1 ...8 9 10 12 13 14 ...24 Las notificaciones que llegan a mi smartphone tiran de la memoria muscular de mis brazos, y los e-mails del trabajo interrumpen mi atención antes de pasar a la lista de cosas por hacer. Mi madre me llama para recordarme que no he enviado aún las invitaciones para mi cumpleaños, y los viejos amigos hacen acto de presencia; tengo ganas de verlos y no me gusta perderme estas ocasiones, pero los libros están por escribirse y el tiempo apremia. También estoy ansioso por crear mi nueva planificación, pero mi hijo pequeño quiere que construya con él unas vías de tren de juguete. Han llegado nuevas facturas al correo ordinario y tengo que revisarlas, pero primero hay que preparar un almuerzo para cuatro personas, mientras los vecinos, a los que aún no conozco, construyen tranquilamente sus barbacoas ladrillo a ladrillo.
Todos estos son problemas de personas del primer mundo y estoy agradecido de tenerlos. Pero en algunos momentos, sin el refugio de concentración que el ajedrez me proporcionaba, siento como que la vida me está viviendo, y no al revés. Es cierto que lo que se pierde en concentración al dejar una forma de vida determinada se gana en plenitud de experiencia vital en la otra, pero las cosas no son sencillas. Como dice el filósofo político Matthew Crawford, “a medida que tu vida mental se fragmenta progresivamente, lo más importante pasa a ser nada más y nada menos que el asunto de seguir siendo coherente con uno mismo, esto es, cómo ser alguien capaz de actuar de acuerdo con una serie de propósitos planificados y de proyectos futuros en lugar de andar revoloteando de una cosa a otra”.3
La concentración es un logro. El origen etimológico de la palabra remite a dirigir hacia el centro todos aquellos materiales que tienden a disiparse, de tal modo que se puedan destilar y purificar las sustancias. Nosotros somos, a la vez, todos esos materiales que se disipan y las sustancias a destilar. Vamos de un lado para el otro todo el tiempo. Aprender a concentrarse es, por tanto, aprender a encontrarnos con la naturaleza de nuestro yo, una identidad que está encarnada en un cuerpo, inmersa en una cultura y extendida mediante la tecnología.4 La mayoría de los deportes se determinan en función del buen uso de ciertas extremidades corporales, pero el ajedrez nos enseña que, en realidad, la concentración también es un asunto fisiológico; consiste en regular adecuadamente nuestro sistema nervioso.
Una de las cosas que más inciden en la calidad de nuestra vida es el tiempo de que disponemos para concentrarnos en las cosas que nos gustan; el ajedrez, en este sentido resultó una bendición para mí. Me brindaba momentos en los que tenía permitido pensar todo el tiempo en una misma cosa, aunque se tratara de algo con numerosas facetas. Muchos años de mi vida se estructuraron en torno a la experiencia de la concentración, imbuyéndome de una gran cantidad de silencio durante este proceso, algo que no tiene precio. Cuando Simon and Garfunkel, en un conocido tema, se refieren al sonido del silencio, sé perfectamente de lo que hablan y lo que quieren decir; ese sonido lo he escuchado muchas veces gracias al ajedrez. Cuando veo un juego de piezas de ajedrez en la posición inicial, me parece que estoy ante una puerta de escape a una forma particular libertad: la libertad de concentrarse. En el devenir del día a día estamos obligados a darle sentido a los estímulos que nos llegan sin que nadie los avise, así como elaborar narraciones y recuerdos para lidiar con aquello que somos. En el ajedrez, en cambio, cada posición nos invita a proseguir el camino de nuestras ideas; pensar se convierte en algo que hacemos con nosotros mismos y a través de nosotros mismos, una actividad con nosotros y para nosotros. Cuando nos concentramos nos convertimos en el encantador y el hechizado a la vez.
Aun así, corremos el peligro de dar por sentado el encanto, cuando en realidad se trata de un logro. Nos concentramos cuando queremos y debemos, pero raras veces porque podemos. No obstante, cuando intentamos concentrarnos, podemos perder de vista el asunto principal; nuestra voluntad se convierte en otro elemento de la conciencia que necesita de control y dominio, y cabe la posibilidad perder nuestro propio hilo. La concentración, por tanto, resulta paradójica; simultáneamente, nos encontramos y nos perdemos a nosotros mismos. Se da cuando sabemos quiénes somos sin necesidad de preguntarlo y lo que hay que hacer sin necesidad de saber cuál es la forma de realizarlo. En esos momentos de coalescencia que denominamos concentración somos plenamente nosotros mismos sintiéndonos totalmente vivos y libres.
la libertad en cautiverio
Si fueses un rehén en la jungla colombiana y alguien te diese un machete, podrías intentar escaparte con él, pero teniendo tus manos atadas y bajo la atenta mirada de tus secuestradores armados, el intento de huida sería, físicamente, una insensatez.
En el verano del 2008, Marc Gonsalves, un militar norteamericano secuestrado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) durante cinco años, optó por escaparse mentalmente, y usó su machete para tallar con paciencia y determinación un juego de piezas de ajedrez para jugar en un tablero dibujado en un cartón. Este trabajo minucioso le llevó tres meses, pero el resultado fue horas y horas de liberación compartidas con los quince rehenes restantes, entre los que se encontraba la excandidata a la presidencia de Colombia, Íngrid Betancourt.
Ni que decir tiene que esta historia no es un cuento de hadas. Una vez liberados, los rehenes relataron lo espantoso que resultó su cautiverio, obligados durante meses al silencio en un campamento plagado de ratas. Dormían en el suelo de un laboratorio de drogas y caminaban encadenados durante horas. Betancourt también comentó que pasaron algunas cosas tan graves que prefería dejarlas en la jungla.
Resulta muy significativo que la minuciosa operación de rescate que se llevó a cabo se denominara Operación Jaque. Las fuerzas de seguridad colombianas rescataron a los rehenes después de observar detenidamente sus movimientos durante meses. Además, tomaron clases de teatro y se hicieron pasar por rebeldes de las FARC. De ese modo, embaucaron a los secuestradores y los convencieron para que fueran ellos los que realizaran un traslado en helicóptero de los rehenes. Betancourt comentó más tarde, en una rueda de prensa, que no supo que estaba siendo rescatada hasta que vio a sus secuestradores desnudos y vendados en el avión. Solo entonces alguien le dijo: “Somos el Ejército Nacional. Estás liberada”.
Marc Gonsalves comentó que jugar al ajedrez fue, para los rehenes, “una forma de dejar de pensar en la situación tan cruel por la que estábamos pasando”. Keith Stansell, uno de los rehenes más cercanos a Marc, añadió: “Permanecíamos sentados y encadenados, pero gracias a este tipo [Marc] pudimos al menos jugar al ajedrez […] Jugando nos sentíamos libres. Tu mente está conectada con algo, y en ese momento sientes que eres libre. El premio no era otro que ese. Ellos [los secuestradores], sin embargo, ni siquiera se daban cuenta”.
Existen numerosos relatos en los que el ajedrez ayuda a escapar mentalmente a personas de sus calvarios físicos, pero este es uno de mis favoritos debido a que los rehenes dieron cuenta de aquello que sabe bien todo ajedrecista. El ajedrez es un recurso para escaparse, y no solo para alejarse del dolor y el sufrimiento, sino también para acercarse a la belleza. El escritor italiano Umberto Eco captó esta sensación en una de las frases de una carta de amor imaginaria que bien podría aplicarse al ajedrez: “Solo siendo prisionero de ti disfruto de la más sublime de las libertades”.
La afirmación de que la concentración es libertad deriva de la idea de que tanto la una como la otra son formas de dominio de sí frente al tiempo. La libertad en cuestión no tiene que ver con la liberación de cualquier constricción. Esta concepción mínima de la libertad suele denominarse “negativa” debido a que se define sin recurrir a ningún contenido positivo. La tesis consiste en que debemos ser libres para hacer lo que elijamos y elegir aquello que queramos, siempre que no causemos ningún daño a nadie. El conocido “principio del daño” suele resumirse de manera sucinta en un conocido refrán popular: “Tu derecho a darme un puñetazo termina justo en la punta de mi nariz”.
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