El ajedrez, por lo tanto, no encarna una sola metáfora, sino varias a la vez. De hecho, podemos considerarlo como una metametáfora. Igual que se dice que la Biblia no es un solo libro, sino más bien una biblioteca entera, y que la Ilíada no es una historia singular, sino varias a la vez, el ajedrez tiene la suficiente riqueza histórica, simbólica y psicológica como para ser un abundante recurso para las metáforas científicas, artísticas y competitivas. De hecho, en cierto sentido el ajedrez como metáfora tiene más realidad y resonancia que el juego en sí mismo. La gente está más familiarizada con lo que el juego representa en cuanto tropo cultural que con el significado que las jugadas de una partida pueden llegar a tener. Cuando la gente usa metafóricamente el ajedrez no está hablando del juego, sino de la metáfora que el juego representa. En términos de influencia y repercusión, la metáfora del ajedrez es más influyente que el juego del ajedrez, y en cierto sentido lo subsume en ella. El ajedrez nos revela que la metáfora es algunas veces la realidad preminente, o como mínimo un juguete existencial que permite a la mente y la realidad jugar entre sí disputando un enfrentamiento del que nadie puede predecir el resultado.5
Las metáforas importan porque le proporcionan una forma conceptual a la vida. Además, vivimos dentro de las dimensiones de estas formas conceptuales como si fueran reales. Los científicos cognitivos George Lakoff y Mark Johnson sugieren lo siguiente: “Nuestros sistemas conceptuales ordinarios, en términos de lo que pensamos y hacemos, son conceptuales por naturaleza”. La vida es realmente “un viaje”, las “grandes” cosas son las verdaderamente significativas y las ideas sofisticadas son realmente “profundas”. Todo este tipo de conceptualizaciones son reales porque las hacemos reales. Sirven para que nos demos cuenta del hecho de que somos libres, hasta cierto punto, para crear nuevas conceptualizaciones y, de hecho, esta puede que sea la única esperanza para un mundo genuinamente nuevo. Por eso el mitologista Joseph Campbell sostiene que “toda religión es verdadera si se la comprende metafóricamente, pero cuando se cierran en sus propias metáforas, interpretándolas de manera exclusiva, la cosa se vuelve problemática”.6
Las metáforas nos ayudan a percibir la verdad, la belleza y la bondad debido a que logran que nuestros pensamientos y sentimientos se fundamenten en cosas que van más allá de nuestro contexto actual. También sirven para sacar a relucir el trabajo interior, activando la imaginación y las asociaciones necesarias para elaborar nuestro propio sentido del “ajuste” entre la metáfora y la realidad a la que está vinculada. Podemos aprender a sentir la legitimidad de la metáfora a un nivel visceral, aumentando su tamaño en función de su adecuación. Aprovechamos las metáforas para ir contra aquello que ya conocemos, cuestionando su aparente fidelidad con respecto al mundo real.
Un empresario inteligente, por ejemplo, puede realizarse preguntas como las siguientes: ¿A qué se parece más mi organización, a una máquina o a un organismo?, ¿y qué implicaciones tiene este asunto para las decisiones que tomamos? Si se trata de un organismo, ¿cómo podemos extenderla?, ¿somos vulnerables a infecciones? Y si se trata de una máquina, ¿qué tipo de combustible está utilizando?, ¿cómo puede desgastarse? En caso de que fuese, a la vez, un organismo y una máquina, ¿estaríamos hablando entonces de un cíborg? Y si no es el caso, ¿por qué no podría serlo? El empresario en cuestión podría seguir haciéndose preguntas como estas durante un buen rato. El tema no es tanto encontrar la respuesta exacta, sino más bien sentir que tu experiencia subjetiva de la metáfora es un buen comienzo para conectar con la retroalimentación objetiva que proviene del mundo. ¿Se ajustan una cosa y la otra?, ¿cómo funcionan?, ¿por qué siento que las cosas no van bien?
Permitiéndonos el planteamiento de cuestiones como estas, las metáforas nos echan una mano mucho más decisiva en los procesos cognitivos y emocionales que muchas otras formas de pensamiento, y nos basamos en ellas para darle sentido al mundo. No es tanto que la metáfora sea relevante como que, al menos, comprendamos nuestra relación con ella de la mejor manera posible. Nuestra cultura está llena de malas metáforas; como dijo la antropóloga Mary Catherine Bateson, “hay pocas cosas más tóxicas que una mala metáfora”. Muy pocas veces escuchamos a los políticos preguntarse acerca de por qué sostienen sus argumentos en ciertos términos metafóricos, unos que, por regla general, suelen oscurecer las cosas más que iluminarlas. En sus entrevistas, tampoco suelen sugerir metáforas alternativas de cara a elevar la discusión a un nuevo registro. Creo que una relación más reflexiva con la metáfora es crítica para la siguiente fase de nuestra evolución cultural; el ajedrez, por su parte, tiene algunas cosas que decirnos acerca de ello. Enriquecer y expandir nuestro número de imágenes y de ideas asociadas con el ajedrez, por tanto, puede ser algo importante a nivel social y cultural, e incluso a nivel político.7
Todo se encuentra interconectado hasta la médula, y lo mismo pasa con nuestras concepciones acerca de la metáfora, la mente y el ajedrez. El ajedrez suele usarse frecuentemente para ilustrar las capacidades del intelecto, pero la mente suele considerarse tácitamente como un ordenador o algo parecido, cosa con la que no tiene nada que ver. Aun así, nuestro lenguaje está lleno de este tipo de asociaciones implícitas. Como apunta el psicólogo Robert Epstein:
No almacenamos ni las palabras ni las reglas que nos dicen cómo manipularlas. No creamos representaciones de estímulos visuales, las almacenamos en el búfer de la memoria a corto plazo y después las trasladamos al disco duro de la memoria a largo plazo. No retenemos información, imágenes o palabras sacándolos de registros memorísticos. Los ordenadores hacen todo este tipo de cosas, pero los organismos no.8
Vivir en cuanto que organismo es una experiencia que los ordenadores no pueden tener. Sin embargo, debido a que nuestra mente no es una computadora, puede hacerse una idea de lo que podría ocurrir en caso de que lo fuese, llegando más lejos con el pensamiento y generando de este modo mejores metáforas sobre la naturaleza de la mente. Este tipo de inflexión metafórica es la clave de toda comprensión. Cuando pensamos no solo con metáforas, o a través de ellas, sino acerca de ellas, nos movemos más allá de las analogías convencionales y los marcos inconscientes, logrando formas de conocimiento más sutiles que definen mejor nuestra relación con la vida en su totalidad.
Por ejemplo, el ajedrez no es realmente como las matemáticas –las metáforas son algo más que los símiles–, pero las incluye y representa, hasta el punto de que el ajedrez suele usarse para ilustrar conceptos matemáticos como el crecimiento exponencial y el infinito. El ejemplo más conocido es aquella historia medieval del sabio a quien el rey, debido a los consejos recibidos, le ofreció lo que quisiera. El sabio, que en realidad era un personaje un tanto enrevesado, le dijo que le regalara un solo grano de arroz colocado en una de las esquinas del tablero, pero que fuese doblando la cantidad de granos repetidamente casilla a casilla. Para los no iniciados esto puede sonar a poco, o a lo sumo a un buen montón de arroz, pero la historia, en realidad, juega con las limitaciones de nuestras intuiciones. El proceso de doblaje repetitivo acaba por convertirse en 263. Esto significa que de 1 grano pasamos a 2, después a 4, 8, 16, 32, 64, 128 y así hasta llegar a 18.466.744.070.000.000.000. Si se colocasen todos estos granos de arroz en una fila, esta se extendería en torno a 96.560.640.000.000 kilómetros, la distancia que habría que recorrer en un viaje de ida y vuelta desde la Tierra hasta Alpha Centauri.
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