L.E. SABAL - Los límites del segundo

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Los límites del segundo: краткое содержание, описание и аннотация

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En «los límites del Segundo», Julián, el protagonista, es lanzado a la vida sin más armas que su aguda inteligencia y su innato optimismo.A pesar del infortunio que golpea a su familia desde su niñez , progresa y nada lo detendrá hasta lograr lo que se ha propuesto.
En esta cautivante novela aparece retratada una sociedad de manera irónica pero certera. El relato abarca treinta años. Casi una vida. Con sus luces y sombras, con sus tragedias y sus alegrías.
Una historia que nos habla de la libertad, y de la importancia de dibujar el propio camino. Pero sobre todo, nos habla de la necesidad de mantener vivos los sueños de la infancia y no dejar de perseguirlos nunca.

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La práctica casera del canto nos convirtió, sin embargo, a mi hermano y a mí, en miembros indispensables del coro escolar. Éramos los únicos solistas y teníamos un papel estelar en cada presentación. Pero las humillaciones nunca cesaron y algo me decía que no pertenecíamos a ese lugar.

De manera que cuando nuevamente mi madre nos anunció que haríamos otros cambios, sentí una sensación de alivio al pensar que podríamos esperar cosas mejores en ese sitio extraño adonde nos enviaba el destino.

***

El nuevo barrio, cerca del mar pero lejos de las playa, me separó por un buen tiempo de mis caminatas infantiles, de la seguridad que me brindaba una vida más saludable. No obstante, la curiosidad que me había despertado la posibilidad de una nueva vida era más fuerte que mi instinto de supervivencia.

Que la calle era maluca, le decían a mis hermanas, que el colegio era de pobres decían donde los curas, que era de comunistas, decía mi tía en Bogotá.

Cuando llegamos al Segundo yo tenía once años. Esta era una cuadra de unos trescientos metros situada a solo cien pasos de la bahía interna del caño San Lázaro, conformada por unas veinticinco casas en cada uno de sus costados, algunas construidas modestamente de material, como la nuestra ; la mayoría, de madera rústica y pobremente terminadas.

Entrando por la Jiménez se pasa por el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto. Estas vías no estaban pavimentadas, tampoco tenían servicio de alcantarillado. De ahí en adelante las vías toman los nombres de próceres de la Independencia, de personajes locales, o nombres elegantes como la calle del Bouquet o la calle Real. Las casas eran grandes y elegantes. Parecían de otro barrio.

Diez metros antes del caño, en el costado sur de la cuadra, atraviesa la paralela que viene desde el puente Román y llega hasta el Trébol a todo lo largo de la isla. Esta vía estaba destapada y llena de charcos y de barro dejados por la marea alta desde su entrada hasta el Cuarto. Un olor nauseabundo se desprendía de allí en las tardes soleadas. En el sector aledaño al caño y en la parte inferior de las cuadras numeradas todas las casas eran de madera, vivían aquí los más pobres del barrio y los negros. En el Segundo las casas de material estaban habitadas por los blancos.

El barrio es una isla conectada al resto de la ciudad por cuatro bellos puentes tan bien construidos que uno no percibe el aislamiento. Manga fue primero la morada de terratenientes que poseían aquí sus pequeñas fincas citadinas y construían grandes casas, a veces verdaderos palacios de estilo mozárabe, colonial, o mansiones copiadas del estilo sureño americano. Con ellos llegaban sus sirvientes, descendientes de antiguos esclavos que al término de su vida útil recibían como pago pequeños lotes situados en la entrada norte de la isla. Luego llegaron los comerciantes, generalmente descendientes de sirios y libaneses que los locales llamaban turcos.

Así, en este barrio se fue asentando la homogénea clase dominante de la ciudad que más tarde ocuparía la punta de la península del Castillo y de la Playa Grande, los mejores terrenos de la ciudad.

Los negros se localizaban en los guetos destinados para ellos en las afueras o en los barrios donde no había servicios públicos. Existen incluso pequeños palenques en las afueras de la ciudad donde viven únicamente descendientes de africanos que conservan aún sus costumbres y sus lenguas. Cartagena es una pequeña ciudad donde las elites se perpetúan y nadie que no provenga del estrecho círculo de familias de abolengo tiene ninguna oportunidad. Así son las cosas aquí.

***

De mi primera infancia solo persiste el miedo a la muerte. Por las fotos de mamá he visto que fuimos una familia feliz. Siempre sonrientes, posando con ropas nuevas, jugando con pelotas y triciclos en el patio de la casa abrazados por nuestros padres. Mamá casi no hablaba de esa época. Sin duda para ella el recuerdo era aún más traumático pero enfrentaba con fortaleza los avatares de la vida. Mis padres habían nacido en el interior del país, habían llegado a la costa transplantados voluntariamente pues el trabajo de mi padre así lo exigía. Mis hermanos y yo fuimos educados conservando las costumbres propias de sus sitios de origen; cuando éramos niños los vecinos no nos consideraban costeños a pesar de haber nacido en Cartagena, nos llamaban peyorativamente cachacos, como les dicen a los del interior.

Al cambio de barrio se sumó también el cambio de colegios, instituciones modestas donde estudiaban jóvenes de escasos recursos; el de mi hermano y mío, por lo demás, era un colegio mixto, lo que vino a añadir un componente totalmente nuevo a nuestras vidas.

Mamá se había empleado como secretaria en una empresa estatal. Su sueldo, me di cuenta rápidamente, no alcanzaba para el sostenimiento de la familia.

Al regresar del colegio nos enterábamos a menudo de que no había almuerzo, pues la despensa de nuestra cocina estaba vacía. No había plata. Mi abuela, sin embargo, levantaba algún alimento y nos distraía así toda la tarde.

Luego, de forma maravillosa aparecía mamá con un pollo frito, arroz y unos patacones, o un pequeño mercado y cenábamos. Después charlábamos, cantábamos y reíamos hasta la hora de acostarnos. Mi abuela nos contemplaba sentada en su silla. Yo sentía que una sombra oscura nos acechaba pero no tenía idea de qué se trataba.

Yo admiraba a mamá, me parecía muy bella, a su lado me sentía protegido, como si un ángel de grandes alas blancas descendiera cada tarde para custodiarnos. Su alegría serena me transmitía la seguridad que necesitaba para sentirme poderoso. La perseguía por toda la casa contándole mis asuntos y haciéndole las preguntas más insólitas.

—¿Volverá papá algún día? ¿Tenemos que morir todos?

***

Mamá me pidió un día que acompañara a mi abuela a hacer unas diligencias en el centro de la ciudad. Últimamente había tenido sus achaques y mamá no quería que fuera sola por ahí. Tomamos el bus en la esquina de la casa, el sol resplandecía como siempre pero ese día se sentía especialmente el agobio del calor. Mi abuela hablaba poco, se limitaba a responderme con monosílabos, su rostro se veía pálido, sudaba copiosamente. Apretaba mi mano izquierda y parecía inclinarse sobre mí. No veía nada raro en sus movimientos y seguía ensimismado en mis fantasías. El calor era sofocante. Por instantes pensé que mi abuela iba a caerse sobre mí pero luego se repuso y continuó apretando mi mano.

—Llegamos. Debemos ir a una notaría. Camine rápido, mijo, y no me suelte la mano.

De repente, como si un rayo partiera la tensa hora canicular, las sombras me envolvieron. Mi abuela yacía a mis pies en medio de la calle, gemía de dolor, su cuerpo se agitaba. Un líquido sanguinolento escurría por su boca y su tez se había tornado lívida. Yo temblaba, quería gritar pero mi voz se atoraba allá adentro. Llegaron transeúntes a ayudarnos, las mujeres gritaban. La levantaron y la subieron a un carro, un policía me tomó de la mano y me embarcó a mí también. El recorrido hasta el hospital fue corto pero inútil, murió en el camino. El policía me apretó la mano y se echó la bendición, lloraba angustiado. Me asombré de verlo perder la compostura. Yo no lo haría si fuera grande, yo sería valiente.

***

De manera insensata la muerte siguió paseándose por la casa, nadie la había invitado pero ella se sentía allí con derechos adquiridos. Llegaron después los tíos de mamá, bordeaban los sesenta años y habían venido a Cartagena a pasar una temporada con propósitos de salud. Ellos no sabían que la Flaca merodeaba por ahí. El tío sufría del corazón y le habían recomendado instalarse al nivel del mar. Nunca nos contaron que era su viaje final, creo que mi madre también lo ignoraba.

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