HUÉSPEDES
Julio Botella
Título:
Huéspedes
De esta edición:
© De Conatus Publicaciones S.L.
Casado del Alisal, 10
28014 Madrid
www.deconatus.com
Copyright © Julio Botella. 2021
Primera edición: 04/2021
Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita
ISBN: 978-84-17375-57-7
Producción del ePub: booqlab
Todos los derechos reservados.
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1. HUÉSPEDES
2. BALONCESTO
3. SHANGRI-LA
4. HEAVEN
5. REDACCIÓN
6. NANA
7. BALÚ
8. MERCROMINA
A mis hijas, Victoria y Jimena.
Se abre el telón y el autor, ilusionista, prestidigitador, mentiroso, mago pide voluntarios para sus trucos. Algunos suben obligados al escenario. Los mete a todos en un armario y de la chistera empiezan a salir palomas y conejos, sapos y culebras que recorren el teatro, salen a la calle y se pierden por ahí.
Huésped:
Vegetal o animal en cuyo cuerpo se aloja un parásito.
Invisibles como el espíritu del viento vuelan las águilas sobre nuestras cabezas. Yo las veo a veces, posadas en el poste de Elm de madrugada o perdiéndose bosque adentro, al atardecer. Hay una que planea temprano monte abajo, cruza la carretera, vuela raso sobre nuestros tejados y bate alas remontando hacia el otro lado del río, desde donde llega el traqueteo de la planta de la River Sands, un sonido que cambia con el viento, pero que siempre está ahí. Si tienes suerte y alguien te invita a cenar al Country Club, entre el tintineo de cubiertos y copas, por el ventanal puedes ver, más allá del hoyo siete, el resplandor de los focos iluminando el turno de noche. Algunos vecinos, ancianos o padres primerizos, se siguen quejando del ruido, pero en el laberinto administrativo del condado de Hamilton los trámites discurren sin prisa.
Desde la ventana de vuestro cuarto veo en la penumbra la camioneta de Frank Hagen al ralentí. Una, dos, tres, su casa es la cuarta a la izquierda. En invierno Frank madruga para esparcir sal por calles y aparcamientos y quitar la nieve acumulada durante la noche. Su camioneta expulsa cristales azulados por el depósito atornillado atrás mientras por delante la pala hidráulica arroja la nieve a los lados de la carretera. Cuando llegamos aquí, a este mundo nuevo y desconocido, Frank y su mujer, Linda, nos ayudaron ofreciéndonos su hospitalidad y acogiéndoos a tu hermana y a ti por las tardes después del cole, hasta que mami o yo llegábamos a casa, aunque a ella nunca le gustó que pasarais tanto tiempo con sus hijos. «Cinco minutos más porfa», susurras desde la cama. En cuanto amanece sobre su tejado y el sol incendia las copas peladas de su lado de la calle, bajo deprisa para quitar la cafetera del fuego y ver desde la cocina cómo se tiñen de rojo también las del nuestro. Después bajáis las dos. Tú distraes unas oreos en el tazón de leche mientras ella unta una tostada. Tú retuerces entre los dedos una goma del pelo mientras ella bebe su zumo. Tú te vas al cole mochila al hombro protegiendo tus secretos con un gruñido malhumorado mientras ella te sigue con la suya, en silencio. Espero que Frank tenga suerte y le concedan el crédito que necesita. Es un buen tío.
Friego mirando las ramas tronchadas por el viento, tendidas sobre la nieve como signos de puntuación en una hoja en blanco. Veo las huellas dejadas durante la noche por los conejos, junto a la valla, al abrigo de búhos y lechuzas. El jardín tiene una vida fascinante que me hubiera gustado poder compartir contigo este invierno, chiqui, y espiar juntos a los animales nocturnos, pero ahora, después de lo que pasó anoche, ya no es posible. Cierro el grifo y me seco las manos con cuidado, sentado frente al corazón de chinchetas de colores que hiciste al llegar aquí, en el corcho de la cocina. Las tengo asquerosas de tanto montar muebles de Ikea en nuestro nuevo hogar, de tanto rozarme las ampollas y los sabañones en los bolsillos del vaquero y de tanto remojarme las llagas en grasa y detergente cada mañana. Me las vendo despacio y tomo algo para la resaca. Anoche bebí y hoy tengo el alma como el puto fregadero. He vuelto a soñar con puertas solitarias que se me ofrecen para atravesar su umbral y desaparecer por ellas. La de esta noche era la de un remolque caravana plantado en medio de la nieve, plateado, deslumbrante. En el sueño el aire soplaba metálico. La casa huele a café frío. Después de lo de ayer, lo mejor será acercarme a casa de los Hagen y tener un gesto con ellos, aquí hay que guardar las formas. Les haré una tortilla de jalapeños. Como en la nevera no quedan ni huevos ni jalapeños ni cervezas ni nada, me voy al supermercado.
Cuando enciendo el motor veo más huellas en la nieve alrededor de la basura e imagino al merodeador hambriento husmeando en busca de los restos. Un mapache, una zorra, lo que sean. Espero a que se caliente este cacharro de segunda mano recordando tu cara radiante anoche, cuando vinieron a buscarte tus amigos. ¡Por fin! ¡Hacía tanto tiempo que no salías con ellos! Apartar los deberes y bajar a saltos la escalera fue todo uno. Allí estaba Scott, el pequeño de los Hagen; y Holden, el tirillas de pelo a lo estrella del pop que te ronda y que hasta ahora no se había atrevido a asomar la jeta aquí dentro. Y también Sean, el mayor de los Hagen, con un amigo. «Claro que te doy permiso, chiqui, anda, sal y disfruta». Me abrazaste a escondidas, te calzaste tus botas nuevas y salisteis los cinco en busca de Gwen, la que disimula su ortodoncia y sus espinillas a base de capas de maquillaje, y de Sandy, que se pasa las tardes en casa de Gwen y va para tía buena de la pandilla. Arranco y conduzco despacio por la carretera sobre las bolitas de sal azuladas, los regueros de agua y las alimañas aplastadas. Paso junto a un ciervo atropellado y reventado entre la nieve apilada en el arcén. ¿Te acuerdas de nuestro ciervo? Una mañana de nuestro primer otoño aquí fuimos a pasear temprano junto al río y surgiendo de entre la maleza apareció ante nosotros un ciervo joven y majestuoso, fuerte y delicado. Se paró para observarnos un segundo y de un salto, ciervo de cola blanca, se hundió en la niebla. Fue un instante mágico.
Pero anoche, cuando quise darme cuenta, ya estabas de regreso. Te escuché subir corriendo las escaleras en busca de tu hermana. Escuché sus gritos en cuanto empezó la pelea. Otra vez. Algo debía de haberte pasado con la pandilla, pero me dio igual, porque cuando aparecí en vuestro cuarto tú ya destripabas con unas tijeras su peluche favorito, el que la había acompañado en nuestro viaje hasta aquí. Me hirvió la sangre, se me nubló la mente como siempre y estallé. Aún retumban en mi cabeza los gritos mientras empujo el carrito en el supermercado. «¡Ni por favor por favor papá ni hostias! ¡No, no hay perdón que valga, no hay papá por favor! ¡Y no llores, no llores y no me grites, hostias!», te gritaba zarandeándote. Algo debía haberte pasado, sí, pero de eso mi mente no quería saber nada. En el supermercado suena una melodía tintineante, con campanillas y cascabeles, pero no la oigo, porque ahora estoy parado, viendo en la puerta de una cámara frigorífica el mismo reflejo de anoche en el cristal de vuestra ventana, el rostro de un ser furibundo rugiendo en vuestro cuarto. Mi rostro.
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