Cristina Rivera Garza - La cresta de Ilión

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Es de noche y hay tormenta. Y también una casa incrustada frente al océano. El médico que vive en ella escucha de súbito unos golpes en su puerta. En el umbral encuentra a Amparo Dávila, una inquietante mujer que afirma ser «una gran escritora» y conocerlo del pasado. Tras ella, esa misma noche, llega la Traicionada, una examante del médico que aparece enferma.Las dos se instalarán en su casa con una familiaridad macabra y empezarán a hablar entre ellas un idioma desconocido por el protagonista, quien verá, entre carcajadas, incredulidad y espanto, cómo el control de su vida le irá siendo arrebatado.Esta inquietante historia le sirve a
Cristina Rivera Garza para explorar la identidad,
nuestros miedos más hondos y el poder crucial del lenguaje. La autora nos recuerda cómo
la violencia impacta en los cuerpos, cuestiona los límites de lo real y los marcadores del
género. El resultado es un relato trepidante, una deslumbrante reflexión sobre
la identidad, la violencia, el cuerpo y el lenguaje.

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Esa mañana pues, gracias a mi trabajo, pude escapar de la rutina que Amparo ya había creado en mi casa. Y aunque mi logro sólo duraba ocho horas en cinco días de la semana, lo festejé con un orgullo secreto y anónimo. Amparo Dávila, ya había tomado yo la decisión, no me desaparecería. Nunca lo lograría.

La desaparición es una condición contagiosa. Todo el mundo lo sabe. Antes se creía que era algo externo, algo impuesto por un agente mucho más poderoso sobre la inocente víctima, usualmente de maneras brutales. Poco a poco, con los avances de la ciencia y de la informática, se ha llegado a saber que para ser un desaparecido se requiere, ante todo, tener contacto previo con uno de ellos. Los mecanismos posteriores del mal varían mucho —mayor o menor grado de violencia, menos o más aislamiento, poco o mucho silencio— pero el elemento común a todos ellos es el contacto. Contacto físico. Piel. Saliva. Tacto. La contaminación física. De ahí que pocos confiesen ese estado y que la desaparición sea algo tan temido. Por esta razón el miedo que me producía Amparo se multiplicó de manera acelerada cuando, casi sin más, casi como si se tratara de algo sin importancia, me confesó que escribía sobre su propia desaparición. Por un par de días anduve pensando en la posibilidad de pedir vacaciones para poder alejarme de ella en esa etapa tan crítica, por temprana, en el proceso de contagio, pero pronto tuve que recapacitar. Recordé que la Traicionada se encontraba también en mi casa, a merced de la ex Escritora, y una sensación de angustia me invadió. Temí por mi examante, sentí una compasión absurda por ella, pero esa no fue la razón por la cual, al final, decidí quedarme y enfrentar las cosas. Ya lo sabía yo de mucho tiempo atrás: no podía alejarme del mar.

El océano me calma. Su masiva presencia me hace pensar, y creer, que la realidad es bien pequeña. Insulsa. Insignificante. Sin él, el peso de la realidad sería mortal para mí. El océano frente al cual viví por tanto tiempo, en una soledad que la casa de la que me proveyó el hospital me ayudaba a preservar, había salvado mi vida hasta entonces. Pero todo eso, todos esos años de sacrificio, todos esos largos minutos de disciplina y sordo desasosiego ante los que me había resignado con tal de estar junto al mar, empezaron a desmoronarse.

Me gustaría culpar a Amparo Dávila por esto, pero no podría hacerlo sin faltar a mi sentido de honestidad. Supongo que en realidad todo se desató cuando, irracionalmente, acepté reunirme con la Traicionada. Ocurrió cuando, de manera por demás irresponsable, acepté la llamada por cobrar que pasaron a mi teléfono del consultorio y cuando, en pleno delirio, le describí la ruta para llegar por tierra hasta este lugar de la costa. Tal vez Amparo tenía intervenida la línea. Tal vez espiaba a mi examante y, fingiendo que esperaba utilizar el teléfono público desde donde esta había hecho la llamada, se apostó lo más cercanamente posible a su espalda para así escuchar los datos. Tal vez la Traicionada, que siempre fue tan negligente en cuestión de papeles, escribió la información en hojas tamaño carta que después dejó a la vista de todos. Cualquier opción era posible y, cualquiera que haya sido, funcionó casi a la perfección. Amparo Dávila llegó apenas con unas horas de adelanto para escribir la historia de una desaparición que ella, sin pruebas de por medio, asociaba de manera francamente enfermiza con la Granja del Buen Descanso, donde yo trabajaba. Eso me lo dijo la tercera mañana que pasaba en casa.

—Tú me puedes ayudar con esto, ¿sabías? —parecía pregunta pero en realidad lo que me estaba lanzando a la cara era una orden.

Me reí porque estaba nervioso y sabía perfectamente lo que ella quería. Un cómplice. Un ayudante. Un confesor.

—¿Cómo? —no alcancé a detener la pregunta detrás de mis dientes por más que lo intenté.

En lugar de apresurarse a responder, Amparo guardó silencio. Sus tácticas siempre fueron muy sofisticadas. Estoy seguro de que sabía que una respuesta rápida resultaría en una fácil negativa o, peor, en una burla inmediata. Su silencio, acompañado del arco sospechoso de su ceja derecha, tuvo el efecto esperado: me urgía saber. Necesitaba su respuesta. Pero, otra vez, en lugar de ceder tan fácilmente se parapetó, y se hizo aún más fuerte, dentro de su silencio. No habló de todo este asunto por días enteros.

Mientras tanto, ella actuaba como si nada pasara en realidad. Su rutina la salvaba y la protegía. Seguía levantándose temprano para preparar té y café. Continuaba subiendo el caliente líquido a la recámara donde la Traicionada empezaba a dar señas de una leve mejoría. Bajaba las escaleras con cuaderno en mano y, con una interacción cada vez más corta y monosilábica, se disponía a continuar con la historia de su desaparición al mismo tiempo que yo salía con rumbo al hospital. Así pasaron esos días nerviosos, llenos de expectación, en los que el invierno se perpetuó a sí mismo.

—¿Cuánto tiempo tienes trabajando en el hospital? —me preguntó sin mucho énfasis un día en que la lluvia transformaba el color de las aguas del océano.

—Veinticinco años —le respondí sin percatarme del riesgo que estaba corriendo.

—¿Y tienen expedientes desde entonces?

Su pregunta me hizo volver la cara y enfrentar el efecto de expansión que se producía en sus ojos. Estaba solo, absolutamente solo y sin voz. En ese momento me di cuenta de que mis sospechas eran adecuadas. Amparo Dávila quería tener acceso a los documentos de mi institución por motivos que desconocía y que, con toda seguridad, ella no compartiría conmigo.

—No lo sé —dije con calma, como si no me hubiera percatado de su juego—. Tendrías que preguntarle al Director.

Ella sonrió como si creyera en realidad lo que le estaba diciendo. Luego volvió a subir las escaleras y a encerrarse, para mi total desconcierto, en la habitación de la Traicionada. Fue así como supe que habían empezado a dormir juntas. Y una vez más, de manera por demás irracional, temí por la suerte de mi examante. Desaparecería también, estuve seguro en ese momento. Luego, casi de inmediato, no pude evitar reírme de mí mismo. Recordé el lugar donde vivía, su aislamiento agreste, la manera en que nos llegaban los víveres en cajas de cartón semanalmente desde las dos ciudades que nos circundaban, la ausencia de correo, el limitado número de teléfonos. Tomé conciencia, tal vez como nunca antes, de que la comunidad que se había formado alrededor de un puñado de moribundos estaba desaparecida. Y desaparecidas nuestras voces, nuestros olores, nuestros deseos. Vivíamos, por decirlo así, a medias. O mejor: vivíamos con un pie dentro de la muerte y otro todavía pisando el terreno de algo parecido solamente de manera remota a la vida. Pocos sabían de nosotros y aún menos se preocupaban por nuestro destino. Iba a ponerme melancólico, a punto estuve, pero me incorporé a observar el mar, su silueta nocturna, su lomo inmenso. Me serví, de entre todos los licores disponibles, una copa de anís y recapacité: nuestra irrealidad, nuestra falta de evidencia, no sólo constituía una cárcel, sino también una forma radical de libertad. ¿Cuántos en las ciudades vecinas podían darse el lujo de posar los ojos ininterrumpidamente sobre el animal marino? ¿Cuántos entre todos ellos podían disfrutar esta relajación, este tremendo descanso ocasionado por la carencia de una historia propia, por la falta de una inscripción? ¿Cuántos, entre todos ellos, podían vivir su muerte día tras día, hora tras hora, puntualmente? ¿Cuántos la conocían tan de cerca, saboreándola sin resquemor, aprendiendo poco a poco a no temerla? Iba a ponerme eufórico pero me contuve. Nunca he sido dado a victorias fáciles después de todo. Las respuestas, que sabía ciertamente, que podía ofrecer sin chistar y sin sonrojarme, no le interesaban a nadie. Reí otra vez en silencio y a solas. Abrí la puerta trasera de la casa y bajé los escalones hasta llegar a la playa. Caminé por horas. Perdido. Ensimismado. Preguntándome a cada paso si estaba realmente vivo. Si estos eran, en realidad, mis huesos.

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