En 2000, Josefina Ludmer se pronunciaba en contra de la crítica de autor, y agregaba entre otras cosas que en las universidades estadounidenses nadie consigue trabajo si escribió su tesis doctoral sobre Borges o sobre García Márquez: este –sostenía Ludmer que se decían las autoridades de la Universidad en la que el despistado solicitaba una plaza de profesor– sabe únicamente Borges, sabe solo García Márquez. En esa ocasión, alguien le respondió a Ludmer en tono algo humorístico que en la Argentina no se consigue trabajo con ninguna clase de tesis. 61
Se trata, entonces, de las tesis, y de las tesis como un modelo de investigación para la crítica académica. Pero también Dalmaroni (como Sandra Contreras) desliza, como en sordina, un modelo institucional que se insinúa con todo el peso de su influencia: la universidad estadounidense y el modelo “profesional” que rige algo tiránicamente (la tiranía material de la necesidad) sobre el método, la orientación, la temática, y a ciencia cierta, los corpus de la crítica literaria. Al pasar, señalemos que esta discusión acuerda en considerar el trabajo de Josefina Ludmer 62como el ejemplo privilegiado de construcción de un “corpus crítico” (según la adecuada terminología que propone Dalmaroni), en gran parte pensado en y desde las condiciones de producción estadounidenses. Respecto de esta influencia global de impulso hegemónico, quien fuera el original estudioso de la burocracia, Max Weber, ya en 1918, al trazar un paralelo entre la universidad alemana y la estadounidense, creía que “la vida universitaria alemana se está americanizando en aspectos muy importantes, al igual que la vida alemana en general”, 63porque, como las empresas capitalistas, la universidad formaba parte del mundo burocratizado. Sin embargo, esta máquina burocrático-académica (y empresarial), 64aplicada al sistema de selección de profesores e investigadores, ofrecía para Weber “ventajas indiscutibles”, entre las cuales se encontraba el freno a la injerencia política en esta selección, pues si los motivos políticos se entrometen “se puede tener la seguridad de que las convenientes mediocridades monopolizarán todas las oportunidades”. 65Nos llevaría lejos (y fuera de tema) el análisis de las tentativas de racionalización (en el sentido de Weber) que el Estado argentino ha introducido en el sistema universitario de enseñanza e investigación por la vía de “incentivos” pecuniarios, y de sus probables efectos cualitativos y cuantitativos en la producción de la crítica literaria académica en los últimos veinte años. Sin embargo, puede aventurarse que han actuado –más allá del intento jerárquico-discriminatorio en la selección de investigadores– como un refuerzo de la necesaria lógica institucional que abroquela a los críticos en autosuficientes discusiones profesionales. Discusiones justificadas e imprescindibles en el campo universitario de nuestra disciplina, aunque exhiban, como en este caso, la doble defensa de unas tesis. Doble, puesto que, aprobadas por los expertos académicos, vuelven a legitimarse o a ponerse a prueba en la arena más amplia y permeable de la comunidad crítica. Martín Kohan, en el trabajo que dispara la discusión, no alude a su propia tesis que, en efecto, y según leemos en la amena y vibrante reelaboración Narrar a San Martín , 66va más allá del esquema “totalizador” del “autor y su obra”, al que seguirían apegados los libros de Sandra Contreras y Julio Premat 67sobre Aira y Saer respectivamente. El libro de Premat (que es profesor de Literatura Hispanoamericana en Paris VIII) sigue los preceptos metodológicos ya presentes en su tesis doctoral, 68y exhibe acotaciones institucionales que se refieren a dos tradiciones de la crítica académica en pugna: la francesa y la estadounidense. Esta última formaría –según Premat– una dupla con la argentina, impedida por esta alianza de realizar un balance crítico sobre la obra de Saer:
Las diferentes razones que explican esta situación tienen que ver con una conjunción entre ciertas características de la obra [de Saer] y la evolución del pensamiento crítico en Argentina y en Estados Unidos. […] [En cambio es más intensa la lectura de Saer] en Francia, en donde ha perdurado una tradición de estudios inmanentes, [ya que] la francesa es una tradición reacia a las tradiciones “foráneas”. 69
Con toda claridad aquí se defiende la persistencia de un modo de construcción crítica percibido como “anacrónico” y en repliegue, frente a otro “cultural y sociológico” que se desliza hacia una posición hegemónica. Repliegue o anacronismo que Kohan subraya (“[Premat y Contreras] hacen lo que ya casi no se hacía” 70), y que Contreras defiende precisamente como una forma de intervención (o de resistencia) frente a la hegemonía de los objetos críticos “culturalistas”. Como lo advierte Contreras, el punto central de la disputa gira en torno del lugar y la dimensión que se asigna a la literatura, disuelta en vastas redes construidas por intereses culturales, y desaparecida en cuanto cualidad diferencial que hace de la experiencia de lectura quizá el único sostén de una especificidad. La pregunta que flotaría entonces es si “esa cosa del pasado” que ha llegado a ser la literatura se ha disuelto también, más allá de las discusiones académicas, en el mundo de la cultura lectora. “Aún no” sería nuestra obvia, timorata y esperanzada respuesta, a la que sigue otro interrogante: ¿las lecturas críticas que hiperconstruyen un corpus serían más interesantes porque darían cuenta de ese nuevo estado de inmersión cultural sin privilegios de la literatura? Como si la crítica literaria se ajustase a la perfección a un estado de la cultura. Paradójicamente, este proceder de la crítica académica culturalista 71la acerca a un modo de funcionamiento literario más allá de sus fronteras (donde la literatura, en efecto, pierde sus relieves), y la aleja a la vez de él, porque en la lectura extra-académica sí importa quién habla, y la pareja autor-obra sigue siendo una especie de vía regia naturalizada con la que se accede a la literatura. “El autor es una construcción social e histórica”: así define Foucault esta tenaz categoría, y es fácil ver que extramuros sus derechos se han intensificado. 72Pero, no menos que intramuros, pues el principal reproche que el mismo Foucault le hace a Derrida es que la écriture restablece los privilegios del autor; y así parece ser, si nos atenemos a las implicaciones que posee la aparentemente desubjetivizada nomenclatura con la que Derrida suplanta al autor: la noción de firma y de contra-firma. 73
Como la discusión sobre los corpus arrastra tras sí los principales nudos teóricos de los que somos fervorosos creyentes o agnósticos testigos (son los tópicos del postestructuralismo y del posmodernismo), insistiré sobre dos puntos centrales.
Primer punto : “Radicalmente constructivista” sería la consigna crítica global que todos los críticos compartimos en mayor o en menor grado, y a la que Dalmaroni, desde una perspectiva historiográfica, como si se tratase de un vértigo, intenta ponerle un suelo o un freno seguro: quizá la historia no siempre sea ese vértigo, pero sí los vocabularios descriptivos, tan históricos como los hechos innegables que no arrojan su sentido de una vez y para siempre. Según las cauciones de Dalmaroni, la crítica literaria, lo quiera o no, mantendría presupuestos “realistas” (“las cosas siempre han de haber sucedido de alguna manera”), 74y lo dado de la historia es lo que determina “los posibles críticos”, el posible “histórico” y el posible “filosófico” (no una lógica narrativa a la manera de Bremond, sino la posibilidad histórica de construir narraciones críticas con sus corpus y con sus “límites” –y Dalmaroni insiste en la necesidad de los límites: “el corpus de autor es una clase de corpus histórico”, pero “no todo corpus crítico es un corpus histórico”–. Y agrego yo: en los corpus hiper-construidos, esta mínima determinación de historicidad (solo juega aquí la historicidad del propio crítico) otorga al “posible filosófico” 75una libertad tal, que este excedente multifacético convertiría la invención del corpus en el lugar de la literatura, o el lugar donde el crítico que con un gesto la destierra, con otro la recobra para acogerla en la estructuración de su propio discurso: hace literatura. Si Dalmaroni rechaza esta vía cognoscitiva “artística” para la crítica, Contreras, irónicamente (y a propósito de cierta aceleración futurista de Josefina Ludmer), la consiente como una prueba de la resistencia cultural de la literatura:
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