Es importante poner de relieve el lado humorístico y piadoso de esta autoinculpación narrativa por parte de un peculiar médico de Nueva Jersey: ni siquiera el tremendamente zaherido, resuelto, melancólico viejo doctor Rivers carece de cierto afán de decencia, una confusa mezcla de honor altruista, preocupación entusiasta y —ay— constante e incontrolada malevolencia. Al cabo, estos relatos son las confidencias sinceras de un médico especialmente sabio que quiso emplear sus maravillosas dotes narrativas en un gesto de… ¿un gesto de qué? Todos estamos necesitados de perdón. Todos tenemos la esperanza de redimir nuestros errores, de hacer efectivo, por medio de cualquiera que sea el don que nos ha sido concedido, todo desagravio. Las palabras fueron el donoso instrumento concedido a este médico, y serán también donoso instrumento para nosotros, lectores que nos topamos con estos relatos maravillosamente provocativos. Como en cierta ocasión me dijo Flossie, la querida esposa del doctor Williams, presente de tanto en tanto en estas ficciones médicas: «Hay muy pocos aspectos de la vida de un médico a los que Bill no llegase a referirse en sus escritos». Ella estuvo allí, por supuesto, estuvo todo el tiempo, y los conocía bien: los periodos de irritabilidad e impaciencia; los fogonazos de enojo y animadversión; los momentos de codicia o de simple amargura porque «ellos» no podían, no lo hacían, no pretendían pagarle; las oleadas de afecto, incluso de lujuria; las reivindicaciones de poder, el feroz deseo de control, de hablar en términos transparentes, de ganar a toda costa; el cansancio, el agotamiento, el desaliento; el ajetreo, la lucha vertiginosa contra todo tipo de enfermedades… Y las victorias, las derrotas a sus manos y, no menos importante, la comprensión —post mortem— de las propias limitaciones, de los propios errores.
Durante años, he utilizado estos relatos de médicos como material didáctico con estudiantes de medicina. Y en todas y cada una de las clases, parece que nos vuelven a despertar…, que nos animan a inquirir acerca de los porqués más decisivos y a considerar los quizás más desconcertantes. Los relatos de médicos ofrecen a los estudiantes y a sus profesores una oportunidad inexcusable de abordar los grandes temas de la vida de un médico, esos grandes innombrables que, sin embargo, emergen cotidianamente como socios mayores de la práctica médica: los prejuicios que tenemos —y que nos avergüenzan—, los momentos de resentimiento o de mezquindad que tratamos de ignorar, el siempre peliagudo asunto del dinero, un tema sobre el que a pocos nos gusta discutir, a pesar de que constantemente nos mueva al placer, a la decepción en los demás, en nosotros mismos. ¿Hay, de hecho, algo realmente importante que Williams dejase fuera? Se conoce que no. Aquí está para nosotros la oportunidad de analizar al médico alcohólico, al médico suicida. Aquí, también, el mandato para confrontar nuestras ambiciones, motivos, aspiraciones, propósitos, nuestras preocupantes lagunas, nuestros gravísimos errores, nuestra valía, en suma.
Estos textos nos dan permiso para desnudar las almas y ser cándidamente introspectivos; y, no menos importante, para sonreírnos, llenos de agradecimiento por las constantes oportunidades que se nos brindan para compensar nuestros fracasos por obra u omisión.
Comparte Williams con nosotros los fragmentos del examen que un médico se realiza a sí mismo, representados de tal modo que lo particular se transforma en universal y en inmediatamente reconocible: ese es el cometido, la virtud principal de todo arte elevado. Y —no hay que olvidarlo— en esta época de alocuciones agitadas y banales, de teorías y más teorías, de conceptualizaciones que nacen con la pretensión de explicar —y justificar— casi cualquier cosa, Williams nos ofrece ironías, paradojas, incoherencias, contradicciones: la pequeña estampa que revela todo un mundo de grato, deslumbrante y prohibido misterio. El doctor Williams se transforma en William Carlos Williams, el consumado fabulador y relator de anécdotas, y también el cronista médico y social que se arriesga a la autobiografía.
Hubo poemas igualmente provechosos e intencionados, e incluso entradas en su diario, como esta maravillosa declaración encontrada en «la libreta roja» que Williams, el médico de la escuela de Rutherford, llevaba en 1914:
Bendigo los músculos
de sus piernas, sus
cuellos tan
flexibles, su pelo
que es como la hierba
nueva, sus ojos
que no siempre
bailan,
sus poses
tan naífs y
gráciles, sus
voces, que están
llenas de pánico
y otras pasiones,
sus transparentes
teatrillos y sus
imitaciones de los adultos
—la suavidad de
sus cuerpos—
Releo, una vez más, estos relatos de médicos, estos poemas de médicos y el retrato autobiográfico «La práctica médica», tan directos como emocionantes, y recuerdo los versos citados, a los que quiso aludir Williams en cierta ocasión, versos que trató de evocar, de pronunciar… La poderosa y persuasiva sensualidad de su mente, con su ofrenda de un himno de amor para aquellos niños, aquellos pacientes, aquellos prójimos. Alguna que otra vez recibió una invitación de sus colegas para hablar en congresos y jornadas médicas, pero le podían la timidez y la humildad… Le preocupaba tener poco que decirles, a pesar del peso de una obra heterogénea y abundante. Pero se equivocaba de parte a parte; tenía todo que decirnos. Había descubierto todo un mundo, nuestro mundo; y nos lo estaba descubriendo también a nosotros. Por eso, también, una vez más, al igual que muchos tuvieron ocasión de expresarle en Nueva Jersey durante la primera mitad de este siglo, una y mil veces: gracias, doctor Williams.
Robert Coles, doctor en medicina
Marzo de 1984
Cambridge, Massachusetts
Los relatos de médicos
Esta edición ha respetado, dentro de lo posible, las particularidades tipográficas del autor.
¿O es que no somos cada uno, para nosotros mismos, el centro del universo? Es que así debe ser, sentenció. Así es para mí. Y siempre ha sido así. Yo soy la única en mi familia que ha tenido el valor de vivir para sí misma. Ya sé que existe el resto del mundo. Naturalmente que existe. Pero ¿qué tiene que ver el resto del mundo con nosotros? Porque venga alguien a decirme que Sigrid Undset es una gran escritora, ¿qué tengo que decirle? Yo no lo veo así. No pienso leerme sus libros, me parecen insípidos. No soy músico, pero la escritura debe contener algo de música para ser legible, y ella no la tiene. La aborrezco. Así lo pienso y tal cual lo digo.
Ya sé que la gente me tiene por loca. De niña, era epiléptica. También sé que soy maníaco depresiva. Pero los médicos son mayormente unos idiotas. He estado muy enferma. Y me dicen que son imaginaciones mías. ¿Cómo que imaginaciones mías? Sé perfectamente cuándo estoy enferma y, además, esto ya lo he visto antes. Conocí a una mujer con lo mismo que yo. El día antes de morir estaba muy nerviosa, igual que yo ahora, hablaba y argumentaba igual que lo hago yo ahora. Y al día siguiente estaba muerta.
Tengo dolores aquí, en el estómago. Ha sido horroroso. Nueve días he estado sin poder hacer nada. Lo noto aquí en el corazón como un calambre. Esto tiene que ser algo. ¿Cómo pueden decir que son imaginaciones mías? ¿Qué saben ellos? Valientes idiotas. Anoche, ya desesperada, me alivié con un poco de agua y jabón. Pero estaba muy intranquila. ¿Y cómo voy a estar? Mi marido me dice, anda y que te mire un hombre decente. Diez dólares tengo en el bolsillo, no tengo más, pero le daría cincuenta con tal de saber qué me pasa.
Se enfadan conmigo porque me las apaño para saber lo que piensan de mí. Agarré mi expediente y leí que decía «neoplasia». De mis clases de griego sabía yo lo que quería decir eso: quiere decir «nuevo crecimiento». O sea, un tumor. Pero yo creo que ni el médico mismo lo supo al leer el informe.
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