Título original: The Doctor Stories
© 1932, 1933, 1934, 1937, 1938, 1941, 1943, 1947, 1948, 1949, 1950, 1951, 1962 Williams Carlos Williams
© 2021 Eduardo Halfon y César Sánchez por la traducción
© 2021 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo
excepto México
Fotografía de cubierta: Tram Combs, 1962.
Todos los derechos reservados.
www.fulgenciopimentel.com
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos
La traducción de prólogo y epílogo ha sido realizada por
Alberto Gª Marcos en colaboración con los traductores.
Diseño de cubiertas: Daniel Tudelilla
Comunicación: Isabel Bellido
prensa@fulgenciopimentel.com
Primera edición: mayo de 2021
ISBN de la edicióm impresa: 978-84-16167-68-5
ISBN de la edicióm digital: 978-84-16167-86-8
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Cultura y Deporte.
Contenido
Prólogo
Los relatos de médicos
Mente y cuerpo
El uso de la fuerza
Transcripción verbal. 6 a. m.
El viejo doctor Rivers
La chica con la cara llena de granos
Una noche de junio
Jean Beicke
Una cara de piedra
Danse pseudomacabre
Enfermera y asalariada
Nobleza antigua
Los dementes
Inhumada comedia. 1930
La práctica médica (de la autobiografía)
El parto
Le Médecin Malgré Lui
Bebé muerto
Un frente frío
Los pobres
Para cerrar
Epílogo
Mi padre, el médico
A principios de los cincuenta, animado por el excelente profesor y amigo que había tutelado mi tesina, tuve el gran privilegio —privilegio que habría de determinar mi destino— de enviarle una nota a William Carlos Williams, preguntándole si le importaría leer los empeños de un universitario por comprender su poesía y, en especial, el primer libro de Paterson.
La petición no era del todo gratuita; mucho menos, interesada; nacía de la insistencia de mi maestro, Perry Miller, como respuesta a mi apocada indecisión. Aquel recato mío, ahora me doy cuenta, solo tenía como objeto librarme de constatar cuánto orgullo, si no narcisismo —como dirían los psiquiatras actuales—, había depositado yo en mi investigación y en el texto resultante.
Tampoco podía decirse que aquel poeta en particular se contase entre los favoritos de los profesores universitarios. De manera que —presumía el señor Miller— quizá hallara algo de consuelo en leer las líneas que cierto joven, recluido en la biblioteca de una residencia de estudiantes recubierta de hiedra, había logrado juntar sobre Paterson, donde no se registra una gran floración de la planta trepadora.
De modo que le envié mi texto y, al poco, recibí de Williams una respuesta calurosa y entusiasta, acompañada de una invitación a visitarlo. Más pronto que tarde, lo hice. Conocer al doctor Williams, escucharlo hablar de su escritura y de sus quehaceres como médico entre la población menesterosa y de clase trabajadora del norte de Nueva Jersey, produjo en mí un fulminante cambio de intereses. Si antes me sentía inclinado hacia la enseñanza, de pronto ponía los ojos en la Facultad de Medicina. Aquel giro de los acontecimientos marcó también el inicio de una fase azarosa de mi vida, tanto durante los cursos previos, que no me resultaron sencillos, como en la propia facultad, donde padecí enormes tribulaciones para decidir qué especialidad podría abordar en la que la competencia fuese modesta.
A pesar de su enfermedad, el doctor Williams supo encontrar tiempo y fuerzas para darme muy necesarios ánimos en aquel trance, como cuando me comentó: «Amigo mío, la carrera de Medicina no es un pícnic de cuatro años… Deje de portarse como un amante despechado. Se ha matriculado para que lo formen, y eso están haciendo, formarlo. Lo único que puede hacer es asimilar todo lo que tienen, todo lo que le ofrecen, y convencerse de lo afortunado que es por recibir ese conocimiento… Las preocupaciones, la angustia, el agotamiento, son un precio justo a cambio de convertirse en médico».
Cualquiera que haya tratado al doctor Williams reconocerá su llaneza al dirigirse a sus semejantes, al explicar las cosas como son y al valorar los obstáculos de la vida: amable y comprensivo en el fondo, pero práctico, sin rodeos y realista en las formas. Lo que no quiere decir que el autor y sus textos no albergaran un maravilloso romanticismo y un personalísimo empeño en asumir grandes riesgos, conscientes e inconscientes. Su mayor logro literario, Paterson, fue un análisis poético de la historia social de una ciudad cualquiera, desde los albores de la nación hasta la mitad del siglo xx; el poeta que prestaba allí sus ojos y oídos al lector era extraordinariamente intrépido, pero resultaba fácil percibir una voz escéptica y sensata: es ese el rostro de Williams que nos revelan estas historias, el de un médico voluntarioso cuyos castillos en el aire se mantienen anclados al suelo gracias a una percepción muy precisa de lo que la vida exige y de lo que la vida ofrece.
Nunca olvidaré una de nuestras conversaciones. Yo cursaba entonces el último año de Medicina. Williams llevaba bastante tiempo enfermo, pero aún eran manifiestos su ánimo enérgico y su sagacidad a la hora de evaluar una situación, cualquiera que fuese, con rapidez y precisión. Le dije que quería hacer mis prácticas en Pediatría. «Muy bien», comentó. Entonces me miró directamente a los ojos: «Sé que le van a gustar los niños. Le alegrarán la vida… Pero ¿se ve capaz de perseguirlos? ¿De agarrarlos, de inmovilizarlos, de clavarles agujas y hacer oídos sordos a su llanto?». Bueno, por supuesto que me veía capaz… Pero él no las tenía todas consigo. En absoluto estaba siendo irrespetuoso conmigo a nivel personal, tan solo hablaba como el hombre curtido que era. Había conocido a muchos pacientes y, también, a muchos médicos. «Dese un tiempo», me instó como conclusión. Y a continuación me agasajó con cierta cantidad de auténticos «relatos de médicos». Expuso los modos en que sus colegas desempeñaban sus distintos trabajos; me habló acerca del deleite que muchos experimentaban casi constantemente y también de los importantes problemas que habían tenido que superar; enunció las satisfacciones que obtenían de tal o cual especialidad, y no obvió los inconvenientes de aquellas mismas especialidades. Fue tanto una disertación como una visita guiada, y aun hoy recuerdo los meandros de aquella charla. Al poco, relaté el encuentro con Williams a mi tutor universitario y también recuerdo con exactitud sus palabras: «Tienes suerte de haberlo conocido».
En realidad, todos tuvimos esa suerte, pienso, la de saber que su obra estaba ahí. Solo en los últimos años de su vida obtuvo Williams el reconocimiento que se le negó a lo largo de décadas de una carrera literaria deslumbrante, copiosa y original. No obstante, durante el primer periodo de relativa desatención crítica, de menciones furtivas y condescendientes, incluso de abierto rechazo, este escritor en particular contó con otro género de adhesión inquebrantable: cada día —y buena parte de las noches— de su larga carrera médica, acudió al llamado de los hombres, mujeres y niños del norte de Nueva Jersey. Gentes sencillas que podían considerarse afortunadas si contaban con un trabajo y lograban salir adelante, o no tan afortunadas, si no contaban con él. Independientemente de sus orígenes, étnicamente diversos, aquellas familias tenían en común un gran sentido de la lealtad: compartían la disposición, el entusiasmo, la absoluta determinación por considerar a un médico de Rutherford, el doctor W. C. Williams, como su médico de cabecera.
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