Ya con las tazas en la mesa comenzamos la conversación. María me dejó claro, con sus intervenciones cortas, que no tenía mucho interés en conocer mi pasado y que en realidad estaba ahí porque quería un café nacido de una cafetera y no de unas vueltas de cuchara. Yo quería lo mismo, odiaba el unicel y, como cualquier vendedor de café, me parecía un insulto no que existiera el soluble, sino que a eso también le llamaran café. Pero ya sentado a la mesa me hubiera gustado conocerla más. Y no sólo porque era muy linda, sino también porque el calado de su mirada me sugería una severidad digna, cosa que a su vez sugería una personalidad fuerte: me parecía, a primer análisis, una persona interesante. Tenía los ojos de un verde opaco que sólo se descubría cuando sus pupilas miraban las tuyas, nunca de perfil o de reojo. Y el rostro alargado, bronceado, con el cabello castaño encerrándolo por ambos costados. Su propio gesto era fino, con el cuello largo, de manera que no necesitaba ningún peinado para parecer elegante. Vestía una blusa blanca y una falda de casimir un tanto ajustada pero que bajaba hasta la rodilla. De haber llevado saco habría parecido oficinista, pero llevaba suéter.
Hablé mucho más que ella y así comprendí, como por mayéutica invertida o psicoanálisis moderno, lo que estaba detrás de las reuniones de sanación psicológica. La aerolínea buscaba generar en el ambiente del grupo de sobrevivientes una buena voluntad y una sensación de que lo que había sucedido en realidad se encontraba en el plano de lo espiritual. Que se tradujera el suceso entero en una experiencia de vida, en una epifanía. Pero el trasfondo era maquiavélico. Lo que quería la aerolínea era edificar el plano espiritual por sobre el legal, para taparlo o dejarlo allí en el fondo: quería evitar demandas que se convirtieran —más allá de los gastos médicos de todos nosotros, que cubrieron sin chistar y con puntualidad— en indemnizaciones millonarias. Por supuesto que uno acepta, al abordar el avión y hacer uso del boleto, la posibilidad de morir en el trayecto sin que se pacte otra obligación por parte de la aerolínea —en caso de accidente— más allá que la de pagar un modesto funeral y una caja de roble y no de encino. Pero la verdad es que si uno le rasca podría demandar y hacerse más o menos rico al sobrevivir a un accidente de avión. Cuando los peritajes se llevan a cabo y se resuelve que, por ejemplo, el avión no cumplía su parte del contrato porque tenía vencido un término de mantenimiento o porque el aceite de uno de los motores no era lo suficientemente negro —o por algún otro detalle de ese tamaño—, el demandante lleva las de ganar. Pero el papeleo es largo, cansado, y uno se hace de múltiples enemigos, comenzando por una compañía centenaria y terminando por miembros pesados del gobierno que podrían hacerle la vida difícil a cualquiera. La cosa es sencilla: el avión se cae, sobrevives, te dan lo que consideran justo (que es lo mínimo indispensable para que tus finanzas estén igual que antes de que sucediera nada) y tú lo aceptas. En caso contrario un ejército de abogados comienza a hacer crujir el engranaje legal que ha permanecido quieto y amenazante durante semanas para machacar tu carne hasta el hueso. Tu alma también. Y la de tus familiares.
María parecía pensar profundamente aunque resultaba imposible saber con precisión en qué. Mirada lejana, boca cerrada. En cierta forma era como si estuviera sola en esa mesa. Aproveché para mirarla con fuerza y detalle. Me hubiera gustado hallar otra forma de encaminar la conversación, pero no lo logré. También podría mentir y decir que parecía interesada en mí. Pero no lo haré. Y no lo haré por dos razones: la primera, que trato de limitarme a la verdad y a la honestidad narrativa; la segunda, que ésta no es una historia ni de amor ni de enamoramiento: quizás todo lo contrario.
No era el momento para tener mi propia junta de autoayuda personalizada en esa mesa. Preguntarle sobre el accidente me dejó más dudas que respuestas. Se limitó a decirme que había resultado ilesa salvo por una fisura en una costilla flotante que sanaría en poco tiempo y que le generaba una molestia muy leve. Luego añadió una frase que no sólo no me hizo cambiar de perspectiva, sino que me ayudó a reafirmar la que había intuido desde antes: parece que el hecho de sobrevivir a un accidente de esta magnitud cubre tu persona con un halo de respeto que antes no tenías. Es verdad. Mucha gente ignora por completo quién eres, qué has hecho antes o a quiénes has amado y odiado. Sin embargo parece saber muy bien cómo te sientes. Cree que, por la dimensión del hecho, tu vida se ha reconfigurado necesariamente a partir de eso y que por esa razón sabe exactamente cómo te sientes. En realidad sólo entiende el hecho, no a ti. Como si pasaras de ser Marcial a ser un individuo de esa amalgama de vidas que trataban de unificar en un salón polvoriento de una clínica de segunda categoría. Eso parecía pensar, aunque quizás yo cometí el mismo error del que me estoy quejando ahora mismo al pensar que había comprendido aunque fuera una parte de su personalidad. En realidad no sabía más de María que lo que he contado en estas últimas páginas. Trato de seguir una cronología real porque es cierto que más adelante me volvería a encontrar con ella y, entonces, se soltaría a hablar y llegaríamos a simpatizarnos más.
Ése fue mi primer encuentro con ella. María Lombardi. Fue breve. Me sentí más cómodo compartiendo su silencio en la cafetería que compartiendo palabras con el grupo que había dejado abajo, en el salón, llorándose mutuamente. La semana que siguió a ésa, no obstante, volví al grupo. Quizás porque estaba en un momento solitario, sin pareja, con muy pocos amigos y en una mala temporada de mi negocio, que comenzaba a soltar gritos de auxilio. Quizás sólo por curiosidad o morbo. Pero antes de brincar al siguiente pedazo de historia, tengo que señalar algo que me llamó la atención: María, más allá de que no hizo muchas preguntas en ese primer encuentro, tampoco preguntó nada sobre el estado de mi pierna, sobre su ausencia, sobre mi rehabilitación o sobre cómo viví aquel día. Fue una de las primeras personas con las que me crucé que no lo hicieron. La segunda fue Martina.
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