Siempre lo mismo, cada día: por la noche a pescar, de mañana al mercado, después a repasar las redes, y más tarde a intentar dormir… para volver a empezar al anochecer. Y así un día tras otro, siempre igual. Como si su vida estuviera atrapada en redes aun más enmarañadas que las que tiene en las manos.
—Si al menos pudiéramos comprar mallas nuevas no tendríamos que pasar tanto tiempo cada día remendando estas, tan gastadas y rotas. Pero los tiempos son malos y los préstamos difíciles de pagar…
Simón permanece inmóvil, con la mirada perdida en el horizonte. Los destellos del sol sobre las aguas le obligan a entornar sus ojos soñadores. Él no quisiera ser un simple pescador toda la vida, atado a una vieja barca y a unas frágiles redes. Sobre todo, ahora que se ha casado y tiene que mantener a su mujer y a su suegra.
Ser pescador en Capernaúm es condenarse a una monótona sucesión de noches faenando y de días pugnando con el fugitivo sueño. Es seguir enredado en una lucha sin futuro contra la miseria. Nada que pueda satisfacer los deseos de un corazón como el suyo, sediento de aventuras y, por qué no, de grandezas.
Simón sueña, al igual que algunos de sus compañeros, con salir de allí y llenar con algo grande su vacío interior. Pero el único aliciente de cada jornada es la incierta captura con que llenar los cestos que lleva cada mañana su mujer al mercado. Unos días más, otros menos, pero siempre la misma rutina.
Excepto hoy, que el maestro al que sigue su hermano Andrés se ha acercado hasta él y le ha pedido prestada su barca. Quería hablar con más detenimiento a un grupo de seguidores, que beben sus palabras y que no le dejan salir del embarcadero. La fama del galileo no ha cesado de extenderse por la región, y una multitud variopinta quiere escuchar en persona al hombre del que se cuentan cosas increíbles.
Porque las palabras del maestro tienen tal encanto que atrapan como redes.
Allí siguen todavía muchos, incapaces de despedirse, mientras los niños chapotean entre risas y juegos por la playa.
Apoyado en la barca, con los pies descalzos metidos en el agua, este hombre incansable atiende, acogedor y paciente, a las gentes que se agolpan en torno suyo anhelando palabras de vida. Y de vez en cuando, alargando su mano a la superficie del agua, salpica a los pequeños que corretean provocándole, sin importarle que se le moje el borde del manto.
De vuelta a su tarea, la atención de Simón regresa a los enredos de sus nudos.
El pescador sigue a la espera de un acontecimiento decisivo que lo desligue de sus ataduras y transforme su monótona existencia en una aventura emocionante. Algo similar a lo que su hermano cree haber encontrado siguiendo al nuevo maestro, ese rabí de cuyo encanto no consigue escapar.
Fuera de eso nada parece cambia en su dura vida. Al puerto de Capernaúm, en este pequeño lago interior, jamás llegarán barcos mercantes de lejanas tierras, por donde Simón, que nunca ha podido salir de aquellos contornos, le gustaría viajar.
El ejército, quizás. Los romanos siguen reclutando soldados para expediciones de conquista en regiones remotas. Quién sabe si gracias a Roma podría alcanzar un poco de gloria, y su nombre quedaría inmortalizado para siempre en la historia del mundo. Pero ahora que está casado, eso le suena demasiado irreal, y esas quimeras se esfuman pronto de su mente, borradas como huellas en la arena, lavadas por las olas que incesantemente vienen a deshacerse a sus pies.
Su pecho, curtido por el agua y el sol, se levanta lentamente en un suspiro de nostalgia, y vuelve a hundirse despacio, vencido e impotente, cual torrente de energía contenida, que no encuentra —y teme no encontrar nunca— un cauce por donde valga la pena desbordarse.
Sentado sobre la arena, Simón sigue arreglando las redes, mientras el sol resbala sobre su piel morena y dibuja huidizas formas sobre el movimiento rítmico de sus robustos brazos. Sus pensamientos vagan sin orden ni concierto, estrellándose contra los muros invisibles de la prisión de su realidad: condenado a ser pescador toda la vida, pendiente cada día de un cesto de peces. Su futuro se vislumbra a la vez tan predecible e incierto como las olas sobre las que arriesga cada noche la vida para arrancarle al mar su mísero sustento.3
Pero así viven los escasos habitantes de ese barrio pesquero: él, su hermano, sus padres, Zebedeo y sus hijos, sus amigos... Simón habla a veces con ellos del aguijón punzante de su descontento y de sus locas ansias de superación. Sus amigos lo secundan, pero la carga misma del trabajo les impide dar alas a sus sueños, y se dejan llevar por la rutina sin pensar en otra cosa que en el pan de cada día, que hay que salir a buscar a todo trance sobre las olas de este modesto lago.
Esa misma noche ya estaban los barcos faenando cuando salió la luna, en un creciente exiguo que apenas conseguía hacer visibles las siluetas de las naves sobre las olas. Simón había esperado el momento oportuno para lanzar la red. A la señal convenida, en silencio, se puso a proceder como de costumbre: soltar las amarras y dejar caer lentamente, sin ruido, los plomos por el costado de la nave que las sombras dejaban oculto.
De las otras barcas le llegaba el ahogado rumor de la misma maniobra, como cada noche. Después venía el trabajo más delicado de izar rápidamente las mallas antes de que escaparan los peces. De la rapidez y pericia de esa maniobra dependía en gran medida la captura. Simón era un diestro pescador que conocía su oficio mejor que muchos.
Cuando percibió la señal de aparentes tirones, de un golpe brusco levantó la red. Pero estaba vacía. Había que intentarlo de nuevo, dejando caer otra vez la malla sobre el costado del barco. El pescador frustrado repitió sin fruto esta operación varias veces, a lo largo de toda la noche.
Simón estaba agotado. Le hacían daño las articulaciones de los brazos, y ese dolor de espalda volvía a aparecer. En sus labios resecos le quemaba el sabor amargo de la derrota.
El viento fresco de la madrugada hacía estremecer su cuerpo sudoroso, acusando el cansancio y la rabia del fracaso. En un último intento, volvió a tirar de los aparejos. Esta vez ofrecían resistencia. Sus ojos desorbitados se abrieron aún más para ver emerger a la superficie los plateados reflejos de la ansiada captura. Pero un rasguño sordo abrió un boquete en la malla, y esta apareció vacía y rota, desgarrada tal vez por el mástil de un viejo navío hundido.
La pesca, hasta ahora infructuosa, ahora se había vuelto imposible.
La exigua luna había desaparecido. Amparado por la oscuridad, Simón se dejó caer sobre las mojadas redes, y no pudo contener unas lágrimas de rabia. Se juró a sí mismo que, si pudiera, dejaría la pesca.
Empezaba a amanecer y al resplandor de la aurora, los pescadores regresaron, silenciosos y taciturnos, al embarcadero.
Junto a su hermano y unos amigos, se había quedado a reparar las redes, procurando retardar el momento terrible de volver a casa con los cestos vacíos, sin pesca y sin ganas de nada.
Y fue entonces cuando llegó el maestro.
A aquella playa no solían venir extranjeros tan temprano, pero Andrés y Juan lo reconocieron en el acto y corrieron a su encuentro. Simón, cohibido, se quedó mirando intrigado a aquel singular rabí que, unos días atrás, se había atrevido a jugar con su nombre…
—Vaya, te llamas Simón Bar Jonás —le había dicho—. Suena bien eso de «obediente hijo de la paloma», o lo de «fiel seguidor de Jonás». Espero que seas menos pesimista que el viejo profeta… Yo te veo más duro que dócil. Te cuadraría mejor llamarte Kepa,4 digamos, Pedro: ¿Qué te parece lo de «guijarro de playa»?
El pescador, desconcertado, no había sabido qué responder. Porque en realidad así es como él se veía a sí mismo, como un guijarro de playa, desgastado por la rutina, incapaz de moverse de la orilla por sí solo. Su hermano le explicó más tarde que el nuevo maestro se atrevía a cambiar nombres porque estaba empeñado en transformar vidas.5
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