Jonathan Rowson - Las jugadas que importan

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El ajedrez es solo un juego del mismo modo que el corazón es solo un músculo. Se ha considerado durante mucho tiempo una metáfora de la guerra o de los negocios, pero es aún más potente aplicada a la vida cotidiana. Jonathan Rowson ha sido gran maestro de ajedrez y en estas páginas desvela los secretos que este juego le ha enseñado sobre la vida. Reflexiona sobre sus retos y alegrías, sobre lo que significa amar, pensar o preocuparse profundamente, y también sobre los conflictos e incertidumbres del mundo actual. El relato revela nuestra enorme interdependencia y se convierte en un elogio de la gente que nos rodea. «Uno sale sintiéndose más capaz de navegar no tanto por un tablero de ajedrez sino por el mundo que hay fuera de él» – Sarah Stein Lubrano,
The School of Life

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Cuando estamos preocupados por nosotros mismos, somos literalmente incapaces de ver lo que pasa a nuestro alrededor. La terapia no debería reforzar nuestra obsesión por los asuntos internos. A su debido tiempo, el paciente debe comenzar a darse cuenta de que las situaciones que ocurren a su alrededor lo necesitan. Las plantas tienen que regarse, hay que limpiar las habitaciones y tenemos que lavar la ropa. Todas estas acciones son actos de compasión, aunque el receptor de estos actos no sea necesariamente un ser vivo. A medida que el paciente abre sus ojos a lo que le rodea, deja de quedar atrapado en sus aversiones. Cuanto más se entregue a una actividad constructiva, más efímero será el dominio de los sentimientos.

BRAZIER, David (2001): Zen Therapy: A Buddhist Approach to Psychotherapy, Londres, Robinson, p. 197.

11LANGER, Ellen (2009): Counter Clockwise: Mindful Health and the Power of Possibility, Nueva York, Ballantine Books [primer capítulo].

12RASSKIN GUTMAN, Diego (2009): Chess Metaphor: Artificial Intelligence and the Human Mind, Massachusetts, MIT Press.

13BETTELHEIM, Bruno (1976): The Uses of Enchantment: The Meaning and Importance of Fairy Tales, Londres, Penguin Books, p. 18.

14LIPMAN, Matthew; SHARP, Ann y OSCANYAN, Frederik S. (1980): Philosophy in the Classroom, Filadelfia, Temple University Press, p. 13 [2.ª edición].

15BRUNER, Jerome (2002): Making Stories: Law, Literature, Life, Cambridge (MA), Londres, Harvard University Press.

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Pensar y sentir

La concentración es libertad

Cuando evoco la primera vez que sentí la experiencia de estar concentrado, me veo a mí mismo en el Beach Ballroom de Aberdeen, mi ciudad natal. Debo de tener unos ocho años, así que ya no soy un niño al que le cuelgan las piernas por debajo de la mesa. Aun así, estoy allí porque así lo han decidido los demás y no por mi propia voluntad. Me enfrento en un torneo de ajedrez intercolegial a un chico mayor que yo. Nuestra partida es la última antes del almuerzo.

Miro la playa a través de los grandes ventanales del salón del evento. Algunos de mis amigos ya han terminado y están jugando al fútbol en un césped cercano. Los adultos, por su parte, están atentos a la partida, para que no nos desconcentremos. Mi oponente se levanta continuamente de la mesa, ya que representa a una escuela, Mile End, de mayor renombre y más grande que la mía, Skene Square, situada en las afueras a unos dos kilómetros de la ciudad. Retrospectivamente, resulta más adecuado decir que Mile End era una escuela de “clase media”, pero en aquel momento yo estaba muy lejos de tener ese tipo de pensamientos (la juventud y el ajedrez son dos buenos elementos igualadores).

Recuerdo que estaba agotado y hambriento debido a las partidas anteriores, pero también podía sentir una sensación de poder lo suficientemente potente como para creer que podía superar mentalmente a mi rival y vencerlo. Como mínimo, mi oponente era dos años mayor que yo, así que su pretensión natural de victoria resultaba doblemente motivante para mí. Recuerdo que estaba convencido de tenerlo todo bajo control. Me desenvolvía muy bien y sabía lo hacía. Disfrutaba también de la sensación de ver a mi oponente preocupado. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban concentrados en llevarse el punto a casa, y me encantó la sensación de sentir que la victoria estaba cerca.

Cuando pienso en esa escena hoy día, tres décadas más tarde, se me viene a la cabeza la vida del poeta rusoamericano Joseph Brodsky, marcada por varios ataques al corazón, la pobreza y el exilio. Aun así, en una entrevista a The New York Times publicada el 10 de diciembre de 1991, Brodsky afirmó que no pensaba que las cosas en su vida hubiesen cambiado demasiado a pesar de todo. “Me recuerdo a mí mismo, con cinco años, sentado en un porche contemplando una carretera llena de barro –dijo–.El día era lluvioso y yo tenía puestas unas botas de agua amarillas; no, no eran amarillas, sino verdes. Hasta donde llego a entender, aún sigo allí”.

“Hasta donde llego a entender, aún sigo allí”. Así es como percibo mi prolongada experiencia en el mundo del ajedrez; algo lleno de vitalidad y muy entrañable, como si todas esas versiones juveniles de mí mismo aún estuvieran jugando al ajedrez en algún recoveco insospechado de la fábrica de la realidad. Aquellos momentos son la piedra de toque de mi memoria. En la mayoría de los casos, se trata tan solo de escenas; instantáneas puntuales más que narrativas coherentes. Estas imágenes se ensamblan a lo largo de nuestra vida. No pueden considerarse pruebas sólidas de nuestra identidad personal, pero sí proporcionan una buena evidencia circunstancial.

El rasgo definitorio de estos momentos es, en parte, la experiencia de la competición, pero más aún lo es la experiencia de la concentración –sin duda, lo que más echo de menos de ser un jugador en activo–. Cuanto mejor eres en algo, más profunda y rica es la absorción en esa actividad. El psicólogo húngaroestadounidense Mihály Csikszentmihályi ha realizado un extenso trabajo de investigación acerca de ese estado de conciencia denominado el fluir y que se caracteriza por una intensa concentración, la pérdida de la autoconciencia, la retroalimentación significativa con el mundo y una alteración del sentido del tiempo. Las experiencias de fluir son sumamente gratificantes y surgen cuando se da un equilibrio óptimo entre nuestras habilidades y nuestros retos; un desafío de menor nivel nos aburriría, pero uno mayor nos produciría ansiedad. En el día a día se dan momentos de ello, pero como ejemplo de fluir prolongado nada mejor que una intensa partida de ajedrez disputada a lo largo de varias horas.1

Sentarse al comienzo de una partida de ajedrez es como llegar pronto a una fiesta. Todos tus viejos amigos están en el tablero; no solo la pareja real, sus acólitos y la noble línea de infantería, sino también todos los aspectos elevados y amigables que caracterizan este espacio: el orden generador, la resonante armonía y unas grandes dosis de belleza por venir. Inmersos en ese ambiente familiar, sabemos que vamos a tener que sortear el riesgo, pero aun así nos sentimos a salvo, ya que las reglas del juego son sagradas e inviolables. La partida puede ser muy compleja, pero el resultado lo esclarecerá todo. Durante el tiempo que dure la concentración, nuestro yo está proyectado casi por completo a los antojos de la posición que tenemos en el tablero. No obstante, también surge la necesidad de mantener la integridad de la identidad; siempre somos alguien en concreto, con su determinada fuerza ajedrecística, y literalmente nos identificamos con unos movimientos más que con otros. Al tratarse de un deseo sublimado, no obstante, cuando nos identificamos con esta casilla o justificamos aquel movimiento, estamos experimentando tan solo momentos de intimidad con la identidad, más que un encuentro directo con ella.

Las armas que empuñamos son cívicas y simbólicas, pero su función no es otra que el ejercicio de la brutalidad. Todos los detalles que surgen de la batalla son significativos, aunque no siempre están cargados de dramatismo. Los presentimientos, las trampas, las transiciones; todo resulta importante cuando tu vida está implicada figurativamente en la actividad de que se trate, del mismo modo que unas ramas quebradas nos indican que el depredador está cerca. Buscamos las mejores jugadas, pero el proceso de búsqueda es táctil y visual; que­­remos encontrar la forma de realizar nuestros planes intuitivamente. La conformación de una idea en ajedrez es siempre el resultado de una confluencia entre las reglas del juego, los propósitos estratégicos de una posición concreta y la resistencia ejercida por el oponente. Debido a ello, la trama de una idea ajedrecista consiste en una secuencia de jugadas con la que transformamos un estado de cosas en otro, acompañada de una evaluación acerca de lo apropiado de esta transición. No hay ningún algoritmo mágico para encontrar buenas ideas, así que no podemos hacer otra cosa que no tener prisas y estar atentos a todo lo que parezca interesante, a la espera de que lo importante se revele por sí mismo.

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