Cristina Rivera Garza - La cresta de Ilión

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Es de noche y hay tormenta. Y también una casa incrustada frente al océano. El médico que vive en ella escucha de súbito unos golpes en su puerta. En el umbral encuentra a Amparo Dávila, una inquietante mujer que afirma ser «una gran escritora» y conocerlo del pasado. Tras ella, esa misma noche, llega la Traicionada, una examante del médico que aparece enferma.Las dos se instalarán en su casa con una familiaridad macabra y empezarán a hablar entre ellas un idioma desconocido por el protagonista, quien verá, entre carcajadas, incredulidad y espanto, cómo el control de su vida le irá siendo arrebatado.Esta inquietante historia le sirve a
Cristina Rivera Garza para explorar la identidad,
nuestros miedos más hondos y el poder crucial del lenguaje. La autora nos recuerda cómo
la violencia impacta en los cuerpos, cuestiona los límites de lo real y los marcadores del
género. El resultado es un relato trepidante, una deslumbrante reflexión sobre
la identidad, la violencia, el cuerpo y el lenguaje.

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—¿De qué se trata? —le pregunté la primera mañana señalando con los ojos la libreta abierta y pensando que, de contestarme, me diría que eran cartas personales, cosas sin importancia.

—De mi desaparición —dijo en voz baja pero firme y luego se volvió a ver el reflejo del sol sobre el manto marino. Después, sin añadir nada más, volvió a concentrarse en las páginas de su cuaderno.

Su respuesta me pareció absurda ciertamente, pero plausible. Es más: ayudaba a explicarlo todo. Sólo un desaparecido podría llegar de la manera en que ella llegó a la orilla del mar. Si se hubiera tratado de Alguien, por ejemplo, la habrían detenido a la entrada de la comunidad de la playa donde el hospital para el que trabajaba me asignó una casa grande y austera sobre el agua. Por Alguien ya habrían hecho llamadas telefónicas. Alguien con datos y con historia me habría preguntado si se podía quedar en mi casa y me habría informado, por lo menos, acerca del número de días, las condiciones de su estancia. Sólo un desaparecido como Amparo, lo comprendí de súbito, podía actuar como si en realidad no existiera porque, he aquí la ausencia de paradoja, no existía en realidad. La mujer, ahora no me cabía la menor duda, era totalmente consciente de su condición. Y lo era a tal grado que su conducta, su manera de caminar y de ver, de interactuar y hasta de callarse, correspondía a reglas del todo ajenas a mí. Desconocía, por ejemplo, el orden de los factores en la relación causa-efecto. No sólo ignoraba que los actos, todos los actos, tienen consecuencias, sino también que las consecuencias proceden de, y nunca preceden a, las causas. Parecía no entender que hay que conocer al anfitrión para llegar a visitar su casa. Amparo, apoyada en la singular lógica del desaparecido, actuaba de manera contraria: llegaba a visitar al anfitrión con el objetivo de conocerlo. Porque eso me dijo la primera noche, justo antes de despedirse de la Traicionada con un beso sobre la frente y de cerrar la puerta de la que en ese momento se convirtió en su recámara.

—Vine a conocerte —dijo y a la mañana siguiente empezó a dirigir la rutina de mi casa.

Gracias a mi trabajo en el hospital municipal yo pasaba poco tiempo en ella. Digo gracias ahora y esto parecería indicar que me gustaba mi trabajo. La verdad es todo lo contrario. Por años había despreciado intensamente los muros altos de esa fortificación que algún burócrata de imaginación malévola decidió colocar a la orilla del mar, justo en uno de los puntos más hermosos de la costa donde altos arrecifes de complicados rasgos angulares le daban refugio a pelícanos, gaviotas y vagabundos. Cuando cruzaba la puerta principal y me internaba poco a poco en aquel marasmo de olores nauseabundos y gritos desmesurados no hacía otra cosa que odiarme a mí mismo. Caminaba lentamente, con la vista sobre la punta de los zapatos que avanzaban por el camino recto que conducía a las oficinas administrativas y, mientras tanto, odiaba mi falta de ambición, esa predisposición casi bovina a conformarme con las cosas, mi obsesiva fascinación con el océano que, sin duda, había determinado con mucho mi decisión de aceptar este trabajo. Cuando finalmente abría la puerta del cuarto húmedo, frío y sin ventana alguna al que pomposamente llamaba mi consultorio, el odio era tanto que sólo pensaba en recetar veneno a los pacientes. No me interesaba curarlos. Actuaba con la firme convicción de que lo mejor que podía hacer era contribuir a su muerte para así ahorrarles el duro trance de una estancia larga en este sitio. Y yo no era el único. Los enfermeros parecían compartir mi secreto resquemor porque manipulaban a los pacientes con esa sosegada, tensa agresión que sólo el odio es capaz de alimentar en los brazos de ciertas gentes. Los administradores, por su parte, lo manifestaban a través de la indiferencia. Se pasaban horas sin hacer otra cosa que bostezar frente a las pantallas de computadoras casi inservibles. Las cocineras lo canalizaban en guisos inmundos, ya sin sabor o ya con demasiadas especias, que luego otras empleadas de mirada turbia servían en platos de estaño. A los guardias no sólo se les veía en los ojos sino también en las armas que portaban con un orgullo malsano entre el pecho y la cintura. Cuando digo que gracias a mi trabajo no veía a Amparo mucho tiempo en casa, en realidad estoy diciendo que su rutina doméstica me llenaba de un terror profundo, inconfesable, paralizador. La Desaparecida, lógicamente, no parecía dispuesta a darse cuenta de eso.

—Yo era una gran escritora —me confesó sin que yo se lo preguntara la segunda mañana que pasaba en mi casa.

Había elevado la mirada hacia mí y, luego, en un movimiento abrupto, la había colocado una vez más sobre el ventanal. Así, sin darme la cara, me empezó a contar lo que sabía sobre el proceso de su desaparición.

—No sabía que me odiaban tanto —murmuró y luego guardó silencio como si necesitara respirar a solas para poder darse fuerzas, ánimo, y así continuar—. Pero poco a poco me tuve que dar cuenta. Las máquinas de escribir que utilizaba empezaron a descomponerse. Los lápices a desaparecer de mi escritorio. Y luego estuvo todo ese engorroso asunto de los apagones que sólo afectaban a mi casa. Si supiera cuántas veces me quejé con el Departamento de Recursos Eléctricos y nada. Lo único que me dijeron por mucho tiempo fue que estaban investigando mi caso, que pronto iban a identificar la causa.

—¡Puras mentiras! —la voz se le agitó y, como si eso la molestara, como si estuviera mostrando demasiado y demasiado pronto, se incorporó de la mesa, encendió un cigarrillo y se concentró sobre las aguas azules del océano.

Tardó un tiempo en calmarse. Una vez que se sintió más segura, capaz de hablar con oraciones completas, se sentó y tomó la pluma con la mano derecha. Pensé que volvería de inmediato a su escritura, pero vaciló.

—Y las sospechas de los críticos —dijo con una voz dolida— sembrando la discordia y la desconfianza por todas partes, constantemente. ¿De verdad era capaz de escribir esto o aquello? ¿Era quien yo decía que era? ¿Era una impostora? ¡Todo se volvió demasiado insoportable!

Pensé que había terminado su reclamo. Esperaba que cerrara su cuaderno y se levantara de nuevo para ir hacia el ventanal. Pero continuó, su voz baja, como una pintura que se desvanecía en una casa abandonada.

—Y luego la turba, siempre en busca de sangre, siempre dispuesta a atacar. Gente pequeña y mala. Gente mala y solitaria —me miró, pero veía algo más, un vacío que llenaba de odio y resentimiento—. Sus dientes. Sus cuchillos. Miren, miren esto.

Levantó sus brazos desnudos y señaló algo cerca de su codo derecho que no distinguí bien. Por un momento sentí lástima por ella. Pero una vez más me acordé de quién era y cómo había asumido el control de mi hogar, y mi frustración regresó. Y mi rabia.

No la conocía mucho, no la conocía nada, pero supe instintivamente que ya no saldría de su silencio. Por lo demás, me interesaba muy poco la historia de su desaparición. Y le creía aún menos. Sin despedirme, casi sin voltear a verla, salí de la casa y al abrir la puerta de mi auto pensé en el hospital municipal como un refugio. Nunca se me había ocurrido algo semejante. Manejé aprisa esa mañana. Prendí el radio y, para mi sorpresivo placer, escuché una sonata para violín que a bien tuvo calmarme. Me entretuve observando de reojo los arbustos de colores cenicientos que se extendían al lado derecho de la carretera y las aguas de la playa que casi tocaban los bordes del lado izquierdo de la misma hasta llegar a la puerta principal de la institución. Hospital Municipal. Granja del Buen Reposo. Eso decían los letreros que, ya medio despintados, bordeaban el arco de la entrada aunque ahí difícilmente se administraran medicamentos y casi nadie encontrara reposo, ya fuera malo o bueno. Se trataba en realidad, he de confesarlo, de un establecimiento para enfermos terminales. Los desahuciados. Los desechos. El hospital no era más que un panteón con las tumbas abiertas. Se mantenía gracias a un financiamiento ridículo, casi inexistente, del Gobierno Central. Una especie de limbo a donde llegaban los heridos de muerte que, sin embargo, no podían morir. O no, al menos, todavía. Mi odio, lo comprenderán ahora, no les podía hacer más daño que el que ya traían dentro esos seres, destinados a vivir el resto de su vida insignificante en esa lejana esquina del mundo, la última frontera.

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