Vista así, la experiencia del amor —de ese amor romántico entre varón y mujer— sólo tendría un valor instrumental en función de un bien mayor: la constitución del todo social. Sin embargo, uno pudiera preguntarse si un énfasis cada vez mayor en la experiencia romántica conduce a dicha constitución o si no más bien sucede lo contrario. ¿Acaso no sería más lógico dejar de lado el romanticismo del amor y desde el principio educar en función del bien social? La pregunta parece indiferente, pero las respuestas concretas ofrecidas por los sistemas totalitarios no parecen haber ignorado esta cuestión, implementando programas de educación pública con el fin de lograr esos objetivos donde el cuerpo social es visto como una meta por encima y a veces en contra del individuo.7
Dejadas otras consideraciones aparte es claro que Hegel subordina la experiencia del amor al movimiento general del espíritu absoluto. Un movimiento, por cierto, marcado fuertemente por la dialéctica del amo y el esclavo, o bien, la lucha por el reconocimiento. Esta situación destacada por Honneth permite, como se verá en el contenido de este trabajo, discutir si verdaderamente la dialéctica entre el amo y el esclavo es el motor de la historia, o si habría que revalorar el amor como fuente del devenir temporal.
Además de lo que observa Honneth sobre el lugar del amor en el sistema hegeliano, está igualmente el estudio de Charles Taylor, quien atinadamente observa cómo la idea de amor en Hegel está identificada con el amor romántico. Al menos esta visión del amor es totalmente negativa en la doctrina hegeliana, como aparece en su obra sobre los fundamentos para una filosofía del derecho. Allí “asesta un golpe a las teorías románticas de la libertad que ‘quieren excluir al pensamiento y remiten al sentimiento, al corazón, al ánimo y a la inspiración’”.8 Este desprecio de Hegel por los sentimientos y el “corazón” tiene su repercusión en el lugar que pudiera ocupar el amor dentro del despliegue del espíritu.
De hecho, a mi juicio, el lugar que Hegel concede a los sentimientos podría estar en el fondo del interés que suscitó la fenomenología de los sentimientos en la línea de Max Scheler. Sea como fuere, me parece que las filosofías de inicios del siglo xx se vieron en la necesidad de llenar el espacio dejado por Hegel al no conceder importancia a lo sensible en la configuración del individuo y de las sociedades. Pero esto a su vez habría hecho que las filosofías del amor del siglo xx sean, casi todas, ensayos que exploran “los sentimientos y el corazón”, dejando de lado la relación del amor con el proceso histórico que Hegel quería explicar.
Todo sumado puede decirse que una filosofía de la historia basada en las ideas maestras del “anti-romántico Hegel”9 no concede valor a las historias individuales; historias en las cuales el amor juega un papel primordial.10 En una visión así, el individuo queda relegado o al menos sólo es visto en función de una totalidad que lo excede. Así, cuando Hegel está hablando del despliegue del espíritu está pensando en las colectividades y no en los individuos tomados separadamente. Siendo esto así se comprende que para Hegel la verdadera historia del espíritu es la historia de los pueblos y no la de un individuo en particular. Justamente en este punto está una de tantas discrepancias de Nédoncelle con Hegel.
Habida cuenta de lo anterior podrá entenderse por qué Nédoncelle tenía la necesidad de ahondar en el análisis fenomenológico del amor, a fin de no reducirlo a un mero sentimiento. Justamente el estudio de Nédoncelle tiene pretensiones metafísicas. Esto significa que, como Hegel, busca dar razón no sólo del amor como fenómeno sino de la identidad del sujeto amante. Además, teniendo en frente la herencia hegeliana a través de sus comentadores, especialmente los anglohegelianos, Nédoncelle tenía servida la mesa de una reflexión sobre el valor del individuo en relación con el gran movimiento del espíritu. Si el amor ocupa en Hegel un lugar propedéutico, en Nédoncelle es definitorio. Como se verá a lo largo de este texto, el amor ocupa el lugar que ocupa en la mente de Nédoncelle, porque es conclusión necesaria de su tesis sobre la reciprocidad de las conciencias y no simplemente por un prurito romántico.
En segundo lugar, la vieja disputa sobre el amor puro. Como ha mostrado Jacques Le Brun, la polémica sobre el amor puro gira en torno a una simple pregunta: ¿puede haber un amor que no sea egoísta? Pregunta formulada en el prefacio de una célebre obra de Pierre Rousselot,11 obliga a plantearse si la búsqueda de la propia felicidad se consigue a expensas de los demás o no. Más todavía, si el amor implica amar más al otro que a uno mismo. Acertadamente Le Brun observa que esta pregunta es, desde otro punto de vista, la misma pregunta que desde Aristóteles se planteaba en torno a la felicidad. En pocas palabras, el asunto aquí es el del eudemonismo.12 Dentro de este contexto se puede apreciar el interés por la filosofía del amor de Nédoncelle. De un modo u otro nos reconduce a la pregunta por el sentido de la propia existencia.
Ahora bien, la cuestión sobre el amor puro expone una serie de cuestiones que el mismo Nédoncelle tuvo que afrontar. De entrada, la naturaleza misma del amor. Si se sigue el texto de Le Brun, uno encuentra que ya Rousselot apelaba a una naturaleza, entendida como la “propensión de todos los seres a buscar su bien”.13 No se trata, pues, de un amor en sentido corporal como opuesto a espiritual; se trata de la concepción según la cual todo hombre por naturaleza desea ser feliz. Dicho lo cual resulta fácil responder que, al amar, uno no hace sino seguir su propia naturaleza. Para Rousselot, incluso en el caso del amor a Dios, que sería por definición un amor desinteresado, uno puede amar más a Dios que a uno mismo y no estaría haciendo otra cosa que seguir la propia naturaleza y por ende buscando el bien propio. Según Rousselot es impensable en santo Tomás imaginar una oposición entre la búsqueda de la propia felicidad y el amor a Dios.14 Pero como comenta Le Brun: “Desde un punto de vista filosófico la tesis de Rousselot se centraba en torno a una concepción de la naturaleza que el autor encontraba en santo Tomás y elaboraba a partir de él. Pero la noción de naturaleza en el siglo xvii es objeto de una verdadera mutación cuyas grandes líneas ha trazado Robert Lenoble”.15 En efecto, la idea de naturaleza, como la entendemos ahora, no permite explicar el amor simplemente como un appetitus naturalis. Nédoncelle, como se verá, tuvo que afrontar esta cuestión.
Además de esto, la disputa del amor puro supone tratar con una concepción del amor que parece anular la reciprocidad. El amor puro sería aquel que dejaría al amante imperturbable en su amor, independientemente de ser correspondido por el amado. Precisamente porque no habría ningún egoísmo al amar, se ha llamado a este amor, amor puro. Rousselot piensa que en esta explicación del amor falta un verdadero análisis metafísico. Sin lugar a dudas el amor puro fue una cuestión muy debatida; sin embargo, separada de su contexto teológico, enfrentó a los pensadores con auténticas encrucijadas sobre el amor. Nédoncelle en su ensayo sobre el amor, a propósito de esta cuestión, respondió a las posturas de Anders Nygren y de Jean-Paul Sartre, para quienes la antinomia entre amor propio y amor al otro aparece irreconciliable.
Todo considerado, sea la disputa del amor puro, bien conocida por Nédoncelle en la presentación de Rousselot;16 como la concepción hegeliana del amor, permiten ofrecer un cuadro de referencia para indicar cuáles eran las cuestiones que acuciaban a nuestro autor. Las preguntas por el sentido de la vida, de la realización y felicidad del individuo, tanto como la de su valor y destino, así como las relaciones entre los sujetos, marcan varios de los puntos de reflexión que se desean explorar en estas páginas.
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