Julio Botella - Huéspedes

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Un huésped también es un vegetal o animal en cuyo cuerpo se aloja un parásito. Julio Botella lleva esta idea a la psicología familiar. En una familia, aquello que no se habla, que no se entiende, que nace de alguna circunstancia oscura, crea una personalidad quebrada que de forma inconsciente acaba alojándose en un nuevo miembro. Esa es
la herencia familiar invisible que muestran estos relatos. Huéspedes es
un libro de historias que se cruzan sutilmente. Los personajes las atraviesan enroscados en su personalidad, inconscientes de que son huéspedes y transmisores. El narrador es una voz consciente de esta herencia y su escritura se convierte en una especie de exorcismo. Lleva al lector a lo más profundo de los personajes a través de escenas muy potentes en las que se enfrentan a sus miedos. Un padre que traspasa su frustración a una hija insegura. Otro padre con miedo a la muerte que saca su rabia en la relación con el perro familiar. Un niño que sufre acoso porque no es reconocido por unos padres que esperan de él otra cosa, su propia redención. Una abuela que abduce a una nieta con su historia de infancia para volver a sentirse una artista. Y todos ellos relacionados de forma tácita. Huéspedes devuelve a la literatura española un realismo que pretende desenmascarar unos errores sociales que se repiten en el tiempo.

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Por la noche se sienta frente al televisor y fuma y bebe sin parar para no dar más vueltas a si aquello pasó o es sólo un mal sueño. Sin respuesta, se duerme en el sofá.

картинка 8

Hace un buen rato que la abuela ha colgado el teléfono, ha puesto a hervir las judías verdes y se emplea a fondo con las patatas para la tortilla, cuando repara en el bocadillo olvidado sobre la encimera. Cae en la cuenta de que su marido está a punto de llegar y aún no ha recogido la merienda de los chicos.

—¿Y Carlitos? ¿Y Gonzalo? —pregunta al no verlos en el comedor, ausente como ha estado durante su trance telefónico con Reme.

Tomás y la prima se encogen de hombros. La abuela se asoma a la ventana y ve el garaje cubierto por las sombras del anochecer. Llama a voces a Carlitos y a Gonzalo. Silencio. Llama de nuevo. Nada. Entonces el corazón le da un pálpito y ahora chilla llamando a los dos a voz en grito. Cuando Carlitos y el primo salen por fin del garaje, este susurra algo al oído del niño, se sube en su bici y se marcha deprisa despidiéndose con un gesto.

Al cabo de un minuto Carlitos entra y se sienta muy callado en el sofá. La abuela se arrodilla frente a él y sin atreverse a mirar al crío a la cara le revisa la herida de la rodilla. Está embadurnada de Mercromina mal vendada con algodón y esparadrapo. Un hilo de sangre baja por su pierna hasta el calcetín. Carlitos tiembla.

—¿Y Gonzalo?

—Se ha ido a su casa —responde con un hilo de voz.

—¿Y yo? —salta la prima.

—Ha dicho que te bajes con Loren.

—¿Y mi bici? —insiste Isa.

Carlitos se encoje de hombros. No tiene ánimo para más charla.

—¿Quieres que te acompañe yo en mi bici? —se ofrece solícito Tomás.

Se escucha el motor de la furgoneta parando frente a la cancela del jardín. Loren y el abuelo han regresado. La abuela saca un pañuelo de la manga de su rebeca y después de humedecerlo con la escasa saliva que sale de su vieja boca, mira a su nieto a los ojos y limpia los churretones de lágrima y baba que le ensucian los mofletes. Ni rastro del bigote blanco. Le aprieta suavemente los labios temblorosos e hinchados con el pañuelo, silenciando su congoja con complicidad y disimulo hasta que al niño se le cae la mirada y los dos se aguantan las ganas de abrazarse y llorar. La abuela le aplica ese alivio ancestral pasándole una y otra vez el pañuelo ensalivado por la cara. Carlitos respira la mezcla del olor a saliva y lejía. Ella, por dentro, se va cagando en Dios y en todas las criaturas celestiales que están ahí para protegerles y no lo hacen. Una por una, hasta que la puerta se abre y el abuelo entra ruidosamente llamando a Gonzalo para que ayude con la descarga del estiércol.

—Ya se ha ido —declara la abuela poniéndose en pié tras besar en la mejilla a su nieto.

Se mete el pañuelo por la manga y estirándose dignamente el delantal, recoge los restos de la merienda y se los lleva a la cocina. Allí, se apoya en la encimera apretando los nudillos contra el mármol, mirando por la ventana empañada del vapor de las judías y el humo de las patatas al fuego, hasta que las manos se le quedan blancas, sin sangre. ¡Si no se hubiera distraído tanto con Reme! Pero ya es tarde; de sobra sabe que sería inútil contárselo a su marido, un pelele en manos de su hermana. Respira hondo y después de enjuagarse la cara con el delantal sucio, se enfrasca en la tarea que aún le queda antes de la cena. Arroja a la basura el bocadillo de Carlitos, enciende la luz amarillenta, saca de la nevera unos huevos, los bate con fuerza en un plato de loza blanco y los mezcla después con las patatas. Echa todo de nuevo en la sartén, echa la sal y vigila que la tortilla quede bien cuajada, como le gusta a su marido, que a esas horas de la noche, al otro lado de la ventana, prepara con Loren los sacos de estiércol para empezar con esa tarea mañana temprano.

Carlitos se propasó unos días después con Isa y recibió su merecido de manos del abuelo, por guarro. La abuela, de rebote, lo recibió también por distraída. Los padres llegaron y se llevaron a los nietos castigados de vuelta a la ciudad.

картинка 9

Hoy ya nadie recuerda aquel disgusto. Es sábado y Carlos cruza la entrada de la residencia de ancianos respirando los vapores de cientos de pañales de viejo mal aseado. Se encamina a la isleta de recepción dejando a un lado una fila de abuelos que, aparcados frente a un ventanal por el que hace rato que el sol ya no entra, contemplan como la tarde se va echando sobre el jardinero que limpia de caca de paloma el paseo de acacias peladas. Carlos se cruza con los que se apresuran después de una breve visita. «Ya vendré otro día con más tiempo», escucha. Pregunta por su abuela y espera, observando a los que deambulan empujando a sus mayores en sillas de ruedas mientras hablan por sus móviles, a los críos que corretean entre la gente, a los familiares que se apiñan junto a las puertas metálicas de los ascensores esperando devolver sus abuelos, padres, madres o tíos segundos, al control de planta. A la auxiliar que ayuda a un anciano de paso quedo a alcanzar la cafetería donde le espera una hija, una sobrina, o nadie.

La anciana está en una sala oyendo misa, adormilada mientras el sacerdote oficia sobre las quebradas voces de los internos. Carlos la saca de allí empujando la silla de ruedas y ella se agita creyendo que otra vez la castigan por hablarle en alto a sus recuerdos. Salen entre las miradas envidiosas de tantas almas a punto de zarpar, cruzan el vestíbulo y entran en la cafetería donde sólo queda algún sitio al fondo, junto al televisor. La coloca junto a una mesa libre y ahora sí, deja que le vea.

En la tele están dando una película de indios y vaqueros.

—¡Hiiiiiijo! ¡Tomasín! ¡Qué alegría verte! Qué guapo estás, ya era hora de que vinieras. ¡Qué sola estoy! Nadie me viene a visitar. ¿Cuándo me lleváis a casa?

—No soy Tomás, abuela, soy Carlitos. Carlitos, tu otro nieto, abuela. El mayor.

—¿El mayor? ¿El nieto mayor? ¿Carlitos?

—Sí, abuela, Carlitos

—¿Carlitos? —busca en su memoria—. ¡Ah, Carlitos! Pues eso, ¡qué alegría me das! —empieza a llorar—. Estoy muy sola, hijo, al abuelo no le he visto en todo el día.

La muerte del abuelo murió también hace ya tiempo en su memoria.

—Qué guapa te veo, abuela —Carlitos cambia de tema—. Qué bien peinada estás, qué colgante tan bonito. ¡Y vaya bolso elegante!

Mientras llora sin lágrimas contándole al nieto sus penas, él le coloca bien el bolso en el regazo y le pasa la cadenita dorada por el hombro estirándole de paso el cuello de la blusa. Tiene los ojos vidriosos y los lagrimales colorados. Saca del bolso unas gafas, se las pone y le acaricia con cariño las manos arrugadas y suaves, de piel moteada y uñas comidas por los hongos. Poco a poco ella va callando, callando, hasta que interrogándole con la mirada, comienza a jugar con la dentadura postiza moviéndola de un lado a otro con la lengua. Carlos rebusca en la manga donde sabe que ella siempre guarda un pañuelo, lo saca y le limpia cuidadosamente las babas. En una mesa junto a ellos, dos ancianas hacen que juegan a las cartas y que se hacen trampa y más allá un abuelo gasta cartuchos galantes con una mujer de visita. Una interna bajita, descentrada, recorre la sala pidiendo tabaco a voces.

—Abuela, ¿quieres merendar? ¿Te traigo un café y un bollo?

—Lo que tú quieras, hijo.

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