William Carlos Williams - Los relatos de médicos

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"Mágicamente observador y mimético del mundo real, los detalles emergen en su escritura con sorprendente frescura, claridad y economía. Williams ve las formas de la tierra y ve el espíritu que se agita detrás de las letras. Cada uno de sus trazos veloces y transparentes tiene la energía nerviosa y concentrada del vuelo de un pájaro, asciende brusca e intensamente como un pájaro". —Randall Jarrell
William Carlos Williams, que ejerció durante toda su vida como médico de cabecera y pediatra —practicaba la medicina de día y escribía de noche, hasta caer rendido—, dedicó una serie de textos a su profesión que son considerados hoy una obra fundamental de la literatura anglosajona. Convertido en un emblema de la vanguardia literaria americana, son el sustrato íntimo de sus personajes y la insondable honestidad de su mirada los que, unidos a un estilo conciso y sugerente, nutrido de imágenes imborrables, lo han convertido en un clásico y en un autor poderosamente vivo para los cánones contemporáneos.
Si para Williams el español fue el idioma de su niñez, esta edición cuenta en la traducción con Eduardo Halfon, tan amante de la concisión como Williams y un autor para quien también el español fue lenguaje de infancia, casi olvidado tras su traslado a los Estados Unidos y recuperado en su espléndida madurez como narrador.

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Qué raro, le dije, pues sabía que era un buen católico.

Sí, sí, les tiene mucho miedo.

¿No te hiciste tú también católica al casarte con él?, le preguntó Emily.

Pues sí, dijo ella, ¿por qué no? Mira, razoné del siguiente modo: a Yates lo educaron los jesuitas; sus padres, ya viejos, aún viven en Irlanda. Él se ofreció para unirse a mi Iglesia, pero enseguida caí en la cuenta de lo que implicaba eso. Implicaba que en realidad no estaríamos casados, para ellos, y a saber el daño que le causaría aquello a la familia.

Conoció a Yates, inopinadamente, en el ­sanatorio donde estuvo internada después de la crisis. Había ingresado por voluntad propia y luego decidió quedarse para atender a los otros pacientes como enfermera. En su día pensó que era el trabajo de su vida. Y allá se encontró con Yates, el bueno de Yates, el enfermero cojito y paciente que con palabras cordiales se hacía cargo de los hombres, igual que estaba ella a cargo de las mujeres. Había sido un matrimonio feliz, ella de disposición errática y voluble, él de mentalidad serena.

Conque ¿qué iba a hacer yo?, prosiguió. Ya vi que él no era el tipo de persona que se hace preguntas íntimas.

¿Cómo está, a todo esto?, dijo Emily, que admiraba mucho al pequeño irlandés. ¿Cómo es que no ha venido contigo?

Ah, le he dicho que no me hacía falta. Después de la noche que he pasado, que pensaba que me iba a morir, hoy me encontraba tan bien que le he dicho que prefería venir sola. Está trabajando, además, y no quería interrumpirlo. ¿Qué estaba diciendo? Ah sí, continuó, acuérdese de lo que dice César en sus Comentarios acerca de los bárbaros: mejor es que tengan sus creencias de bárbaros que nada; dejemos pues que se aferren a ellas.

¿De qué me servía a mí que renunciara a su fe? Él cree en su dogma. Es su consuelo. Se siente partícipe. La religión es lo que hace de los irlandeses una nación. Sienten algo sólido bajo sus pies y de ahí sacan el valor para seguir adelante.

Como los judíos, le dije.

Ni más ni menos. Es su religión. Entonces me dije que, para conservarle a él lo suyo, no le pediría que se convirtiese a mi Iglesia, me convertiría yo a la suya. Con eso y con su trabajo de enfermero es feliz. Si se lo quitara, ¿qué le iba a dar a cambio? Estaría perdido. Cuando llegó el jesuita que vino a enseñarme el significado de su Iglesia, le dejé bien claro que no podía creer en nada de aquello. Pues deberías, me dijo. Ah, ¿sí?, le dije. ¿Y usted? ¿Cree usted en todo esto que me cuenta? Y no me dijo ni que sí ni que no.

También soy un poco supersticiosa, continuó. Cuando estuve ingresada, me dio por dejar de respirar. Me dije, para qué seguir. La próxima vez dejo de respirar del todo y se acabó. Ya me daba igual todo. Conque me preguntaron a dónde quería ir después. Al principio no supe a qué se referían. Luego caí en la cuenta. Querían saber qué tenían que hacer conmigo cuando me hubiera muerto. Y les di los detalles.

Pero Yates se puso muy nervioso. Y sin decirme nada se las arregló para que viniera un cura mientras yo dormía y me diera la extremaunción. Me sorprendió, pero también le confieso que algo se apoderó de mí y me sentí contenta. Sentí que quería vivir. No creo en todas esas cosas que cuentan, pero debo admitir que estaba contenta.

Sí, estoy de acuerdo con usted, es un consuelo, no cabe duda, pero ¿qué me dice de Sócrates? Él tomó de la copa en silencio, sin religión alguna.

Ah, ha leído eso, dijo, y pareció complacida.

Es bueno sentir solidaridad con un grupo, seguí, pero no olvide que aquel buen sacerdote, al decirle que solo existe un modo de conseguir la salvación, al excluir al resto de los seres que pueblan la tierra, encarnaba él mismo la crueldad más inhumana. Por mi parte, continué, si me llegara la muerte en África y el jefe de la tribu, que sería amigo mío, le pidiera a su curandero que hiciera un baile ceremonial en mi honor para conducirme al otro mundo al son de los tantanes, algo me dice que sentiría un cierto alivio; como mínimo, seguro que me aportaba más consuelo que la fórmula de cualquier bondadoso sacerdote.

No le digo que no, añadió ella, pero al final lo que queremos es tener a alguien a quien confiarle nuestras miserias. Supongo que lo aburro con todo esto que le estoy contando hoy, pero tengo que decírselo. Fíjese, pensará que estoy loca, pero cuando me marcho durante dos o tres días, Tontaina se queda sentadito en mi butaca hasta que vuelvo.

¿Quién?, le pregunté.

Rio. Tontaina es mi perrita, una spaniel. Se queda así quietita en mi butaca hasta que vuelvo. No se lo va a creer, pero cuando tengo, digamos, una bronquitis, o lo que sea que tenga, ella se me acerca y se me queda olfateando por el pecho hasta que da con el punto exacto donde siento el dolor. ­Luego se pone a lamer ahí en ese lado y el dolor, zas, desaparece.

Reí.

Usted no me cree, pero yo no le miento.

O sea, que ¿puede oler su dolor?

Bueno, eso tampoco lo sé. Pero los perros tienen un sexto sentido. A veces barruntan más que nosotros. Así como le digo. Acaso acierte a oír los murmullos del pecho con ese oído tan agudo que tiene. No me cree, ¿verdad que no?

¿Cómo iba yo a dudar de usted?, dije.

Yo creo que hay gente que ve cosas, dijo. A veces discuto con mi hermana, y a la perra no le gusta nada vernos discutir, así que se marcha del cuarto. Las dos somos más burras que un arado. Nos ponemos cada una en un lado y ninguna da su brazo a torcer. Pero una vez, Tontaina se fue con mi hermana y la consoló a ella primero. Yo estaba enfadadísima. Y ahí mismo dejé de discutir. Me dije que si Tontaina había hecho eso, era que mi hermana tenía la razón. Luego vino a consolarme a mí, pero se había ido con mi hermana primero. Conque ya no dije más.

Existe más de lo que vemos, ya lo creo que sí. Usted ya me conoce, que digo lo que pienso y a la gente no le acaba de gustar eso. Pues nada, tuve un altercado con mi cuñado y la cosa se enquistó hasta que dejamos de dirigimos la palabra un año entero. Un día, vi a un hombre alto por la calle que cargaba dos botes de pintura y enseguida supe que era él. Pasé de largo y ninguno de los dos dijo nada. Pero luego volví la mirada, y él también volvió la suya. Ambos hicimos eso tres veces. Pero no nos dijimos nada. Me asusté. Me dije, va a morir y me está llamando para que me vaya con él. ¿Se lo puede creer?

Él estaba perfectamente sano, a todo esto, pero eso fue lo que pensé. Al mes, contrajo neumonía y me mandó llamar. Yo estaba tan contenta con aquella oportunidad de poder hablarle y de consolarlo. Noté enseguida que era hombre muerto, pero mi hermana no se daba cuenta de nada. Ella no puede ver estas cosas en los rostros de la gente, ella creía que su marido iba a sanar. Conque fui adonde estaba él y me preguntó qué opinaba de su situación. Vi que se cansaba de decir dos frases, pero le dije que claro que iba a recuperarse, que descasara un poco y que todo iría bien. No tuve más remedio que decirle eso y vi que se relajaba. Al día siguiente estaba muerto. Me dio miedo. Acaso sea eso lo que me sucede ahora. Mis padres fallecieron cuando tenían cuarenta y cinco y cuarenta y dos. Si uno suma esas edades y luego divide el número por dos, el resultado es la cifra de su muerte. Es la edad que cumplo yo este año. ¿Le parece que subamos y se quita la ropa para que la examine?, le pregunté.

Sí, dijo. Se está haciendo tarde. Ya lo sé, soy un incordio. ¿Adónde vamos? ¿A su despacho? Arriba. Bien. No verá usted mucho, dijo con gesto de burla. Ya no valgo nada. Igualita que un hombre. Tengo las piernas más peludas que mi marido. A veces me digo si no seré realmente un varón, rio. De niña, con los pechos pequeños y las caderas estrechas, también dudaba si no tendría yo más de hombre que de mujer. Lo que soy es más hombre que Yates, eso seguro.

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