Julio Botella - Huéspedes

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Un huésped también es un vegetal o animal en cuyo cuerpo se aloja un parásito. Julio Botella lleva esta idea a la psicología familiar. En una familia, aquello que no se habla, que no se entiende, que nace de alguna circunstancia oscura, crea una personalidad quebrada que de forma inconsciente acaba alojándose en un nuevo miembro. Esa es
la herencia familiar invisible que muestran estos relatos. Huéspedes es
un libro de historias que se cruzan sutilmente. Los personajes las atraviesan enroscados en su personalidad, inconscientes de que son huéspedes y transmisores. El narrador es una voz consciente de esta herencia y su escritura se convierte en una especie de exorcismo. Lleva al lector a lo más profundo de los personajes a través de escenas muy potentes en las que se enfrentan a sus miedos. Un padre que traspasa su frustración a una hija insegura. Otro padre con miedo a la muerte que saca su rabia en la relación con el perro familiar. Un niño que sufre acoso porque no es reconocido por unos padres que esperan de él otra cosa, su propia redención. Una abuela que abduce a una nieta con su historia de infancia para volver a sentirse una artista. Y todos ellos relacionados de forma tácita. Huéspedes devuelve a la literatura española un realismo que pretende desenmascarar unos errores sociales que se repiten en el tiempo.

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картинка 5

Cuando llamo al timbre de los Hagen, escucho a Linda a través de la puerta mosquitera, pero ella a mí no me oye porque está al teléfono. Espero en el porche. ¿Hace un mes? ¿Embargarnos la casa? Entra en el recibidor y mira la mancha en la moqueta mientras encaja lo que esté escuchando, intentando que la dejen hablar. Hay ciertas cosas que sí se tramitan con celeridad en el condado de Hamilton. Finalmente confirma, doblegada, que avisará a su marido sobre no sé qué de un último plazo, repara en mí y abre. Sin saber qué hace el vecino en su casa, el padre de la friki, el que se lleva por las noches a su marido a beber por ahí, con algo humeante envuelto en papel de aluminio.

Sin saber que mendigo comprensión y perdón para ti.

Qué va a saber, si cuando Frank regrese del trabajo discutirán como siempre, habrá bronca como siempre, él beberá y la tomará con los chicos como siempre. ¿Tendrá suficientes ansiolíticos en casa?

Desde la orilla opuesta del río, del otro lado del bosque, llega el ruido de la procesadora de la River, un sonido que cambia según el viento pero que siempre está ahí. Un águila vuela sobre nosotros. ¿Sabrán los conejos que atraviesan de noche los jardines, que van dejando un rastro de blancas, nítidas, inmaculadas huellas?

2

BALONCESTO

картинка 6

El chirrido de la puerta de la cocina al abrirse era la señal que catapultaba a los chicos desde el cuarto de estar al jardín. Aquellas tardes, cuando terminaba de lavar platos y cacharros y de recoger y fregar la cocina, la abuela abría la puerta y echaba a las gallinas un cubo con los desperdicios de la comida. Los chicos se arrellanaban en el sofá para ver con el abuelo el partido de baloncesto en la tele. Avivaba el fuego de la chimenea, se fumaba un pito ojeando el periódico y para cuando sonaba la puerta, ya estaba dormido. Saltaban ellos entonces de la penumbra del estar al soleado jardín cruzando a zancadas la cocina reluciente, inundada del mismo olor a jabón detergente y lejía que impregnaba las manos de la abuela y corrían a ver quién cogía primero la pelota mientras ella destendía la ropa que el tibio sol hubiera secado ya. Para cuando se sentaba en el poyete junto a la puerta, sus nietos ya se peleaban por la primera personal en ataque. Miraba un momento el limpio cielo serrano y se enfrascaba después en su quehacer.

Hoy, limpiar las judías verdes para la comida de mañana.

Frente a ella, donde el montón de hojas secas que el viento del otoño había hurtado al rastrillo de Loren, las lombrices y los gusanos que aún se asomaban por allí, servían de postre, a picotazo limpio, al rancho por el que se peleaban las gallinas. En una pared encalada que subía hasta el palomar, el primo Gonzalo había pintado a brochazos un recuadro en añil que, a falta de aro, hacía las veces de canasta. La abuela concedía un tiempo antes de regañarles, hasta que las gallinas, ciegas ya de mondas y gusanos, se refugiaban dentro del corral a sestear a salvo de pisotones y balonazos. Entonces, levantando la vista lanzaba la primera advertencia, un «¡chicos, no os peleéis!» al que no hacían ni caso. Pasado un rato, cuando las rodillas del pequeño ya habían probado la grava del jardín y empezaban los primeros lloros, dejaba su quehacer y se levantaba del poyete:

—¡Carlitos, deja a tu hermano en paz! ¡Todos los días lo mismo! ¡Si no sabéis jugar juntos, le doy la pelota al nieto de Loren!

—¡Es que ha sido canasta, abuela! ¡Ha sido canasta y este dice que no y no me deja sacarla!

—¡Demontre de niños!

Algún día, los padres de sus nietos subirían al pueblo y se los llevarían de regreso a la ciudad y, cuando eso pasara, aquellas tardes se habrían acabado. Sin levantar la vista despaciaba su labor cambiando por un segundo el frenesí de su eterno sin descanso por el disfrute de las voces de los chicos, de los balonazos en el patio, del piar de los pollos, del volumen de la tele y del runrún de una moto al pasar. Entonces suspiraba y vuelta a empezar. Y cuando la pelea de los chicos arreciaba, mentía:

—¡Como sigáis así, llamo a vuestros padres y mañana mismo os llevan de vuelta a casa!

El primo Gonzalo y su hermana Isa, hijos de su cuñada, subían entonces del pueblo en bici y merendaban con ellos. Gonza jugaba con los chicos mientras la niña aprendía a desplegar su coquetería ante los chavales. La prima tendría la misma edad que Carlitos pero el primo era ya un muchacho hecho y derecho. Más grande y más fuerte, les enseñaba trucos y pases, organizaba torneos, hacía de árbitro o lo que se terciara. Con los del pueblo no se entendía bien y se aburría sin amigos que se quisieran escapar al cañaveral, río arriba, a fumar a escondidas.

El siguiente en llegar era Loren, jardinero y hombre para todo del abuelo. A su llegada, este despertaba de la siesta, apagaba la tele y camino del baño, pedía a voces a su mujer que le preparara su whisky. La abuela recogía el barreño con las judías, la bolsa con las patatas, el cesto con las pinzas de tender o lo que hubiera estado haciendo hasta entonces, abandonaba su asiento y entraba en la casa para atender las exigencias de su marido: en vaso alto, con dos hielos, media de whisky y media de agua. Desde la cocina, la mujer escuchaba el ruido de la cisterna, la puerta del baño y los pasos por el pasillo hasta que el hombre de la casa entraba en la cocina a dar cuenta de su refrigerio servido justo a tiempo con unas galletas saladas, aceitunas, o panchitos.

—Hoy toca traer el estiércol —rumiaba el abuelo desde la puerta dando el primer sorbo al whisky—. Hay que echar el mantillo antes que empiece a helar —masticando su tentempié—. Me llevo a Loren al Nitratos, a recoger los sacos.

Cada tarde los hombres emprendían una nueva tarea: hoy traer el estiércol, ayer arreglar el corral, antes, preparar los semilleros, mañana reparar la verja, después tapar una zanja, cortar los setos, talar un árbol.

—¡Gonzalo! ¿Te quieres venir con Loren y conmigo a por el estiércol?

—¿A dónde?

—¡Al almacén de nitratos! —decía limpiándose el bigote con el dorso de la mano—. ¡Si nos ayudas, te dejo conducir la furgoneta un trecho!

—¡No, gracias, tío, me quedo jugando con los primos!

En eso, se acercaba Loren desde el garaje pertrechado ya con el mono azul, las botas de goma, y dos pares de guantes de jardinero.

—Buenas tardes, don Emilio, Señora…

—¿Gustas? —ofrecía cada tarde el abuelo tintineando los hielos en su vaso.

—No, gracias —rechazaba ritualmente Loren—, ya he merendao en casa.

—Tú te lo pierdes —zanjaba acabándoselo de un trago—.Venga, vamos pues al almacén.

Loren entregaba al abuelo un par de guantes y preguntaba:

—¿Nos ayuda su sobrino al final?

—No. Ha salido tan gandul y fino de esfuerzos como mi hermana. De tal palo, tal astilla. Vámonos.

Lo siguiente para la abuela era la merienda de los chicos, bocadillos de pan con chocolate que preparaba vigilando por la ventana. Cortaba grandes rebanadas de pan y las abría por el medio, abría la tableta de chocolate con leche y la rompía en onzas, colocaba las onzas dentro del pan y cerraba. Para Carlitos, el más goloso, rellenaba de chocolate el pan sin cortarlo, hurgando dentro del mendrugo con un dedo y sacando toda la miga. Así es como le gustaba al niño. Cada tarde, mientras hacía los bocadillos, observaba cómo su sobrina pellizcaba la inocencia de los niños roneando con descaro de un lado a otro del jardín y a ellos, embriagados por la coquetería de la prima, reclamando su atención, peleando como gallos tras la pelota, enzarzándose en peleas y sembrando, en fin, los reproches y envidias de las mañanas que seguían a cada tarde de esos días. Entonces, tras servir los vasos de leche y guardar el pan y el chocolate sobrante en la despensa, zanjaba el asunto llamando a todos a merendar. Y si podía, algún que otro día se apretaba ella también una copita de anís con cortezas de cerdo.

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