L.E. SABAL - Los límites del segundo

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Los límites del segundo: краткое содержание, описание и аннотация

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En «los límites del Segundo», Julián, el protagonista, es lanzado a la vida sin más armas que su aguda inteligencia y su innato optimismo.A pesar del infortunio que golpea a su familia desde su niñez , progresa y nada lo detendrá hasta lograr lo que se ha propuesto.
En esta cautivante novela aparece retratada una sociedad de manera irónica pero certera. El relato abarca treinta años. Casi una vida. Con sus luces y sombras, con sus tragedias y sus alegrías.
Una historia que nos habla de la libertad, y de la importancia de dibujar el propio camino. Pero sobre todo, nos habla de la necesidad de mantener vivos los sueños de la infancia y no dejar de perseguirlos nunca.

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Mientras conversábamos y aprovechábamos los rayos del sol matinal para broncearnos, Jorgito nadaba y nos llamaba desde las olas, pero nosotros seguíamos entretenidos. De pronto no volvimos a escucharlo, desapareció entre las olas, no podíamos verlo y nos asustamos. Así que corrí afanosamente a tratar de encontrarlo, Rosy gritaba su nombre y corría de lado a lado frente a la playa, no lo veíamos.

Frente a la presencia de la muerte se siente un malestar extraño, algo que te hace temblar, te seca la garganta, se produce una especie de vértigo que impide pensar con claridad.

—¿Lo ves? —me gritaba Rosy.

Yo me sentía paralizado, miraba mar adentro y solo veía cabezas o cuerpos que se desplazaban en todas direcciones, pero no podía reconocerlo. Súbitamente escuché los gritos de la gente que se amontonaba en un lugar preciso entre las olas.

—¡Un ahogado!

Algunos nadadores lograron atraparlo y lo sacaron jalándolo de los brazos, era Jorgito. Desde el momento en que lo perdimos de vista no habían pasado quince minutos pero su cuerpo mostraba ya rasgos cadavéricos; la piel se tornó morada, le salía espuma por la nariz y por la boca, estaba totalmente desgonzado. En medio de la multitud y los gritos pusieron su cuerpo en la playa, donde muchos lo rodeaban e intentaban reanimarlo. Un señor que dijo ser médico le dio respiración boca a boca, otros levantaban el tronco y le agitaban los brazos.

—Es inútil —exclamó—, está muerto.

Los acontecimientos posteriores sucedieron vertiginosamente: la ambulancia, los enfermeros, la policía. Y Rosy, su angustia, su desesperación, su impotencia.

—Es mi culpa, es mi culpa —gritaba.

Yo observaba todo aquello como si fuera una película repetida varias veces, así lo sentí por mucho tiempo después.

Luego, la noticia en su casa y nuevamente los gritos y los lamentos. El hecho sacudió al Segundo y fue noticia en el periódico local. Nadie nos culpó, nadie nos regañó.

—Fue la voluntad divina, debemos aceptarla —sentenció la tía de Rosy, y así todos la acataron, como si hubiera sido una orden.

***

En el mes de noviembre terminaba el año escolar, en Cartagena se conmemoraba la independencia de la ciudad como una fiesta patria. Durante todo el mes había múltiples celebraciones, el acto central era el reinado nacional de belleza. Las grandes galas estaban diseñadas únicamente para el disfrute de la elite, los desfiles privados y las fiestas importantes se hacían en los clubes más exclusivos de la ciudad. El pueblo debía conformarse con observar a las reinas en los desfiles públicos, donde la aglomeración, la pólvora, el ron y la patanería eran la costumbre. Los jóvenes disfrutaban aprovechando el desorden generalizado asistiendo a las verbenas populares, o a las casetas de baile, donde se respiraba un aire de libertinaje y de promiscuidad.

Para los jóvenes como yo no había clubes ni bailes con orquesta alrededor de las piscinas, para nosotros estaban los taburetes y las mesas de madera tosca en las casetas. El piso estaba tapizado de aserrín, la cerveza y el ron eran las bebidas, el ambiente olía a orines y a perfume barato. La música sonaba con el estruendo fenomenal de los picós. La pareja podía ser cualquiera, aquí no venían tus hermanas ni tus noviecitas, aquí tú bailabas con muchachas que, hay que decirlo, se movían como diosas, meneando el trasero frenéticamente, dejándote hacer sin ningún pudor. Era una verdadera escuela de baile.

¡Salsa! La música no paraba en ningún momento, se iniciaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las siete u ocho de la mañana del día siguiente. Se podía bailar toda la noche con esta música que aturdía los sentidos, el bun, bun de los bajos te retumbaba en el pecho, el aire de las trompetas te explotaba en los tímpanos. Salsa de la dura.

De vez en cuando alguno de nosotros se hacía un levante, y en medio de la satisfacción general, y los gritos, salía de la caseta a gozar por ahí en algún cuartucho barato. Estas eran nuestras fiestas de noviembre.

***

Nuestros estudios avanzaban sin tropiezos pese a que poco estudiábamos. Yo detestaba las tareas y a veces me sentía atascado, me sentía fracasado como estudiante. Sin embargo, milagrosamente encontraba la forma de terminar con buenos resultados cada año escolar. Mi hermano en cambio, se destacaba por su brillantez y nunca fallaba en las tareas. Además, era excelente futbolista y hacía parte del equipo de la Academia. Las primeras clases de anatomía llamaron poderosamente su atención y decidió conseguir un esqueleto para estudiar con sus compañeros. Le ha contado su idea a mamá pero ella la rechazó escandalizada.

—¿Unos huesos en la casa? Eso nunca, mijo.

Con la gente del Primero tramó entonces una aventurilla cuyas consecuencias impredecibles podrá concluir el lector. Ramiro C. vivía en una casa que colindaba con el cementerio por el patio trasero. Él mismo se había subido por la pared a un techo cubierto con unas tejas de cinc. Nos había contado que allá guardaban los huesos que no tenían identificación o que no habían sido reclamados. Nosotros lo hemos comprobado una tarde que subimos al techo mencionado. Horrorizados y al mismo tiempo fascinados por la misteriosa atracción de la muerte, observamos huesos, cráneos y dos féretros completamente derruidos por la acción del tiempo y por la descomposición.

Decidimos entonces pescar desde arriba algunos huesos que pudieran servir para estudiar. Volvimos a los pocos días a la hora de la siesta, preparados y con el ánimo dispuesto. Nos ingeniamos una caña de pescar consistente de un palo largo, tal vez muy delgado para nuestro propósito, del cual colgaban una pita y un gancho a manera de anzuelo. La tarea resultó más difícil de lo que habíamos pensado: después de varios intentos fallidos, logramos enganchar un cadáver por un brazo, pero era muy pesado. Luego atrapamos otro por las costillas pero estas se desmoronaban como galletas de soda. De pronto mi hermano se enfocó en una calavera tirada en el piso, casi cubierta por unas hojas de periódico. El anzuelo enganchó fácilmente de una órbita ocular y subió sin oponer resistencia. Gritamos emocionados y reímos como locos. Ramiro la sostenía en sus manos y mi hermano la contemplaba maravillado. A mí la visión de la huesuda me revolvía las tripas, un temor indecible me apartó sin poder tocarla.

—Oye —dijo Ramiro—, ¿este huesos sería un hombre o una mujer?

—Es mejor que nos vayamos ya, no demora en pasar el sereno por acá —les dije disimulando mi temor.

Al bajar a la casa de Ramiro la envolvimos cuidadosamente en una bolsa y la llevamos a nuestra casa; el trofeo fue así a parar a nuestra alcoba; mi hermano la limpió con alcohol y la puso en lo alto del armario sin más miramientos. La huesuda quedó allí observándonos desde el vacío de la muerte. Quién sabe si le molestaría que la hubiéramos sacado de su eterno descanso, o a lo mejor, si estaría contenta de volver a habitar entre los vivos. En todo caso allí permaneció por tres años.

La pesca macabra fue el tema de conversación del combo del Segundo durante algunos días; de las bromas de ultratumba pasábamos inadvertidamente al temor del castigo por irrespetar el descanso de los muertos. Pero alguno volvía a las chanzas y la mamadera de gallo y así olvidábamos nuestros miedos.

Lo cierto es que mi hermano nunca estudió anatomía con ella. Habíamos convenido que era de una mujer, y que debió de ser joven y bella al morir. Con el tiempo se convirtió en un objeto más de decoración, poco a poco le perdimos el respeto y entonces comenzaron las transformaciones de su apariencia según nuestro estado de ánimo, o de acuerdo con la moda.

Así se vistió con varias pelucas, tuvo gafas que le amarrábamos con elásticos, y cambió varias veces de maquillaje. Finalmente mi hermano le pintó con tinta roja y negra dibujos de la simbología bantú, así se quedó entre nosotros hasta el día que mamá la descubrió y nos obligó a enterrarla bien profundo en el patio.

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