Colección: Semillas de Esperanza
Título: Encuentros decisivos
Autor: Roberto Badenas
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Todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera 95®
© Sociedades Bíblicas Unidas, 1995.
ISBN: 978-84-7208-851-1
Índice
Introducción 7
Preambulo: La tentación 11
1. La cita 25
2. La invitación 37
3. El llamamiento 51
4. La boda 61
5. El desencuentro 75
6. La curación 87
7. El abrazo 99
8. El perdón 109
9. El contacto 119
10. La mirada 129
11. La liberación 145
12. La tormenta 159
13. La tumba 169
14. La cena 179
15. La huída 191
16. El beso 199
17. El sueño 209
18. La compasión 219
19. La promesa 227
20. La reconciliación 241
21. Epílogo: La despedida 255
Roberto Badenas
es doctor en Teología por la Universidad Andrews (Míchigan, EE. UU.),
especialista en Filología bíblica
y profesor de Nuevo Testamento.
De 1990 a 1999 fue decano de la Facultad Adventista de Teología de Francia (Collonges-sous-Salève).
Actualmente preside la Comisión de Investigación Bíblica (Berna, Suiza).
Con anterioridad a este trabajo,
el profesor Badenas publicó, entre otros textos, una tesis sobre la relación entre Cristo y la Ley (Christ the End of the Law. Romans 10: 4 in Pauline Perspective, JSOT Press, Universidad de Sheffield, 1985).
Su libro Más allá de la Ley forma asimismo parte de la serie Semillas de Esperanza,
y es autor igualmente de Para conocer
al Maestro en sus parábolas y Frente al dolor. Su obra más conocida sigue siendo Encuentros, que hasta la fecha ha sido traducida y editada en inglés, francés, alemán, italiano, portugués y rumano.
Introducción
Se ha dicho que «toda decisión importante en la vida, todo gran amor, nace de un gran encuentro».1 En efecto, gran parte de lo que llegamos a ser se lo debemos a otros. A lo largo de la existencia nos vamos formando, nos construimos y nos destruimos, de encuentro en encuentro. Fortuitos, esperados o temidos, banales o extraordinarios, nuestros encuentros nos marcan. Algunos de modo decisivo.
Desorientados en nuestra búsqueda, atrapados en las redes de nuestras propias rutinas, o sorprendidos por la tormenta, en las más inesperadas ocasiones de la vida, a la vuelta de una esquina, frente a un accidente, ante una tumba abierta, un encuentro, una idea, una palabra, una mirada, un gesto, un abrazo, un beso ¿quién sabe…? decide nuestro destino.
En un momento dado la gracia divina irrumpe también en nuestra vida. Puede suceder al azar de las circunstancias o llegar al final de una larga espera: como un flechazo o como una amistad. Y ese encuentro se convierte en la encrucijada de nuestra historia más personal, más profunda. Las consecuencias, a menudo irreversibles, pueden ser eternas.
Contrariamente a lo que algunos creen, salvo raras excepciones, esos encuentros no suelen presentarse como intervenciones sobrenaturales irrefutables. Lo más frecuente es que pasen sin que nos demos cuenta: algo nos ocurre que nos interpela y hace cambiar el rumbo de nuestra existencia. Puede incluso que el encuentro sea tan sutil que pase desapercibido y prosigamos nuestra vida como si nada hubiese ocurrido. Sin embargo, el maravilloso milagro de la memoria espera cuanto sea necesario, agazapado en nuestro interior con paciencia divina. Llega un día, al cabo del tiempo, cuando sin saber cómo las partes del rompecabezas se colocan en su sitio y vemos nítidamente una imagen que se impone como una revelación. Puede que falten piezas, pero ya podemos reconocer el mensaje. Entonces rescatamos de nuestros recuerdos aquello ante lo que en su día pasamos de largo. Y caemos en la cuenta de que en algún momento la Providencia se puso a nuestro alcance. Ese extraño misterio cobra sentido y nuestro contacto con Dios empieza a florecer. Sin darnos cuenta estamos viviendo, a nivel espiritual, «la experiencia intransferible del encuentro».2
En las páginas que siguen intento, simplemente, compartir reflexiones suscitadas por algunos momentos decisivos de la vida de hombres y mujeres, no muy diferentes de nosotros, que cambiaron su destino al contacto con Jesús. Este ejercicio de reflexión e imaginación ya lo exploré con inesperado éxito en mi libro Encuentros. Desde que salió a la luz, hace ya años, muchos lectores me han pedido que publique más «encuentros». Debido a mi trabajo y a los avatares de la vida, con sus urgencias y prioridades, no he podido hacerlo hasta ahora. Aquí está por fin el libro esperado. Pero no se trata de una continuación del primero. En veinte años mis temas y mis acercamientos han cambiado. Y mi estilo también.
En la redacción de este libro, aún más que en otras ocasiones, me he servido, como el escriba de la parábola, de «cosas nuevas y cosas viejas».3 Agradezco aquí de corazón a todos los que han contribuido a proporcionarme las ideas de las que me he servido para redactar estas páginas. Mención aparte merece Marta Prats Fábregas quien, una vez más, no ha escatimado esfuerzos en la revisión de mis textos.
El libro va destinado especialmente a quienes se dicen, con el poeta: «Vivo con la esperanza de encontrarle, pero no se produce ese encuentro».4 Si estas reflexiones consiguen descubrirles alguna pista que les acerque al maestro, me sentiré doblemente feliz por las horas que he disfrutado meditando en él y escribiendo para ellos.
1. Frase atribuida al Dr. Albert Schweitzer por Gilbert Cesbron, en su obra de teatro Il est minuit, Dr. Schweitzer.
2. Martín Gelabert, Salvación como humanización: un esbozo de una teología de la gracia, Madrid: Ediciones Paulinas, 1985, pág. 13.
3. Mateo 13: 52.
4. Rabindranath Tagore, «Ofrenda lírica» poema 13 (citado de Obras selectas, Madrid: Edimat, 2015, pág. 76).
Preámbulo
La tentación
¿Qué busca por estos eriales el viajero solitario? ¿A dónde se dirige camino del desierto? En cuanto abandona la estrecha vega del río y a medida que asciende hacia el interior de las tierras, se va adentrando sin remedio en un paraje cada vez más yermo. Llegado a las cumbres, cuando ha perdido de vista, difuminado a lo lejos, el recuerdo verde-gris de las últimas palmeras, el caminante se encuentra perdido en una inmensidad desolada, de roquedales rotos, blanquecinos como osarios abandonados, en la que no se atreven a aventurarse ni los pastores de cabras. Una sucesión interminable de pedregales inhóspitos llagados de torrenteras calcinadas por el sol y cegadas los días de viento por torbellinos de polvo. Un páramo sin cobijos, erizado de espinos resecos, donde sobreviven como pueden los escorpiones.
Con el recuerdo del frescor del río todavía empapando sus cabellos, el joven se adentra en la ardiente soledad de aquel lugar maldito.1
De lejos le llegan los aullidos de los chacales enloquecidos por el hambre y la sed, que esperan a que caiga la noche para bajar al valle a saciar sus instintos. Un ave de rapiña, quizá un halcón, se cierne amenazadora, contra el azul sin nubes, planeando sobre su presa.
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