CRISTINA RIVERA GARZA
a lrg
(the textual intention presupposes readers who know the language conspiracy in operation) … (that the mark is not in-itself but in-relation-to-the-marks) … (that the mark seeks the seeker of the system behind the events) … (that mark inscribes the I which is the her in the it which meaning moves through).
STEVE MCCAFFERY, Panopticon
He vivido entre México y Estados Unidos la mayor parte de mi vida, dos países marcados por sus rígidas jerarquías de género y por los feminicidios a lo largo de las fronteras posteriores al TLCAN. Quizás esa sea una de las razones por las cuales me decidí a escribir una novela que profundizara en la naturaleza inestable de las des/identificaciones de género. Elegí la obra de Amparo Dávila, una escritora mexicana de la llamada Generación de Medio Siglo, como centro del enigma de la novela ambientada en una época en la que la desaparición se ha convertido en una plaga.
En este libro las fronteras son una fuerza sutil, pero penetrante. Nací entre Texas y Tamaulipas, y viví entre San Diego y Tijuana cuando escribí La cresta de Ilión . Hay preguntas que no se pueden eludir cuando se cruzan fronteras: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿algo que declarar? La conciencia de las fronteras geopolíticas pronto conduce a preguntas sobre las muchas líneas que cruzamos —o las que no cruzamos, o las que no tenemos permitido cruzar—, mientras seguimos adelante con nuestra vida diaria. Nuestros cuerpos son llaves que abren sólo ciertas puertas. De hecho nuestros cuerpos hablan y nuestros huesos son nuestro último testimonio. ¿Nos traicionarán nuestros huesos?
Mientras que las voces de las mujeres en todo el mundo siguen silenciándose y los que están en el poder aún defienden la irrelevancia de la igualdad de género, los personajes de este libro saben que el género —y lo que se hace en nombre del género— puede ser letal. Cuando la desaparición se convierte en una epidemia, especialmente entre las mujeres, este libro les recuerda a los lectores que siempre queda un rastro: un manuscrito, una huella, una marca, un eco digno de nuestra completa atención y nuestras indagaciones. Cuando las mujeres desaparecen de nuestras fábricas y nuestra historia, de nuestras vidas, tenemos que volver a examinar lo que es normal. La realidad probablemente se ha vuelto inexplicable o impenetrable, y por lo tanto enloquecedora, aun así, cuestionar tales circunstancias es el núcleo de esta novela.
CRISTINA RIVERA GARZA
Houston, Texas, 2017
Invitación primera:
—¿Pero qué hacen los libros dentro de la piscina? —le pregunté sorprendida—. ¿No se mojan?
—Nada les pasa, el agua es su elemento y ahí estarán bastante tiempo hasta que alguien los merezca o se atreva a rescatarlos .
—¿Y por qué no me saca uno?
—¿Por qué no va usted a por él? —dijo mirándome de una manera tan burlona que me fue imposible soportar .
—¿Por qué no? —contesté al tiempo en que me zambullía en la piscina .
AMPARO DÁVILA
Ahora, transcurrido ya tanto tiempo, me lo pregunto de la misma manera incrédula. ¿Cómo es posible que alguien como yo haya dejado entrar en su casa a una mujer desconocida en una noche de tormenta?
Dudé en abrir. Por un largo rato me debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insistencia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.
El clima, ciertamente, había desmejorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa. Ahí estaban sus luces largas y exiguas de la mañana, sus templados vientos, los cielos encapotados del atardecer. Y luego llegó el invierno. Y las lluvias del invierno. Uno se acostumbra a todo, es cierto, pero las lluvias del invierno —grises, interminables, sosas— son un bocadillo difícil de digerir. Son el tipo de cosas que ineludiblemente lo llevan a uno a agazaparse dentro de la casa, frente a la chimenea, lleno de aburrimiento. Tal vez por eso le abrí la puerta de mi casa: el tedio.
Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si sólo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompañó su aparición. Recuerdo, sobre todo, sus ojos. Estrellas suspendidas dentro del rostro devastador de un gato. Sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se alargaban; los clósets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho, paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y esa fue, quiero creer, la segunda razón por la cual la dejé entrar en mi casa: el poder expansivo de su mirada.
Si me detengo ahora todavía estaría mintiendo. En realidad ahí, bajo la tormenta de invierno, rodeado del espacio vacío que sus ojos creaban para mí en ese momento, lo que realmente capturó mi atención fue el hueso derecho de su pelvis que, debido a la manera en que estaba recargada sobre el marco de la puerta y al peso del agua sobre una falda de flores desteñidas, se dejaba ver bajo la camiseta desbastillada y justo sobre el elástico de la pretina. Tardé mucho tiempo en recordar el nombre específico de esa parte del hueso pero, sin duda, la búsqueda se dio inicio en ese instante. La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir artificialmente: tanto ustedes como nosotros estamos desarmados cuando se lleva a cabo. Me atrevería a argüir que, de hecho, sólo puede suceder si ambos estamos desarmados pero en esto, como en muchas otras cosas, puedo estar equivocado. La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras —los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda—. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas la cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como un asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta de que se encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya sabía todo de ella. Y supongo que esta fue la tercera razón por la cual abrí la puerta de la casa y, sin dejar la perilla del todo, la invité a pasar.
—Soy Amparo Dávila —mencionó con la mirada puesta, justo como la había imaginado minutos antes, sobre los ventanales. Se aproximó a ellos sin añadir nada más. Colocó su mano derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente.
Parecía aliviada de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que buscaba.
Me hubiera gustado que todo pasara únicamente de esta manera, pero no fue así. Es cierto que ella llegó en una noche de tormenta, interrumpiendo mi lectura y mi descanso. Es cierto, también, que abrí la puerta y que, al entrar, se dirigió al ventanal que da al mar. Y dijo su nombre. Y oí su eco. Pero desde que observé el hueso de la cadera, el que se asomaba bajo el borde desbastillado de la camiseta y sobre la pretina de la falda floreada, ese de cuya denominación no me acordé y tras la cual me aboqué en ese mismo momento, no sentí deseo, sino miedo.
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