Esta es una condición emocional estrechamente ligada a la ansiedad y al temor. Es el peso excesivo en las obligaciones cotidianas, que debilita la salud y roba la paz del corazón. Es como tensar demasiado la cuerda de la vida, por causa del trajín intenso de cada jornada. Es el temor de no poder seguir soportando tanta presión emocional…
Desde luego, el estrés moderado es saludable, cuando estimula y aumenta el vigor para la prosecución de nuestros trabajos, estudios e ideales. Pero cuando el estrés deteriora nuestra tranquilidad interior, se impone el descanso físico y el control de la mente. Esto no es fácil, sobre todo cuando hay demasiados deberes que atender. Pero aun no siendo fácil, es posible. A menudo, se trata de ordenar las obligaciones, priorizar los trabajos y cumplir los horarios.
Vida ordenada
En su libro Cómo suprimir las preocupaciones, Dale Carnegie cuenta el caso de un empresario agobiado por su estrés laboral, quien fue a consultar al destacado psiquiatra Guillermo Sadler. Y mientras hablaba de su problema con el médico, en los primeros diez minutos este recibió tres llamados telefónicos, a los cuales atendió hasta dar solución a los problemas que le presentaban otros pacientes.
Al terminar la tercera conversación telefónica, el paciente dijo: “Doctor, en estos diez minutos creo que he adivinado lo que anda mal en mi vida. El dar por terminado cada asunto que se presenta, como lo he visto en usted, y el tener ordenado el escritorio, es lo que yo necesito aprender”.
A las seis semanas, el mismo paciente volvió a ver al Dr. Sadler, y le dijo: “Antes tenía tres mesas de trabajo en dos oficinas diferentes, y siempre estaba sobrecargado de tareas. Ordené todas mis cosas, y ahora tengo una sola mesa. Además, arreglo los asuntos ni bien se me presentan; y lo maravilloso es que no observo la menor falla en mi salud”. El ordenamiento laboral salvó la salud del hombre estresado, y le devolvió su bienestar emocional.
Alma agobiada por tu estrés, cansada por tus muchos trabajos, dominada por tus ambiciones, y temerosa de no recuperar tus fuerzas, haz una pausa en tu camino si quieres gozar de salud física y paz espiritual. No te excedas en tu trabajo, ni te consumas corriendo todo el día. Comparte tus cargas con tu familia. Recuerda que tu vida vale mucho más que cualquier mala sangre que te hagas, o que cualquier dinero que puedas ganar en tu profesión. Ordena tus actividades de la mejor forma posible, para ahorrar esfuerzos innecesarios. ¡Esto te resultará altamente beneficioso!
Y sobre todo, acepta la invitación del divino Maestro, quien dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso… Hallaréis descanso para vuestras almas” (S. Mateo 11:28,29). Junto al Señor de la vida tenemos descanso, sosiego, calma interior y fortaleza espiritual ¿Y no es esto acaso lo que más necesita el alma turbada por el temor, o tensionada por el estrés? Por lo tanto, ¡ve al Señor confiadamente, y él aliviará tus cargas y fatigas!
La angustia es la impotencia y la desesperación frente a una situación problemática que no se sabe cómo resolver. Es el temor que espanta ante un grave peligro o una amenaza de muerte. Es el dolor profundo del alma que busca un poco de paz espiritual. O es también la orfandad interior, que sobreviene por la pérdida de un ser amado.
¿Te ha tocado alguna vez sufrir estas formas de angustia? En tal caso, ¿cómo superaste tu dolor? ¿Seguiste algún consejo o alguna terapia en particular? Si ahora mismo estuvieras padeciendo algún grado de esta zozobra en tu ánimo, te ofrezco este ejemplo alentador:
B. Whitelock, embajador inglés en La Haya, debía realizar una delicada tarea diplomática, en la que estaba en juego el prestigio de su país. Un desacierto en la argumentación, o una falta de prudencia en su comportamiento, podría comprometer seriamente a su gobierno. Así que la noche anterior a su importante entrevista le fue muy difícil conciliar el sueño.
Y mientras el diplomático se movía nerviosamente en su cama, su asistente entró en la habitación para preguntarle cómo se sentía. Y el angustiado embajador le comentó cuán difícil se presentaba el horizonte. Entonces el asistente le dijo:
–Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
–¡Claro que sí!
–¿No gobernaba Dios en el mundo antes de que usted naciera?
–¡Indudablemente! –respondió el embajador.
–¿Y no gobernará Dios bien el mundo cuando usted parta de él? –volvió a preguntar el asistente.
–Así lo espero –fue la respuesta.
–Entonces –terminó diciendo el asistente–, ¿no puede usted confiar en que Dios gobernará bien el mundo mientras usted viva en él?
Tras estas palabras, el diplomático se dio vuelta en su cama, y en seguida se quedó dormido. Desapareció así la angustia que lo desvelaba. El asistente le hizo ver que no había razón para perder el sueño, y que por encima de los problemas humanos siempre hay un Dios que rige sobre los acontecimientos de la vida, y de cuya providencia podemos depender cada día.
Sí, hay momentos cuando es imposible evitar la angustia. Pero cuando la angustia nos duele y nos atemoriza, es sabio recordar que podemos acudir a Dios en busca de ayuda. Así lo reconoció el rey David, cuando le dijo a Dios: “Tú eres mi refugio, me guardarás de angustia, con cantos de liberación me rodearás” (Salmo 32:7). Y más tarde escribió: “Este pobre clamó, y el Señor lo oyó, y lo libró de todas sus angustias” (34:6).
Nuestro Padre celestial es el vencedor sobre todas nuestras angustias y aflicciones. Ante los peligros y los miedos de la vida, él nos da paz y protección. Así que nunca desesperemos, pensando que nos puede ocurrir lo peor. Más bien, digámosle a Dios con fe: “Tú eres mi refugio y mi fortaleza, mi Dios en quien confío” (91:2). ¡Él es nuestra salida para todas nuestras angustias!
Aquí estamos en presencia de otra cara del temor. Los sustos son inevitables, y dependen mayormente de factores externos a nosotros mismos. Un susto es una impresión repentina y pasajera de miedo. O dicho más claramente, es un temor repentino, imprevisto, intenso y fugaz.
1) Es repentino porque se manifiesta súbitamente. No se elabora ni se gesta con el tiempo. Aparece en el momento menos pensado, y por los motivos más extraños: desde una laucha en el dormitorio o una gran araña sobre la cama, hasta un choque vehicular que sucede a nuestro lado.
2) Es imprevisto, porque no se lo puede anticipar. Nadie puede imaginar que a cierta hora del día o de la noche padecerá de algún susto. Y aunque alguien afirme: “No gano para sustos”, con eso no podrá decir que necesariamente sabe que hoy sufrirá algún susto perturbador. Y esa imprevisibilidad es una ventaja, porque nos libra de cualquier morboso presentimiento o premonición.
3) El susto también es intenso, por lo menos casi siempre. Algunos hasta se han muerto debido a la intensidad de un susto. Por eso, quien piense que es una “gracia” o “una broma ingeniosa” asustar a un compañero, piense más bien que se trata de una broma de mal gusto, o de una burla sin sentido. A menudo, un susto corta el aliento y hasta oprime el corazón. ¿Por qué entonces provocar intencionalmente estos efectos en perjuicio del prójimo?
4) Por fin, todo susto es fugaz o pasajero. No suele durar más que un instante de variada extensión. No obstante, es como la breve descarga eléctrica, capaz de dañar y de matar. Por cierto, la persona asustadiza retiene por más tiempo el efecto del susto; y además es proclive a padecerlo con mayor frecuencia y por una causa más leve.
Читать дальше