por otro lado, el abuso intrafamiliar produce un mayor nivel de rechazo social, pero también de negación. Si socialmente ya cuesta entender que pueda haber una persona que se sienta atraída sexualmente por los niños, y que no tiene necesariamente que ser un enfermo ni estar «loco», cuando se trata de un abuso sexual intrafamiliar, mucho más 7.

Esta es una de las principales causas por las que el ASI, sobre todo cuando es intrafamiliar, es tan poco denunciado. En muchos tribunales, desgraciadamente, este silencio se ha interpretado como complicidad del niño con el abusador, por no comprender el abuso de poder que está detrás. Además, históricamente, todos los asuntos que sucedían en el seno de una familia eran considerados como «asuntos privados»; esto ha sido un gran factor de impunidad para este tipo de delito 8.

Si las víctimas logran comunicar su experiencia indecible, entonces pasamos de la fase de la imposición del secreto a la fase de divulgación: esta puede ser accidental o premeditada, por causa del dolor o por proteger a otro más pequeño (hermanito, sobrino…). En esta fase, el niño logra contar a un adulto que le parece confiable lo que le está ocurriendo, o algún adulto se da cuenta de que algo raro pasa y conversa con el menor. Sin embargo, el niño abusado sexualmente no hablará fácilmente del problema, y pueden pasar días, meses o años hasta que revele su secreto. Esto no significa que el niño no comunique a través de su cuerpo y ciertas conductas extrañas su sufrimiento. En esta fase de la divulgación, la familia es un pilar fundamental de contención que puede resultar decisivo para lograr un psiquismo menos dañado. Es terrible, sin embargo, cuando la madre u otros adultos significativos no creen –o no quieren creer– los relatos del niño.

Una vez que el niño ha podido divulgar lo que le pasa, se ha estudiado un fenómeno conocido como fase de represión o retractación. En esta fase, la familia busca imperiosamente recuperar el equilibrio para mantener la cohesión; la crisis provocada por la divulgación puede ser insoportable para todas las personas implicadas; por lo mismo, generalmente se culpa al niño de la situación, no se da importancia a lo ocurrido, se transforma en fantasía o se evita definitivamente. Este fenómeno ha sido conocido como el síndrome de acomodación de Summit 9; en él, la víctima niega el hecho o lo justifica racionalmente para invalidarlo. Cuando el niño –o el adulto– percibe el tsunami que ha provocado al romper su silencio, es muy posible que se retracte como una forma de frenar las consecuencias de su divulgación. Por eso es muy triste ver cómo en los tribunales los niños desmienten el abuso. Si el juez y los profesionales que están a cargo de su caso desconocen este síndrome, tenderán a dejar sin cargos al agresor, dejando así desprotegido al menor y a merced de nuevos abusos.

3. ¿Por qué el menor llega incluso a proteger a su abusador? Las amenazas y la inversión de roles

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