Me examinó una docena de veces y su teoría era (lo oí hablando con su ayudante), yo intento esto y si no funciona intento esto otro y luego lo de más allá; y, cuando algo funciona, entonces ya descubro lo que le sucede al paciente. Por las preguntas que me hizo, supe que quería diagnosticarme las peores guarradas que se pueda imaginar. Me hizo tomar de todo. Podía sentir el fenol en la boca, y el mercurio. Y sé que me pintó con nitrato de plata porque escuché a la ayudante decirle, Dios santo, pero qué se ha estado haciendo esta mujer. Pero era él el que me había pintado. Conque al final me harté y me largué a mi casa.
¿Y qué cree que me dijo? Me dijo que lo que necesitaba yo era un hombre. ¿Qué le parece? Yo le dije que ya tenía a un hombre en casa, y bien bueno, además. ¿Qué cree que tengo, un cáncer? De vez en cuando tengo algún sangrado. Usted dígame qué opina. No me importa morirme. A mí ya no me da miedo nada. Pero eso sí, estoy hasta el cogote de lidiar con idiotas.
Me arriesgué a preguntarle si había probado a tomar atropina y Luminal para la colitis. No me hacen nada, dijo ella. A mí todo me funciona al contrario que a los demás. Si tomo unos días atropina, se me seca la boca, me pongo peor de como estaba. El Luminal no me calma, me espabila. No, no, con eso no hay nada que hacer.
Cuénteme algo más de su historial, le dije. ¿Ha pasado por un quirófano?
Sí, me quitaron el apéndice hará hace dieciocho años, me dijeron que lo tenía trabado con el ovario derecho. Me examinó otro médico, que me dijo que tenía algo raro en el costado izquierdo. Me abrieron y no me encontraron nada. No sé si será eso o serán las adherencias pélvicas, las bandas, que a veces me tiran. Será lo que sea, pero imaginaciones mías no son.
Conocía su historial. Su padre había sido un capitán de navío noruego, miembro de una de las más conocidas y antiguas estirpes de hombres de la mar. Un tipo de físico poderoso que se ausentaba durante meses y que rara vez paraba en casa. Su madre, nórdica también, fue una mujer frágil. Ingrid y sus dos hermanos la vieron agonizar siendo todavía niños. Por parte de padre, unos cuantos habían terminado sus últimos días en sanatorios mentales.
Lo que hago yo ahora es resarcirme de mi niñez, siguió. No creo que una deba reprimirse. Yo soy la única de mi familia que sabe soltar amarras. Si lo estoy cansando, dígamelo. Ya puede usted perdonarme, me siento mejor después de hablar. Tengo que soltárselo todo a alguien. No creo en lo de ser buena, en guardarse las cosas. Usted no es demasiado bueno, ¿verdad que no? Me cansa la gente así. ¿Y los mártires? Esos son unos pervertidos. Los detesto. Les digo que son las personas más egoístas del mundo. Nadie salvo ellos mismos quiere que sean mártires. Lo hacen por gusto. Les digo, muy bien, son ustedes muy buenas personas. ¿Saben lo que quiere decir eso? Quiere decir que su bondad es la propia recompensa. No esperen otra. Han elegido egoístamente, igual que elijo yo hacer lo que me da la gana. Si esperan algo más a cambio, es que son unos hipócritas. Todo el mundo ha de elegir su camino. ¿O no es así? Yo no espero a que nadie me dé las gracias por andar haciendo lo que me da la gana.
Se giró hacia mi esposa, Emily, sentada a su lado, tendrías mejor el pelo si te lo cuidaras un poco. Hazme caso, cuídatelo un poco. Mira el mío. Llevaba el cabello planchado, bastante largo, de un tono castaño tirando a rojo. Una gran melena flamígera cuyas llamas parecían brotarle sobre la oreja derecha. Yo creo que el pelo de una refleja perfectamente lo que es. Con quererlo yo, puedo hacer que gane brillo y color y de todo. Claro que hay que cepillárselo. Pero hasta enferma puedo hacer que luzca estupendamente. Una vez me acuerdo de que me encontré a tu madre, se giró de nuevo hacia Emily, y vi claramente que no se estaba cuidando lo bastante. Y así se lo dije, le dije, deberías cuidarte un poco más el pelo, que pareces una criada.
La gente debería decir siempre lo que piensa. ¿O no? Deberíamos creer muchísimo más en nosotros mismos. Cuando me confirmaron en la Iglesia luterana… ¿Cómo me veo?
Maravillosa, le dije. Nunca la he visto mejor.
Se echó a reír. Es porque no me preocupo. Soy nerviosa, sí, pero preocuparme, no me preocupo. Lo único que quiero saber es qué mal es este que me aqueja. No tengo inhibiciones. Por eso tengo la cara así de tersa. En el hospital bromeaban conmigo. Decían, ¿qué hace aquí esta muchacha? Que parecía una de diecinueve, me decían. Y a veces es verdad que lo parezco.
Era verdad. Yo sabía que rondaba los cuarenta y tantos, pero tenía la mirada brillante, la tez rubicunda, la piel suave. Era despierta, sus movimientos eran quizás un poco bruscos pero no patológicos.
La gente debería decir siempre lo que piensa. Deberíamos creer más en nosotros mismos. Me costó mucho tiempo darme cuenta. La primera vez que lo pensé fue en la universidad. Mi madre siempre quiso que nos educáramos y que nos desenvolviéramos decentemente.
Había recibido una beca de la escuela secundaria, en Brooklyn, para ir a la Universidad de Cornell, donde se matriculó en Latín, Griego y Lógica y donde más tarde obtuvo otra beca para continuar con sus estudios de Lógica. Los profesores huían en desbandada ante sus ataques, hasta que renunció a seguir con el juego y, necesitada de dinero, se marchó a enseñar Latín a una escuela secundaria, en la que duró menos de un mes; la lentitud de los alumnos la sacaba de quicio. De ahí ingresó en una escuela de negocios de Nueva York. Se graduó enseguida y se convirtió en la secretaria personal de uno de los principales minoristas de la ciudad. Ella sola despachaba sus asuntos cuando él no estaba. Era una empresa enorme. Fue la oficial al mando, y él tuvo plena confianza en ella hasta el día en que murió.
¿Qué se puede aprender de los libros?, continuó. Nada. La universidad destroza todo lo que tienen de original los jóvenes. Los agarramos en sus mejores años y nos cargamos toda idea original que tengan a fuerza de enseñarlos a copiar y copiar y copiar.
No digo que no sea así en algunos casos, la interrumpí, pero para mí es la actitud lo que cuenta. Yo, lo que quiero para mis hijos, si es que estudian, es que la universidad sea para ellos un tique de entrada. Si absorben ese conocimiento como un medio que seguramente podrá serles de gran ayuda, sin dejarse deslumbrar por la supuesta sabiduría de los académicos, no creo que les haga ningún daño.
Puede que tenga razón, asintió. La actitud —si es la adecuada— es lo que cuenta. Pero yo devoraba libros. Y al final me dejaron fría. Los señores aquellos no sabían nada de nada. La vida es lo que cuenta, lo que una ve por sí misma y lo que decide por sí misma.
Cuando me confirmaron en la Iglesia luterana, porque se empeñó mi madre, no por nada, y me tocó estudiar el catecismo, le pregunté al predicador, ¿se supone que me tengo que creer todo esto que me cuenta? ¿Qué pasa si no? ¿Que voy al infierno? Y todos los demás, en todas las demás iglesias, ¿también irán al infierno si no se lo creen? Porque yo no me creía nada de nada, y veía que todas las iglesias le iban con el mismo cuento a sus congregaciones. ¿Qué sentido tiene todo esto?, le dije.
El hombre se quedó atónito y me dijo que pensar cosa semejante era muy perverso. Conque juré en falso y me incorporé a la iglesia, siquiera fuera por mi madre.
No es más que puro miedo. Cuando niños, mi madre se acostaba en la cama y le rezaba a Dios para que no nos cayera un rayo. A mí aquello me parecía un sinsentido. Le decía, qué tontería, madre. Si Dios quiere matarme, qué hago yo con pedirle que me salve? De nada sirve tener miedo. Si me cae un rayo, que me caiga.
Pero Yates sí que los teme. Yates es su marido. A Yates no le gustan los rayos ni ver.
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