Jonathan Rowson - Las jugadas que importan

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El ajedrez es solo un juego del mismo modo que el corazón es solo un músculo. Se ha considerado durante mucho tiempo una metáfora de la guerra o de los negocios, pero es aún más potente aplicada a la vida cotidiana. Jonathan Rowson ha sido gran maestro de ajedrez y en estas páginas desvela los secretos que este juego le ha enseñado sobre la vida. Reflexiona sobre sus retos y alegrías, sobre lo que significa amar, pensar o preocuparse profundamente, y también sobre los conflictos e incertidumbres del mundo actual. El relato revela nuestra enorme interdependencia y se convierte en un elogio de la gente que nos rodea. «Uno sale sintiéndose más capaz de navegar no tanto por un tablero de ajedrez sino por el mundo que hay fuera de él» – Sarah Stein Lubrano,
The School of Life

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En la semana de mi dieciocho cumpleaños, mi abuelo materno falleció tras algunos meses de lucha contra un cáncer de vejiga. Se había trasladado a mi habitación para evitar los ruidos en la escalera y estar más cerca del baño, por lo que pudo pasar sus últimos días en el mismo lugar que ocuparon mi tablero de ajedrez y mis libros. Este hecho revela la forma en que el ajedrez me constituyó; fue parte del contexto en el que la vida cuenta su propia historia mientras yo cuento la mía. Mi abuelo vivió con nosotros durante años y cuidó de mí a solas durante meses, alimentándome con stovies (un variado surtido de sobras elevado a la categoría de delicadeza nacional escocesa, generalmente basado en patatas, cebollas, vegetales y salsa de ternera). Me llevaba a Aberdeen en el sillín de atrás de su motocicleta, una Honda de las más básicas. Su casco era de color azul y el mío era blanco, ese era el uniforme de nuestro minúsculo pelotón. Recuerdo el goce de sentir el soplo de flujos de conciencia fugaces, sentado en la parte trasera de la motocicleta y recreando no tanto posiciones de ajedrez, sino los espacios sociales en los que, quizá, tendría alguna conversación sobre ajedrez, compartiría la nueva jerga ajedrecística adquirida recientemen­te o mostraría alguna que otra idea de apertura. Me hacía bien sentir la sensación de aceptación y placer que se experimenta cuando somos vistos y escuchados por personas inteligentes, y además estaba todo en mi cabeza, bajo mi casco.

No puedo decir que el ajedrez me ayudara directamente a soportar la muerte de mi abuelo, pero en algunos momentos la certeza de que existía un mundo más allá de mi propia vida emocional me proporcionaba cierta estabilidad interior, en especial cuando la mayoría de las cosas estaban patas arriba. Recuerdo estar sentado al lado de mi hermano en el coche, camino del funeral; mi hermano, cadavérico, parecía sano, pero estaba totalmente desconectado. Había crecido muy alejado de todo y era cada vez más excéntrico (o al menos eso creíamos todos). Pero en cierto momento, Mark, quien fuera mi primer ídolo ajedrecístico, entre otras cosas, fue seleccionado para el programa de salud mental. Este programa, en teoría, tiene el objetivo de proteger a personas psicológicamente vulnerables tanto de sí mismas como de las personas que las rodean, pero ser “seleccionado” era el eufemismo de ser internado y medicado contra tu voluntad. Recuerdo mis visitas al centro psiquiátrico, que estaba tan solo a unos minutos de casa. En una de estas visitas logramos sortear la puerta electrónica y escaparnos afuera; fue lo más parecido que conozco a escapar de una prisión. Aunque no teníamos pensado ir a ningún lugar en concreto, y tan solo habían pasado dos minutos, llamaron inmediatamente a un coche de policía. Los oficiales insistieron en llevar a mi hermano dentro del coche, a pesar de rogarles que lo dejaran volver por su propio pie, aunque fuese por una cuestión de dignidad. Dijeron que tenían que cumplir la ley y había que trasladarlo en el coche por la seguridad de mi propio hermano. Me subí al coche con él, derrotado pero no humillado, y con la consolación de haber mantenido la moral siempre alta.

Comparto estos detalles para explicar que, de vuelta a casa, no es que me pusiera a jugar frenéticamente al ajedrez para recuperarme. El rol del ajedrez en la superación del trauma tiene más que ver con ser parte del escenario que parte de la trama. El ajedrez estaba siempre ahí del mismo modo en que un amigo te escucha o tu mascota te pres­­ta atención. Lo sentía como algo lo suficientemente válido y confia­­ble como para proporcionarme distracción y seguridad. No podía dialogar con el tablero acerca de mis emociones, pero sí que podía enfocar­­las y redirigirlas sin hacerle daño a nadie ni a mí mismo. Había mucho dolor que sublimar, pero aun así mi infancia no fue particularmente infeliz y el ajedrez nunca fue una suerte de salvación. Fue más bien una distracción pueril y una simple gratificación narcisista. Fue mi progresión en ajedrez la que marcó mi transición a la edad adulta de forma más o menos indolora. La impronta emocional que produce es parte del significado metafórico del ajedrez. Este juego no es solo un juego. Consolidado a lo largo de la historia y con una sabiduría acumulada durante siglos de experiencia humana, el ajedrez y sus símbolos pueden ofrecer a los jugadores aquello que necesiten en un momento determinado; un enfrentamiento con el que expresarse, descubrirse, crear y divertirse.

El ajedrez suele asociarse a la inteligencia debido a que hay que aplicar grandes dosis de lógica de cara a la resolución de los problemas complejos que se plantean, pero he llegado a la conclusión de que la fuerza del ajedrez como símbolo de inteligencia también descansa en el reconocimiento tácito de que las metáforas están en el corazón de la inteligencia creativa, y que el ajedrez, por su parte, es un tipo particular e importante de metáfora. Asociamos el ajedrez a la inteligencia no solo porque tengamos que pensar por adelantado varias jugadas, sino también porque su relación específica con la cultura revela nuestra relación mental con el mundo.

Cuando no hay manera de desbloquear las negociaciones políticas se dice que se encuentran en tablas por rey ahogado; los personajes que pasan inadvertidos en una película suelen llamarse peones; los comentaristas deportivos y los mismos deportistas suelen afirmar que el partido de tenis o de críquet que están comentando se parece a “una partida de ajedrez”. Cuando escucho metáforas ajedrecísticas como esta suelo quedarme perplejo, pero no tanto porque estas metáforas no sean funcionales, sino porque resultan bastante habituales sin saber muy bien por qué. Pensamos todo el tiempo utilizando metáforas, pero raramente somos conscientes de que estamos haciéndolo, ya que nuestra apreciación por ellas suele estar poco desarrollada. Aprendemos algo sobre las metáforas en el colegio vinculadas a las nociones de similitud y analogía, pero las metáforas son algo más que una simple comparación entre cosas distintas.

Entiendo la metáfora como un dispositivo creativo que usamos de manera más o menos consciente con el objetivo de elaborar significados mediante transformaciones contextuales, relaciones y perspectivas. La poetisa Mary Ruefle entiende la metáfora como “un intercam­­bio de energía, un evento que unifica el mundo en virtud de una premisa fundamental: que las cosas se conectan entre sí e intercambian su poder”. Las metáforas amplían el proceso de creación de sentido relacionando entre sí los aspectos objetivos y subjetivos del mundo. Estoy de acuerdo con el físico Robert Shaw cuando sostiene que “no vemos algo con claridad hasta que tenemos la metáfora exacta que nos permite percibirlo”. Un ejemplo famoso de metáfora es aquella anécdota de Einstein, quien con tan solo dieciséis años intuyó la esencia de su posterior teoría de la relatividad especial imaginándose a sí mismo persiguiendo a un rayo de luz. La metáfora no es tanto una comparación que tengamos que pensar, sino más bien una lente psicoactiva a través de la que vemos las cosas y elaboramos patrones con los que podemos dar forma a lo que sentimos y pensamos.3

Si las metáforas ayudan a revelar la vida, el ajedrez sirve para reve­­lar el rol del pensamiento metafórico; no es casualidad que el ajedrez juegue un papel importante como piedra de toque metafórica. Existen razones culturales e históricas bastante profundas para afirmar que el ajedrez y la condición humana casan perfectamente.4 El ajedrez es in­­ternacional y transcultural, reconocido y practicado en todo el mundo debido en gran medida a que representa numerosos elementos de la experiencia y el empeño humano: trabajo y juego, esperanzas y miedos, ciencia y arte, verdad y belleza, vida y muerte. El ajedrez es un símbolo, y como dijo el filósofo social norteamericano Norman O. Brown, “el simbolismo no es la captación de otro mundo, sino la transfi­­guración de este mundo”.

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