Josemaría Camacho - Después de matar al oso pardo

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Después de matar al oso pardo: краткое содержание, описание и аннотация

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Por medio de una prosa cínica y desapegada, Después de matar al oso pardo relata la historia de Marcial, un superviviente de un accidente aéreo. Para Marcial no hay espacio para la gloria ni el fracaso. Su historia se desarrollará a partir de las reflexiones en torno al miedo, la muerte, la verdad y el heroísmo. A través de diferentes perspectivas narrativas, se entretejen reflexiones filosóficas desde la ciencia, la fe religiosa, el pensamiento mágico, la reencarnación y sobre el significado de haber sufrido un momento previo a la muerte y no haber muerto para, al final, remarcar que todos somos meras anécdotas. «Quienes han seguido la obra narrativa de Josemaría Camacho ya se han percatado de la atención que le dedica al punto de vista de quien narra una historia. Esta novela, como ocurrió con Interruptus (2016), da fe de ello: vuelven los mecanismos precisos que animan la voz del relato. Además, en Después de matar al oso pardo se impone una tarea: el desmenuzamiento paciente de la idea de la mortalidad. Esta novela revela a las situaciones límite como maestras crueles: ante ellas las ideas se vuelven no mejores, ni reconfortantes, pero claras». Guillermo Núñez Jáuregui

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En la escuela de azafatas está desterrada la palabra choque. Confinado aún más lejos, encerrado en un calabozo quizá, el término posición de choque. Es preferible usar palabras como alerta, protocolo de seguridad o posición preventiva. Pero el pánico y la responsabilidad, cuando se encuentran, tienen sus propias reglas. No era prevención, no había que estar alertas: había que prepararse para chocar a cientos de kilómetros por hora.

Puse las manos juntas sobre el respaldo del asiento delante de mí. Pegué la frente al cruce de mis dedos y miré la alfombra con intensidad. Ya el ambiente eran gritos y el incesante repique de la llamada de cabina, como una alarma. Lo que se estaría escuchando dentro de la cabina de pilotos… El hombre junto a mí no puso las manos al frente, prefirió arrugarse los pantalones a la altura del muslo. Más a mi izquierda la mujer junto al pasillo lloraba copiosamente. Una burbuja le salió de la nariz, no había cabida para el mínimo pudor. Miré sus pies apretados dentro de sus zapatos, las venas saltadas como cañería antigua. Envejecimos mucho durante esos segundos. La esperanza había quedado muy atrás, kilómetros quizá, flotando en un aire helado. No se sentía aún la nariz del avión muy inclinada hacia abajo, no nos jalaba hacia atrás ninguna fuerza, pero el estómago trepado era el claro indicador de un descenso muy pronunciado. La presión que siempre tira de la piel del vientre hacia delante, ahora se sentía en la espalda, como si nos estuviéramos volteando hacia fuera. Caer, lo digo ahora a toro pasado, a avión caído, se siente muy parecido a volar. Sí, estoy haciendo trampa, es una frase que pensé mucho después, una metáfora que podría usarse como máxima de vida, como aforismo ingenioso de libro de apoyo. En ese momento sólo veía la alfombra plana, despeluzada, mis propios zapatos y el hilo de baba y moco de la mujer del asiento después del pasillo. No había poesía. Asomé por debajo de mi propio brazo para mirarla mejor. Su cabeza estaba demasiado gacha, yo jamás llegaría a acercarla tanto a mis rodillas. Estaba aterrada, como yo, pero con el rostro en consecuencia. Miró de lado, luego giró el rostro y me miró a los ojos. Podría decir que ése fue el momento en que perdí el último calor, aunque hubo un puente formado de aire amontonado, un instante de suspensión del miedo. Sus ojos, verdes y hendidos en sus cuencas, escondidos, variaron el foco, atravesaron la profunda capa de lágrimas y me vieron. En cualquier otra circunstancia esa mirada habría sido una sonrisa. No era una sonrisa, sino una despedida, quizá, o un imperio que se extingue.

Esos tres minutos fueron pura improvisación, nos entregamos al desatavío, comprendimos que la historia de la humanidad es una pizca de luz, es la historia del fuego cambiando de manos, consumiendo al tacto, transformando en humo y memoria cualquier proyecto, cualquier intento. Seres primitivos cayendo. A quién le importa. Abajo, en Puebla, hombres y mujeres caminaban por los pasillos de sus oficinas y platicaban tomando agua en pequeños conos de papel. Alguien miraría hacia arriba desde la ventana de su oficina triste y vería una estela de humo. Eso éramos. Humo. En este avión que caía se podría haber caminado también, la burbuja inmersa en el fuselaje, los gritos y las máscaras, la mía, que me marcaba alrededor de la nariz y me lastimaba la barbilla, caían a la misma velocidad que el avión. Fuimos conscientes, me parece, de la totalidad y de la parte, del consciente y del subconsciente, de la futilidad y de la eternidad. Tres minutos son una filosofía entera desarrollada en sinapsis inauditas que no hubieran encontrado el terreno propicio para dispararse en otra latitud, en otro momento de la historia. Sócrates y Kant y Popper caían con nosotros. La historia de la literatura y el Siglo de Oro español caía. Y Shakespeare. Egipto, Roma, Inglaterra. Todos los reyes y los guerreros. Atila, Gengis Kan, Moctezuma y Bolívar. La membrana celular y las fases de la mitosis, las tablas de multiplicar, el álgebra avanzado. El hombre en la Luna. Y el hombre. Y la Luna. Caíamos. En ese momento las cosas encajaban, las piernas de la sala de espera apretujadas en esa breve falda verde, los senos de Amelia y su brasier haciendo la última marca muy debajo del pezón, en curva, en trabajo de cercenaje lento y perpetuo. Caía el mundo con nosotros. Chocaría contra el suelo de sí mismo, implotarían la percepción y la magia, las sensaciones y los cuerpos. ¿A dónde iría esa energía gastada y recuperada? ¿Quedaría embarrada junto con nuestros abdómenes entre las plantas y los hongos que crecen cerca del Pico de Orizaba? Que así es la forma en que las cosas desaparecen, detrás y delante de los párpados. Tres minutos eran mucho tiempo, un suplicio, la pasión de Cristo y de los mártires, una vida entera, cincuenta y seis vidas arrancadas con espátula de alguna piedra, desgarradas por un árbol, llenando libros de registro —nombre, año de nacimiento, guión, 2019—, cortadas por una lámina en la que aún se alcanzará a leer, mucho tiempo después, no pisar.

Se acercaba el golpe. Del baño salió el hombre, tambaleante, y se apresuró a su asiento business class. Se amarró y se puso en posición. Caminando en un avión que cae. Amelia también se amarró y cerró los ojos, se apretó las orejas como tratando de evitar que la muerte entrara por ahí, agujeros sin párpados. Apretó también las piernas, en consecuencia. Los ruidos se hicieron agudos. No podría explicar satisfactoriamente la sensación. No parecía que estuviéramos volando, ni hacia arriba ni hacia abajo. Nadie hubiera creído que ese avión se estaba deslizando en cosa tan etérea como aire. Parecía arrastrado sobre grava, sobre piedra volcánica. El roce o el crujir del motor o de las manos de la muerte que abrazaban la nave, quizá sus uñas, rasgaban la cabina y las fibras musculosas más externas de los corazones. Se escuchó abrirse el micrófono, ese otro aire que sale de los parlantes, alarmas sofocadas y gritos dando órdenes al fondo. La voz de alguno de los pilotos, el tercero quizá, dijo: impacto en quince segundos, Dios nos ayude.

Dios nos ayude significa: nosotros ya no podemos hacer nada.

Justo antes del impacto hubo un silencio relativo. Las voces cesaron. Emergió el sonido de una grande y frenética bocanada colectiva. Aguantamos la respiración como los niños que brincan al agua desde la orilla de la alberca: imagino que varios inflamos los cachetes. Y vino entonces el primer golpe. Fuerte, muy fuerte, pero no tanto que nos hiciera polvo. Sentí una súbita presión por debajo de la barbilla, en el cuello, que atravesó hasta la parte occipital y me comenzó a arder la lengua. Algo colapsó. Por lo menos me rompí dos dientes. Tenía los ojos cerrados, no vi nada ni a nadie pero sentí de pronto un viento frío en la frente, como si tuviera el rostro mojado, y pensé que podría estar cubierto de sangre. El avión se había partido por la mitad, estábamos deslizándonos sin gracia por la tierra y el pasto seco a gran velocidad. Golpes, más, muchos. El avión no giró. La nariz se me incrustó en el rostro y por un momento pensé que había quedado ciego. Esperé el golpe final, resignado. El golpe que me llevaría en un instante al silencio absoluto y a ese otro caer en un abismo negro, que es como imagino la muerte. Apreté con las manos la cabeza esperando que una guillotina de acero sucio me cortara la punta, me dejara al descubierto los sesos. Algo me oprimía la pierna, ya no estaba echado hacia delante, sino rebotando la frente contra el plástico del asiento delantero. Lo abracé. Estaba sentado en posición recta. Me había explotado el rostro, lo sentía, pero no parecía haber perdido la conciencia. Me ahogaba y lloraba, me ardían los ojos. La pierna también me había estallado, la sentí helada y también sentí que el aire golpeaba la parte de adentro, debajo de la piel, el músculo o el hueso. Después la vibración fue haciéndose cada vez más leve, más. Y escuché el viento.

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