William Carlos Williams - Los relatos de médicos

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"Mágicamente observador y mimético del mundo real, los detalles emergen en su escritura con sorprendente frescura, claridad y economía. Williams ve las formas de la tierra y ve el espíritu que se agita detrás de las letras. Cada uno de sus trazos veloces y transparentes tiene la energía nerviosa y concentrada del vuelo de un pájaro, asciende brusca e intensamente como un pájaro". —Randall Jarrell
William Carlos Williams, que ejerció durante toda su vida como médico de cabecera y pediatra —practicaba la medicina de día y escribía de noche, hasta caer rendido—, dedicó una serie de textos a su profesión que son considerados hoy una obra fundamental de la literatura anglosajona. Convertido en un emblema de la vanguardia literaria americana, son el sustrato íntimo de sus personajes y la insondable honestidad de su mirada los que, unidos a un estilo conciso y sugerente, nutrido de imágenes imborrables, lo han convertido en un clásico y en un autor poderosamente vivo para los cánones contemporáneos.
Si para Williams el español fue el idioma de su niñez, esta edición cuenta en la traducción con Eduardo Halfon, tan amante de la concisión como Williams y un autor para quien también el español fue lenguaje de infancia, casi olvidado tras su traslado a los Estados Unidos y recuperado en su espléndida madurez como narrador.

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Quienes elucubramos sobre la poesía y los poetas, a menudo buscamos aquí y allá sus raíces espirituales, sus anclajes culturales. William Carlos Williams fue un poeta que dejó bien claro quiénes fueron sus maestros, dónde vivieron, cómo influyeron en él y ayudaron a perfilar su peculiar sensibilidad: «Pero no hay / vuelta atrás: apartándose del caos, / un prodigio de nueve meses, la ciudad, / el hombre, una identidad… No puede ser / de otra manera… Una / compenetración, en ambos sentidos». La ciudad era, por supuesto, Paterson; la Paterson de Paterson; la ­Paterson de los conflictos obreros, con sus chimeneas, sus fundiciones, sus cadenas de montaje; la Paterson donde un idioma foráneo seguía siendo la lengua materna de italianos, judíos, polacos e irlandeses, junto a buena parte de la población negra; la Paterson de los años treinta, de los hombres y mujeres pobres hasta la desesperación, parte de esa enorme nación dentro de otra nación que Franklin ­Delano Roosevelt describió en 1933 como «mal alojada, mal alimentada y mal vestida». Como él mismo declaró, también el poeta de Paterson tuvo que esforzarse por salir adelante en aquella ciudad de almas atribuladas. Y, al hacerlo, se había convertido en parte integrante de un cierto escenario humano: ya no era solo el observador lírico, el profeta, como en los cinco épicos volúmenes de Paterson, sino el obstetra, el ginecólogo, el médico escolar, el pediatra, el médico de cabecera; fue entonces el joven doctor, el doctor de mediana edad y el viejo doctor que recorría la ciudad en coche o a pie, que subía todas sus escaleras —y las de Rutherford, y las de otras localidades de Nueva Jersey—, una leyenda familiar para centenares de ­ciudadanos antes que un gigante literario, al fin, para cientos de miles.

«Fuera / fuera de mí / hay un mundo». Un mundo que el poeta de Paterson se dice a sí mismo haber «descubierto», para después apuntar que dicho mundo era el «objeto» de sus «incursiones» y que se había empeñado en «abordarlo con realismo». No cabe duda de que lo hizo con toda la rectitud, la franqueza y la premura del médico que sabe que es la vida lo que está en juego… La vida de otros y, en cierto modo, profesional y moral, también la suya. Me describía su trabajo, trufando el relato de anécdotas, y al tiempo se preguntaba cómo pudo salir adelante, mantener el ritmo, recorrer tantos kilómetros diarios, subir tantas escaleras, insistir tanto y durante tanto tiempo con familias a las que, muchas veces, les costaba enormemente expresarse en inglés, por no hablar de lo que les costaba pagar sus ­honorarios. Todo esto a sabiendas —y así lo dejó dicho, de viva voz y en sus textos— de que nunca amasaría una fortuna como médico y de que, por supuesto, nunca sería la clase de escritor que percibe cuantiosas regalías. La Depresión había supuesto una verdadera catástrofe para los pacientes del doctor Williams. La mayoría, a duras penas podía pagar sus servicios, si es que los pagaba siquiera. Aquella fue también la época en la que un escritor extraordinariamente versátil, instruido y dotado que, casualmente, ejercía como médico a tiempo completo, no acababa de cosechar el éxito entre la crítica; en especial, entre los comentaristas más poderosos, los que se arrogaban la aquiescencia de la academia. No es extraño que este médico escritor se alegrase de salir «afuera» de sí, de saludar a un mundo distinto de aquel de los literatos y de poner todo su empeño en tratar de comprenderlo. Tampoco es extraño que rechazase un puesto relativamente cómodo en Manhattan como facultativo de relevantes personalidades de la cultura. Puede que sus pacientes fuesen anónimos, indigentes, iletrados incluso, atendiendo a los exámenes oficiales de este o aquel sistema educativo; pero eran también —lo supo muy pronto— individuos de una vitalidad magnífica, rebosantes de experiencias que contar, de vivencias que recordar, de ideas que compartir con la más respetable de sus visitas. Tanto es así que el médico aquel, a pesar de lo exigente de su tarea, quedaría fascinado por lo que estaba ­escuchando y lo recordaría punto por punto cada noche, cuando la máquina de escribir sustituía al estetoscopio como herramienta de trabajo.

Confieso que yo también le hice a Williams la misma tediosa pregunta que le habían planteado antes un millón de veces: ¿cómo lo hizo, cómo consiguió ejercer dos profesiones a tiempo completo y durante tantos años? Su respuesta fue inmediata y estuvo revestida de un tacto y una paciencia notables, dada la provocación: «No es para tanto… La una —la medicina— alimenta a la otra —la escritura—, aunque a veces haya refunfuñado en sentido contrario». Aun cuando en ocasiones se quejase de sentirse exhausto, sobrecargado de trabajo, de no disponer del tiempo que necesitaba para escribir, no tardaba en recordar los momentos de aliento e inspiración que la profesión —en su caso podría decirse «la llamada»— le regaló casi diariamente a lo largo de más de cuatro décadas dedicadas a la medicina. Y esos momentos son la sustancia de estos Relatos de ­médicos, los mejores del género desde aquellos que escribiera, a finales del xix, Antón Chéjov.

Al examinar la evocación de Williams de la práctica de la medicina en Estados Unidos en la primera mitad del siglo xx, inmediatamente le viene a uno a la cabeza la tremenda osadía de semejante empresa literaria, el coraje que demostró al contar lo que cuenta. Estos relatos son breves comentarios o descripciones destinadas a registrar decepciones, frustraciones, confusiones, perplejidades y sinsabores; también, por supuesto, alegrías, placeres, afectos, extrañezas y sorpresas tanto como frecuentes y pequeñas satisfacciones de carácter íntimo. Son historias que hablan de equivocaciones, de errores de juicio… Y también de logros modestos, alcanzados uno a uno; no de los logros obtenidos en grandes proyectos de investigación, sino en la más importante de todas las situaciones: el potencial sanador del cara a cara con el paciente que desea la ayuda médica del extraño en la misma medida que la teme. Como le escuché decir en cierta ocasión: «Percibía miedo y escepticismo incluso en los pacientes que me conocían bien y confiaban ciegamente en mí. Y ¿por qué no? ¡Yo mismo era consciente de mis propias dudas y desazones!». En estas historias, Williams tuvo el valor de compartir con sus lectores aquella confusión raramente reconocida, como en el autoescrutinio casi agustiniano que hace de sí mismo hacia el final del segundo libro de Paterson. Prácticamente en cada uno de los relatos, el médico ha de enfrentarse no solo a su viejo y conocido antagonista, la enfermedad, sino también a otro enemigo cuyo persistente influjo nos es consustancial a todos: el orgullo, en todas sus formas, disfraces y manifestaciones. Es ese «egoísmo irreflexivo», como lo denominó George Eliot, lo que nos muestra el médico narrador de estas historias. Es inevitable que, enfrentados a él, nos aproximemos un poco más a nuestra esencia. Esa suerte de narcisismo, que es como esta época ha decidido llamar al pecado del orgullo, no conoce barreras de raza ni de clase… Tampoco de profesión. Pero, como a ­menudo constatan médicos y religiosos, en sus vidas opera una triste ironía: el predicador es débil precisamente en los aspectos que denuncia en sus sermones; el médico está enfermo mientras se afana diariamente por sanar a los demás.

Conocedor de la debilidad que todos sentimos por aquellos que ejercen un ascendente moral sobre nosotros y que nos asisten en las situaciones a vida o muerte, tampoco se le ocultaba que dicha vulnerabilidad da pie a una especial candidez, a la remisión miserable de nuestra propia autoridad…, y que sus efectos no solo ponen en peligro al feligrés o al paciente, sino también al sacerdote o al galeno. La arrogancia es la otra cara de una conformidad entusiasta; arrogancia y vanidad son heridas que la vida impone a aquellos que son conocedores de las heridas de los demás. El médico atareado, competente, consciente de la responsabilidad que debe asumir y en absoluto inclinado a eludir sus obligaciones, puede dar un serio tropiezo en esos pequeños dilemas morales que constantemente lo asaltan: la naturaleza de un hola o de un adiós, el tono de voz cuando se enuncia una pregunta o una respuesta, los pensamientos que uno tiene y el efecto que producen en nuestro rostro, en nuestras manos, afanadas en determinado trabajo; en nuestra postura, en nuestros andares: «Nada mejor que un paciente difícil para conocernos a nosotros mismos», dijo Williams en cierta ocasión a un estudiante de medicina. A ­continuación, elaboró un poco más su observación: «Yo aprendía mucho durante los pases en el hospital, o en las visitas a domicilio… A veces me sentía como un ladrón, pues escuchaba palabras, oía frases, veía gentes y lugares… Todo aquello acababa en mis escritos. Creo que ya lo he contado… ¡Y tampoco es que a nadie le haya sorprendido demasiado! En todo caso, acontecía algo más profundo: la violencia de todos aquellos encuentros; esa violencia me pillaba desprevenido una y otra vez… Y aquello tenía como ­resultado, bueno, un descenso a mi propio interior». Williams sonrió tras pronunciar estas palabras y se azoró por la comparación que, a pesar de todo, procedió a formular: comparó aquellos «descensos» con la consecución del insight, la «visión interna» del psicoanálisis. Digo que se «azoró» porque era consciente de estar refiriéndose a un conflicto tan moral como psicológico, y por desgracia, durante aquellos años, los últimos de su vida, solo se oía hablar —para su pesar y su sorpresa— de un psicoanálisis y de una ciencia social supuestamente «desprovistos de juicios de valor». No es que Williams fuera incapaz de dejar de lado su indignación y su repulsa, ni mucho menos le costaba reírse de sus propias pretensiones y momentos de obcecación, al menos tanto como de las ajenas. Estos relatos rebosan pasajes en los que lo encontramos burlándose de sí mismo: la parodia enfocada en el parodiador, las palabras utilizadas para tomarle la medida al severo —y ­compasivo— médico que recetaba, entre otras cosas, palabras, y luego ­regresaba a casa para esparcirlas…, en fin, «en el semillero americano»…

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