Julio Botella - Huéspedes

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Un huésped también es un vegetal o animal en cuyo cuerpo se aloja un parásito. Julio Botella lleva esta idea a la psicología familiar. En una familia, aquello que no se habla, que no se entiende, que nace de alguna circunstancia oscura, crea una personalidad quebrada que de forma inconsciente acaba alojándose en un nuevo miembro. Esa es
la herencia familiar invisible que muestran estos relatos. Huéspedes es
un libro de historias que se cruzan sutilmente. Los personajes las atraviesan enroscados en su personalidad, inconscientes de que son huéspedes y transmisores. El narrador es una voz consciente de esta herencia y su escritura se convierte en una especie de exorcismo. Lleva al lector a lo más profundo de los personajes a través de escenas muy potentes en las que se enfrentan a sus miedos. Un padre que traspasa su frustración a una hija insegura. Otro padre con miedo a la muerte que saca su rabia en la relación con el perro familiar. Un niño que sufre acoso porque no es reconocido por unos padres que esperan de él otra cosa, su propia redención. Una abuela que abduce a una nieta con su historia de infancia para volver a sentirse una artista. Y todos ellos relacionados de forma tácita. Huéspedes devuelve a la literatura española un realismo que pretende desenmascarar unos errores sociales que se repiten en el tiempo.

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Pero esta tarde, los sollozos de Carlitos la sorprenden aún dentro de la despensa.

—¡Demontre de niños! —sale a toda prisa limpiándose las manos en el delantal. Carlitos llora en el suelo rodeado por los demás.

—¿Qué ha pasado? —pregunta agachándose para levantarle.

—¡Mi hermano me ha empujado y me ha hecho esto! —responde el accidentado rechazando la ayuda de un manotazo y enseñando una rodilla sangrante.

—¡Eso es mentira! —grita Tomás—. ¡Es él el que se ha caído al coger el rebote! ¡Es un mentiroso!

—¡El mentiroso eres tú! —chilla Carlitos.

La abuela consigue incorporar al chico e inquiere con la mirada a sus sobrinos. La niña está embriagada con el alcance de su poder seductor y su sobrino, presumiendo del rango que se le concede sobre los demás, explica engolado:

—No ha sido nada, tía. Carlitos estaba enfadado porque le había pitado una falta y al sacarla, él y Tomás se han chocado.

—¡Venga, todos para dentro! ¡A merendar! —zanja ella empujándoles a la cocina—. ¡Lavarse todos las manos! ¡Y a ti vamos a curarte eso!

Mientras se lavan las manos, limpia la rodilla de Carlitos con agua fría y jabón natural. El herido se queja del escozor.

—Anda, Gonzalo, alcánzame la Mercromina del armario.

—¡No! ¡Mercromina no! ¡Que escuece! —se queja Carlitos.

—¡Mercromina sí! Para que no se te infecte la herida y no tengamos que llevarte a poner una inyección —Carlitos se resigna y se sorbe los mocos.

—¡Aquí no está, tía! —dice Gonzalo.

—Entonces estará en el armario de mi cuarto. Ve a buscarla, anda, hijo, y los demás ¡a tomar la merienda mientras veis la tele! Y no digáis al abuelo que os he dejado merendar allí, ¿eh? ¡Que ya sabéis como se pone cuando se enfada!

Los chicos se marchan con los bocadillos al cuarto de estar y allí les sirve la leche, enciende la tele y atiza la lumbre mientras el primo Gonzalo busca la Mercromina por el interior de la casa. Los dos se reencuentran en la cocina.

—Tía, ahora que me acuerdo, la Mercromina está en el garaje. Ayer la dejó allí Loren, que se cortó con un alambre arreglando el corral.

—Muy bien, hijo, pues tráela, anda.

Como todas las tardes de aquellos días, en ese momento suena el teléfono y la abuela corre al pasillo a cogerlo.

—¿Dígame? ¿Diga? ¿Reme? ¡Hooola Reme! ¿Cómo estás hija…?

Su amiga Reme llama siempre a la misma hora y se entretienen las dos echando un párrafo sobre los acontecimientos del pueblo.

Desde el pasillo, Gonzalo otea el cuarto de estar.

—Tía —sugiere—, si quiere, mejor le pongo yo mismo a Carlitos la Mercromina en el garaje y así no manchamos aquí, no sea que el tío se enfade al llegar.

—Muy bien, hijo, muy bien —susurra ella, tapando el auricular y haciendo un gesto de aprobación con la mano—. Anda, dale, dale.

Enfrascada en la charla con Reme, la abuela deja paso a los chavales por el angosto chiscón. Carlitos, con un gran bigote blanco de leche bajo la nariz, deja el bocadillo en la encimera de la cocina y sale cojeando de la mano de Gonzalo. Fuera, como todas aquellas tardes a esas horas, el sol va apoyando las sombras del jardín sobre la pared del garaje, donde Carlitos entra ya con el primo, que le anima acariciándole la cabeza.

картинка 7

Cada mañana Carlos emerge de su pesadilla catapultado por el timbre del despertador y se ducha con agua tan caliente que con el vapor apenas ve los azulejos. Sale del baño, hace café, se afeita, se viste y desayuna. Para cuando se hace el nudo de la corbata mirando su reflejo en el cristal de la ventana, ya sólo piensa en la oficina, en la hipoteca, en su ex suegra y en qué hará el fin de semana. Entonces se concede un momento para saborear el café caliente mirando el amanecer. Hasta él llegan los pasos de los madrugadores que van o vienen del metro, que entran o salen del bar o pasean a sus perros. Hasta él suben también los bocinazos de los coches pitando al camión de la basura, al de reparto o al autobús municipal cuando atascan el tráfico en el giro al final de la calle. Observa los balcones de los pisos de enfrente, unos con los trastos que no caben en las casas, otros cerrados con mamparas que transparentan plantas apoyadas en cortinas arrugadas, bultos amontonados, cosas. Aquí y allá sombras cruzando apresuradas, interiores poco iluminados y señoras que ventilan sábanas y manteles. Carteles de SE VENDE y SE ALQUILA y la silla vacía del anciano al que con este frío hace días que no sacan a tomar el aire al balcón. Un triciclo roto, un cenicero lleno, una ventana cerrada. Cada mañana Carlos apaga la luz y su reflejo se desvanece en la claridad del amanecer sobre el vecindario. Cada mañana coge su maletín y sale de casa. Entonces, en la soledad del pequeño piso, el vapor del baño alcanza la ventana empañándola mientras abajo Carlos sale del portal incorporándose a otra jornada en la que las obligaciones y los conflictos se irán enganchando unos a otros hasta ocupar toda su atención.

En el metro recrea mentalmente las situaciones que podrían acontecerle durante la jornada: la discusión con fulano sobre las vacaciones mientras revisa la estrategia de compras para la reunión de la tarde, o la disputa con mengano sobre la renovación de tal o cual contrato mientras termina de preparar el cursillo sobre procedimientos internos. Siempre hay algún músico que interfiere en sus pensamientos con melodías andinas, el kasachof o temas de siempre, pero él sigue su hilo mental y prevé los posibles obstáculos a sortear para poder cumplir con su quehacer en la oficina fabricando eventuales discusiones con contabilidad, con ventas, con informática, con recursos humanos o con la secretaria del departamento. Elabora persuasiones que nunca planteará y disfraza de fingidos triunfos sus previsibles claudicaciones, igual que hacía con su exmujer, siguiente parada de su pensamiento inundado de agravios que se desvanecen hoy viernes, como cada mañana, cuando el vaivén de cuerpos que se agarran a la barra del vagón junto a él, marca la llegada a su destino y Carlos pugna, como todo el mundo, por un hueco por el que salir de allí.

En la oficina, tras haber despachado los asuntos de primera hora y haber aguantado alguna discusión estéril, baja a fumar junto al arbusto de hojas mortecinas de la entrada. En el corrillo se habla de planes para el «finde» y de los jefes. Él asiente distraído a los razonamientos y como muchos otros días, lee un mensaje de texto de su exmujer avisándole de que mañana sábado tampoco verá a los niños. No importa, sabe que sus hijos prefieren no tener que sufrirle y no les culpa por ello.

—¿Te apuntas, Carlos? ¡Lo pasaremos bien! —le pregunta una compañera.

—No, gracias, este finde me tocan mis hijos —miente mientras su pensamiento se acomoda dentro de uno de los aviones que en esos momentos dibujan delgadas estelas blancas sobre sus cabezas.

Viaja por unos instantes a cualquier destino lejos de allí y como todos los días apaga el cigarro y sube a la oficina para continuar con lo que le toque. Hoy, terminar el dichoso informe para la reunión de compras de la tarde. Mañana, como tantos otros sábados, irá a visitar a su abuela a la residencia de ancianos.

Regresa a casa a tiempo de pasear un rato antes de que anochezca. Desde que se divorció no le llega ni para gastar por ahí con las pocas amistades que no le rehúyen. Atraviesa el barrio hasta el parque y cruza la autopista por el puente hasta llegar a unos desmontes cercanos por los que vaga cruzándose ocasionalmente con algún ciclista, algún caminante con perro, o gitanos errabundos. Aislado por la música con que se machaca los tímpanos, no escucha ni el golpe de sus deportivas sobre la tierra ni la respiración por la que entra el olor a cardo seco, a charco sucio, a caca de oveja y ahora, al pasar esa loma, también a la carbonilla que desprende el coche que alguien ha quemado por la noche en la vega arenosa de ahí abajo. Rodea la huella chamuscada con los restos del violento desguace y regresa sobre sus pasos. Al atravesar de nuevo el parque acelera para evitar sorpresas con los que a esas horas ya se juntan al botellón donde los columpios infantiles.

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