Josemaría Camacho - Después de matar al oso pardo

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Después de matar al oso pardo: краткое содержание, описание и аннотация

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Por medio de una prosa cínica y desapegada, Después de matar al oso pardo relata la historia de Marcial, un superviviente de un accidente aéreo. Para Marcial no hay espacio para la gloria ni el fracaso. Su historia se desarrollará a partir de las reflexiones en torno al miedo, la muerte, la verdad y el heroísmo. A través de diferentes perspectivas narrativas, se entretejen reflexiones filosóficas desde la ciencia, la fe religiosa, el pensamiento mágico, la reencarnación y sobre el significado de haber sufrido un momento previo a la muerte y no haber muerto para, al final, remarcar que todos somos meras anécdotas. «Quienes han seguido la obra narrativa de Josemaría Camacho ya se han percatado de la atención que le dedica al punto de vista de quien narra una historia. Esta novela, como ocurrió con Interruptus (2016), da fe de ello: vuelven los mecanismos precisos que animan la voz del relato. Además, en Después de matar al oso pardo se impone una tarea: el desmenuzamiento paciente de la idea de la mortalidad. Esta novela revela a las situaciones límite como maestras crueles: ante ellas las ideas se vuelven no mejores, ni reconfortantes, pero claras». Guillermo Núñez Jáuregui

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La azafata me indicó que me tocaba en medio, a la altura de las alas, como si yo no pudiera leer los signos y los números de cada asiento. Sonreía falsamente y me daba la indicación de seguir por el pasillo con una actitud maternal. Su mirada ya buscaba el boleto del tipo que venía detrás de mí. La miré bien aprovechando la concentración con la que hacía su trabajo de acomodador de teatro: tenía un prendedor con la palabra Amelia y, debajo, debajo del saco y la blusa y un brasier encajado y de varilla, se adivinaban unos pechos grandes y macizos. Debía tener unos cuarenta y cinco años, caídos sin gravedad sobre las tetas y acumulados a un lado de los ojos en forma de pliegues, como anillos en el tronco de un árbol. Algo tengo con la figura de la azafata. Algo tenemos muchos. Pero no es sólo el uniforme, sino la autoridad y la actitud de cercanía alcanzable que proyectan, su amabilidad, el aroma de flores que despiden siempre sus cuellos y el de poliéster gastado y fibra sudada que despiden sus uniformes. En definitiva, la forma en que fingen que nada las sorprende, la forma en que desfilan por los pasillos, aguijoneadas de miradas que se clavan en sus curvas más cerradas, en sus vientres, en sus entrepiernas, y la heroicidad con la que se vuelven parte del avión, un robot, un fantasma que cruza cada tanto provocando escalofríos sin clavar la vista en ningún ojo.

Seguí mi camino hacia el 8D, junto a la ventana. Avión pequeño. Había perdido de vista la falda y las piernas de la sala de espera. Las dos primeras líneas de asientos estaban muy separadas entre sí: business class. Me pregunté quién sería el imbécil que pagaría más por viajar cincuenta minutos con las piernas estiradas. Alguien lo haría, por supuesto: el vuelo venía lleno. Imaginé el momento en el que un hombre subiría al final, con un traje ajustado, y se sentaría en esas primeras filas con aire de suficiencia. Estiraría la mano para que Amelia le retirara el saco. Por eso pagaba, por el protagonismo, y no tanto por estirar las piernas. ¿Cuánto más cuestan esos asientos? Esa información no forma parte de la lista de cosas que descubrí después.

Llegué a mi lugar junto a la ventanilla. Los motores en estos aviones no penden de las alas, sino que están montados en la parte de atrás, debajo de los estabilizadores horizontales (esas pequeñas alas de la parte posterior). Desde mi lugar en la ventanilla derecha sólo veía pavimento y ala: sobre los flaps pintado un letrero que decía no pisar. Había un aroma a chicharrón de cerdo o a fritura de maíz. El asiento estaba lleno de un polvillo blanco, azúcar quizá, y la revista estaba hecha bolas en el bolsillo del asiento delantero. Mis rodillas tocaban el respaldo de plástico de enfrente. Mido 1.73, no soy muy largo. Estos aviones son más incómodos que los vagones viejos del metro.

Justo a la altura de la fila de asientos que quedaba frente a mí se colocó Amelia. Inmune a mis miradas hizo la pantomima de los chalecos salvavidas a pesar de que volaríamos siempre sobre tierra firme. Podríamos accidentarnos justo encima de una presa o de un lago. Despegamos después de las indicaciones. Traté de dormir pero nunca he podido hacerlo en los aviones. Nunca más podré.

Un ruido como de bultos cayendo sobre el suelo fue el presagio, aunque entonces nadie sospechaba nada aún. La mayor parte de los pasajeros permaneció dormitando. Una mujer rubia de la fila 4 giró el cuello tratando de encontrar la causa del ruido en alguien abriendo un maletero, pero no la encontró. Se notaba nerviosa. Al frente, hasta delante, vi al hombre de traje ajustado que había imaginado. Llevaba el pelo corto, enrulado, peinado con gel como si no fueran las seis de la mañana. Se levantó para ir al baño. Echó una mirada atrás buscando a su vez miradas que atestiguaran el triunfo que significa viajar en el frente de un avión, aunque ese avión sea de una aerolínea de bajo costo y se dirija a Veracruz. Entonces la cosa comenzó a suceder. El aire se ralentizó, se hizo espeso. Se inundó la cabina con una niebla invisible penetrada por los focos indicativos que se encendieron a continuación.

El mismo sonido de alerta, tranquilo y dulce, con un eco sensual, sonó dos veces. La primera acompañó el símbolo de abrocharse los cinturones; la segunda era un llamado a la azafata en jefe para que fuera de inmediato a la cabina. Amelia estaba a la mitad del pasillo, a la altura de la fila 11 o 12. Caminó a paso firme hasta la estación frontal y descolgó la bocina. Su rostro se endureció un poco, según alcancé a ver desde la distancia. No sonreía. El ruido de bultos sueltos volvió, esta vez más fuerte y por partida triple. Pasábamos la media hora de vuelo. Aparentemente íbamos unos minutos por delante de lo proyectado. El último golpe de esa serie de tres sonó más metálico, sin alfombrar. En este momento ya había comenzado el infortunio, aunque no habíamos recibido instrucción alguna. Las cosas inusuales seguían siendo mucho menos numerosas que las normales. Me refiero a que el avión seguía su curso, el sonido, salvo por los golpes referidos, era normal: turbina, seseo apaciguado, aire acondicionado. Supongo que los pasajeros asustados, en ese momento, éramos muy pocos. El hombre de traje seguía en el baño, la mayoría seguía dormida. Lo raro, en realidad, era sólo el rostro de Amelia y la llamada desde cabina justo después del símbolo de ajustar cinturones. Que el avión siguiera su marcha —y la vida y el mundo— no garantizaba que las cosas fueran bien. La estabilidad nunca garantiza nada. Uno de los motores había fallado, suficiente como para que el vuelo rutinario y provincial comenzara a escribir noticias en el mundo. Pero eso aún no lo sabíamos. Sólo los tres de cabina y, quizás, Amelia. El devenir atroz es, sin embargo, una demoledora. Siempre viene, siempre. Algo terrible está por suceder en cualquier lugar a cada momento, no hay escapatoria. Visto con perspectiva, lo raro es lo más común del mundo. La tragedia está delante o abajo o encima de nosotros, de cada uno, a cada minuto. Elegimos no verla, pero esa decisión no la dispersa ni la hace menos real. Comencé a sudar. Mis manos primero, el cuello después. La frente.

Probablemente fui uno de los primeros que pensó que moriría esa mañana.

Amelia fue al fondo y volvió corriendo al frente. Tenía un estuche en la mano. Las otras dos sobrecargos se amarraron a sus asientos. Yo giraba el cuello para mirar hacia el frente y hacia atrás, como imbécil. Se escuchó un ruido viciado, el de un micrófono cerca de una bocina. La voz de Amelia ya no era dulce. Dijo «su atención, por favor» y conjuró dos eventos insospechados que sucedieron a la par: un bajón del avión como atravesando una bolsa de aire, sea lo que eso signifique, y la caída de las máscaras de oxígeno. El escándalo en cuarta dimensión me retumbó en el fondo del estómago como estoy seguro de que sucedió con cada uno de los pasajeros. Crac, sonó, y máscaras color amarillo cayeron de golpe rebotando en ángulo quebrado, a la par, siguiendo una macabra coreografía. Todos despertaron de golpe, incluso los que veníamos ya despiertos.

El micrófono de Amelia estaba abierto. Los manotazos a las mascarillas comenzaron. Teníamos el pecho helado. El hombre sentado a un lado de mí quiso agarrar el descansabrazos y me tomó la mano. La mujer de mi fila, pero del otro lado del pasillo, recogió los pies y los escondió en tensión debajo de su asiento, como si estuviera dispuesta a saltar de un trampolín. En ese pequeño momento, uno o dos segundos, el miedo no había terminado de apoderarse de nadie. Esperábamos una indicación menor: despresurización, mascarillas como medida muy preliminar de seguridad, mal tiempo, qué sé yo. Buscamos tranquilidad en la mirada de otro pero no la encontramos. Al contrario, en cada contacto visual, cada vez que se cruzaban dos miradas, había chispas: una mirada espoleaba el terror en la otra. Un minúsculo relámpago atravesaba la cabina, de adelante atrás, de un lado a otro. El fuego eléctrico se atizaba a sí mismo, el miedo explotaba en truenos torácicos, detrás de los ojos. Éramos partículas inquietas revolviéndonos unas a otras, alejándonos dramáticamente de la quietud a cada interacción. El miedo se contagia convertido en pavor, en pánico, en muerte. Y la muerte es una cabrona. Rondaba los pasillos, pero el avión seguía volando recto, no parecía que hubiera ninguna falla desastrosa. Afuera había humo, quizá, saliendo de la cola del avión, hacia atrás. Pero dentro nada. Siempre imaginamos los avionazos como eventos instantáneos, explosiones, caídas a pique, desesperación inmediata. No, la muerte empieza a envolver el avión en un manto frío con una lentitud desesperante aunque inexorable. Yo pensé en el hombre de los rulos cortos con gel dentro del baño. Estará preocupado de no haberse meado el pantalón en ese ríspido atravesar de bolsa de aire, pensé, estará sentado en el piso, pataleando y resbalando los mocasines en su propia orina, intentando a la par incorporarse y cerrar el esfínter. El hecho de que siguiera en el baño me hacía sentir, sin explicación racional alguna, un hilo de esperanza. Hay alguien en el baño que no ha visto caer las mascarillas de oxígeno, el avión sigue en posición horizontal —aunque se escuche un ruido extraño de metal retorciéndose de a poco, aunque el motor suene acelerado y exhausto—, por lo tanto, todo está bien, o no tan mal. Busqué la mirada de Amelia. Muchos pasajeros asomaron por encima del elástico de las máscaras que bailaban haciendo ochos frente a sus rostros. Buscaban lo que siempre buscamos en un vuelo: la sonrisa tranquilizadora de la azafata. Amelia no sonreía, las otras dos estaban sujetas a sus asientos en la parte posterior de la nave. Por fuera el cielo ya era del azul del mediodía, diáfano y profundo a la vez, aunque aún fuera tan temprano. De no haber sido por las máscaras, una fotografía de ese momento podría haber pasado por recuerdo del verano, de la tranquilidad de unas vacaciones en la playa. Habían transcurrido apenas unos segundos. Jalé la mascarilla. Amelia tomó aire y espetó un tranquilos tan falso que pudo haber sido un jálense los pelos, estamos por morir y habríamos entendido lo mismo. Su expresión facial era realmente el lenguaje, no la voz articulada. Colóquense las mascarillas y jálenlas para recibir oxígeno. Hay problemas con un motor y aterrizaremos de emergencia en unos segundos. Ajusten sus cinturones y colóquense en posición de choque.

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