1 ...7 8 9 11 12 13 ...24 A medida que la tensión aumenta, la responsabilidad de tener que tomar decisiones constantemente puede resultar insoportable. Cuando, a pesar de haberlo dado todo hasta el máximo de nuestras capacidades, aún no se puede vislumbrar lo que pasará, el tema de la suerte empieza a rondar tu cabeza. La suerte es un fantasma de muchos nombres en el que nadie cree, pero que todo el mundo espera que le favorezca. Es como si alguien encontrarse una narración importante de los hechos y la escribiese con sus propias palabras, pero después fuese editada por un coautor que, para colmo, está decidido a ser nuestro asesino. Aun así, nosotros también pretendemos asesinarlo y de ahí que nuestras respectivas mentes palpitantes se amenacen la una a la otra. Los ajedrecistas experimentan durante la partida la acción de voluntades no soberanas que determinan drásticamente su pensamiento, todo ello manteniendo sus cuerpos inmóviles; es un estado de las cosas profundamente antinatural. Sentado en el otro extremo del tablero hay alguien que está leyendo mis pensamientos y prefigurando mis acciones; quiere lo mismo que quiero yo, pero los dos no podemos conseguirlo. Es un escándalo que mis rivales tengan derecho a matarme figurativamente, pero la única forma que tengo de lidiar con esta situación es asesinarlos a ellos antes de que acaben conmigo.
El ajedrez no es un juego que favorezca la introspección. Puede servir para el autoconocimiento a la larga, pero ese no es su propósito explícito. Jugar una partida de ajedrez tampoco es realizar un examen escrito, donde nos ponemos a prueba aislándonos a voluntad, en un encuentro intenso a lo largo de algunas horas y dejando a un lado el mundo exterior. En ajedrez no se trata de examinarse, sino de ponerse a prueba a uno mismo en un ambiente de mutua hostilidad. Cada partida ocurre en un lugar y tiempo determinados y la compartimos con un compañero de piso figurativo con el que tenemos que convivir por unas cuantas horas, que bien pueden parecer años; el compañero en cuestión quiere dañar tu mobiliario, robar tus objetos más preciados y ocupar tu habitación, no sin antes acabar contigo. El ajedrez es un desafío para la mente y la voluntad en un contexto de presión social. En la partida se revela nuestra respuesta a una realidad construida entre todos, así como nuestra capacidad para configurarla mediante la colaboración competitiva.
¡Y lo peor es que es maravilloso! La tensión de un combate mortal sublimado es realmente emocionante, y el ajedrez ofrece este tipo de experiencia de manera reiterada y confiable. El ajedrez es como una droga que se consume para experimentar una modificación en la conciencia. “Una espiral de intensidades profundamente sentida”. Así es como el antropólogo Robert Desjarlais describe acertadamente esta experiencia. La concentración puede entenderse como un estrechamiento de la atención, como si se tratase de un rayo láser, pero mi experiencia en ajedrez me dice que la concentración consiste más bien en reunir distintos aspectos de uno mismo para generar fuerza, a la vez que, simultáneamente, purgamos nuestros desechos psicológicos, perfilándose distintas características de nosotros mismos. Algunos aspectos de la voluntad de poder, la energía y la atención se intensifican, mientras que otros se dejan de lado.
En uno de los textos clásicos del Budismo Zen se cuenta una historia acerca de la concentración que solía leer, para inspirarme, cuando jugaba torneos de ajedrez. Se llama “La sucesión de las olas”:
En los primeros días de la era Meiji vivió un conocido
luchador llamado O-nami, que quiere decir “la sucesión
de las olas”. O-nami era inmensamente fuerte y conocía perfectamente el arte de la lucha libre. En sus combates de entrenamiento vencía incluso a sus maestros, pero en público era tan tímido que hasta sus alumnos lo doblegaban.
O-nami sintió la necesidad de buscar ayuda en un maestro
zen. Hakuju, un maestro ambulante, estaba hospedándose provisionalmente en un templo cercano, así que O-nami fue allí a conocerlo y le contó sus problemas. “Tu nombre significa ‘la sucesión de las olas’ –le recordó el maestro–, así que quédate en el templo esta noche. Imagina que eres todas esas olas incluidas en tu nombre. No eres un luchador miedoso, sino todas esas olas terribles que cubren la tierra, tragándose todo lo que se encuentran a su paso. Haz esto y serás el mejor luchador del lugar”. El maestro se retiró. O-nami se sentó en posición de meditación intentando imaginarse a sí mismo como si fuera todas esas olas. Se imaginó de formas distintas. Gradualmente, sentía cada vez más la intensidad de las olas.
A medida que la noche avanzaba, las olas se hacían cada vez más grandes. Ahogaron las flores que estaban en los jarrones
e incluso se inundó el santuario de Buda. Antes del amanecer,
el templo no era otra cosa que el ir y venir de un inmenso océano. A la mañana siguiente, el maestro encontró a O-nami meditando con una leve sonrisa en la cara. Le dio una palmada en el hombro y le dijo: “Ahora nada puede turbarte. Tú eres todas las olas. Puedes inundar todo lo que tengas ante ti”.
Ese mismo día, O-nami aceptó un combate y lo ganó. Después de esta experiencia, nadie en Japón fue capaz de vencerle.2
Todos somos O-nami. Cuando nos concentramos con éxito, una gran fuerza fluye a través de nosotros y en algunas ocasiones se manifiesta de manera gloriosa. No obstante, en la mayoría de los casos nos vemos en pugna por lograr el estado de mente y cuerpo requerido. Las personas menos sabias que Hakuju nos recomiendan que nos concentremos, como si fuera tan fácil. La concentración no es como una bombilla que podamos encender y apagar con un interruptor porque, sencillamente, no somos una bombilla; somos a la vez el interruptor y aquello que se interrumpe con él. Los seres humanos somos como termostatos que reciben y envían señales, siempre a la búsqueda de la “temperatura mental” óptima en función de los cambios en las condiciones ambientales que nos rodean.
La concentración consiste en crear una alianza entre distintas partes de nosotros mismos para la realización del propósito que tengamos entre manos. Tenemos éxito en la tarea de concentrarnos cuando acertamos a reunir las disposiciones que resultan importantes; por ejemplo, la toma de conciencia, la atención, el discernimiento y la voluntad, así como las emociones varias asociadas a ellas, tales como el miedo, la rabia, la determinación, el disfrute y la esperanza. La concentración es una suerte de cóctel del alma. Solo cuando nuestras cualidades se conjugan adecuadamente y comienzan a funcionar es cuando somos capaces de enfocarnos efectivamente en aquello que tenemos entre manos. Concentrarse es, literalmente, fusionarse.
No podemos pretender vivir con niveles altos de concentración todo el tiempo. Algo así sería extenuante, consumiría mucha energía e iría incluso contra el reflujo y el movimiento de la vida. No obstante, vivir bien depende de la capacidad para concentrarse cuando lo necesitamos. Sin esta capacidad para intensificar la experiencia, mucho de lo que resulta importante en la vida pasa desapercibido. No sin razón en Los Upanishads, ese conocido texto filosófico de la antigua India, se dice así: “Todos los que consiguen la grandeza en la tierra la logran mediante la concentración”.
Aun así, en tiempos como los nuestros, donde la experiencia cotidiana está cada vez más influenciada por la sobrestimulación y continua exposición ante los demás, poner el acento en la concentración parece un acto de rebeldía. Por lo tanto, la concentración y todo lo que ella implica depende de una disposición de nuestra mente y voluntad tan solo en parte, porque depende también del contexto en que se desarrollan nuestras vidas. Durante algunas fases de la vida se puede desarrollar una atención singular y orientada a un objetivo. En estas situaciones, la concentración emerge de manera relativamente sencilla (como ocurre, por ejemplo, si eres un atleta en forma o un estudiante que estructura su horario para preparar los exámenes). Sin embargo, otros momentos de la vida –como el que estoy pasando ahora mismo– exigen adaptabilidad, flexibilidad y predisposición para realizar varias tareas simultáneamente. En estos casos, la concentración consiste principalmente en tener cierta presencia de ánimo, así como la amabilidad necesaria para someterse con aceptación a los vaivenes de un tiempo fracturado.
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