Ramón Ferro
Los días del piano
EN PRIMERA PERSONA
Ferro, Ramón
Los días del piano / Ramón Ferro. - 1 aed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8924-20-5
1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. I. Título
CDD A863
© 2022, Ramón Ferro
Primera edición, abril 2022
Diseño y diagramaciónLara Melamet
CorrecciónMartín Vittón y Karina Garofalo
Conversión a formato digital: Libresque
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright .
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A mi hermana Matu
1
«que estaba preocupada»
Desde hace unos meses con Laurita dejamos de hacer la cena. En realidad, ella hace tiempo que no la hace y ahora me plegué yo. Su influencia ha sido tan sutil que bien podría parecer que lo elegí yo por mis propios medios, haciendo uso de mi completo libre albedrío. La mejor persuasión es la que no se nota. Hacemos lo que ella llama té-cena, que consiste en tomar una infusión en horas de la cena, pero no es una cena, desde ya. Solemos incorporar algunas tostadas y queso o mermelada para agregarles. Ninguno de los efectos que podríamos adjudicar a este cambio de hábito es suficientemente nítido. Pero quizá pueda admitir que me proporciona un mejor sueño y que me levanto con menos hambre al día siguiente.
Ese sábado, estando sentados a la mesa en medio de nuestro té-cena, recibí varios mensajes de Silvi, la novia de mi papá, desde Mar del Plata. La vi una única vez, cuando se casó mi hermana, Matu, el año pasado. Me pareció una buena persona, y que ellos se trataban con mucho afecto. Ese día ella y mi viejo cruzaron el boliche para llegar a nuestra mesa a saludarnos. En mi mesa también estaban mi vieja, que le había esquivado el saludo a mi papá un rato antes, y otra ex esposa de mi papá, la mamá de Sofi, mi hermanita chiquita, que directamente lo había ignorado.
Me escribió por WhatsApp que estaba preocupada por mi viejo. Que desde hacía un tiempo no lo veía bien. Que dos semanas atrás se había caído en el baño y que se había dado un golpazo contra el borde de la bañera. Que no se había roto nada, pero que desde ese accidente lo veía deteriorarse en forma progresiva. Que ese día lo había vuelto a encontrar en el piso. Que no podía levantarse solo y que había tenido que ayudarlo a incorporarse. Le conté a Laurita y le respondí que en un rato lo llamaba. Que gracias por avisarme. Agregó, por último, que no le dijera a mi papá que ella me había escrito. Le respondí que no, que no se preocupara.
Me puse a hablar con Laurita de posibles diagnósticos interpretados a partir de los datos que teníamos, tratando de rellenar una parte de la incertidumbre con conjeturas. Le dije a Laurita que iría a lavar los platos y que después haría el llamado. Me contestó que no, que hiciera la llamada, que ella lavaba. Estamos juntos desde hace ocho años. Nos casamos el año anterior. Y además somos socios y colegas.
Les pedí a los chicos que se desconectasen del wifi, que tenía que hacer una llamada importante. Me contestaron que OK, y en un instante se apagaron fuentes de gritos, voces infantiles y reggaeton . Subí la escalera para hacer la llamada en nuestra habitación.
En esos metros reviví el último encuentro no virtual con mi papá, unos meses atrás, en la mesa de afuera de un bar cerca de Güemes, el día que fuimos todos a Mar del Plata, después de una semana en Mar de las Pampas. Estaba planificado de antemano: juntarme con él y ponerle fin al distanciamiento de más de dos décadas. Mi discurso sin vueltas. Mi pedido directo de disculpas por lo que había hecho mal, sin orgullo. La descripción de mi equivocación. De todo lo que tuvo que pasar para darme cuenta. De que él había tenido razón allá por mis veinte años. Que yo no había podido evitar seguir ideológicamente a mi mamá. Que la pelea entre ellos por el dominio filosófico de los hijos me había hecho perder mucho tiempo. Que el hombre señalado por mi vieja como digno de admiración, que yo había tomado como mentor, había resultado ser un megalómano psicópata. Que me había llevado veinticinco años entender mi error. Que él también se había equivocado en el modo que había usado. Que de otro modo hubiéramos ahorrado tiempo. Que ahora todo parecía una vuelta a lo que él representaba: la sensatez.
Acomodé el celular en un atril improvisado con un tarjetero de propaganda médica y apreté el ícono de la camarita.
—Hola, viejo. ¿Me escuchás? ¿Me ves?
—Hola, chiquito. Sí, te veo bien.
Mi papá nunca dejó de decirme «chiquito». Antes me jodía, ahora, a mis cuarenta y seis años, ya no. Su cámara mostraba la mitad derecha de la cara magnificada, porque tenía el teléfono a distancia de visión cercana. Pude ver el detalle de su bigote blanco con el borde inferior teñido de amarillo, la cicatriz en el pómulo que le dejó la caída en una escalera y la profundidad de las arrugas de expresión que, en ese momento me di cuenta, lo mostraban más adelgazado. El reflejo azul en sus anteojos me dejaba ver mi propia imagen distorsionada.
—¿Cómo andás, papín? Contame algo.
—Ando bien, hijito. Sin mayor novedad.
Quería llevarlo a su caída de un par de semanas atrás, y a la de ese día. También a su problema para caminar, pero no quería exponer a su novia. Tampoco caer en una anamnesis médica, sino más bien quedarme en hijo preocupado.
—Contame cómo te sentís.
Dudó un instante.
—Bueno… con algún problemita menor en las piernas.
Ya estaba, había prendido.
—Bueno, papín. ¿Están débiles las piernas? —me la jugué.
—No sé si tanto como débiles, pero sí que no me responden como antes. Bueno, el neurólogo sos vos, pero no creo que sea nada…
—¿Cómo estás orinando? ¿Se te escapa un poquito? —estaba buscando síntomas medulares por la caída de espaldas que había tenido.
—Bueno, ahora que lo decís… ¡a veces no llego al baño!
—Esa falta de control en las piernas ¿te produjo alguna caída?
Se quedó en silencio. No quería responderme. Se notaba en su expresión adusta, casi enojado. Lo vi entrar en conflicto. Finalmente dijo:
—Bueno, sí. Hoy me caí y estuve tirado en el piso un rato.
—No te podías levantar solo…
—No, me costaba. Silvia me ayudó.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el piso, papín?
Se volvió a retraer. Pero volvió a aflojar.
—Dos horas.
—Bueno, papín, ¿sentís algún dolor en alguna parte?
Abrí la tapa de la computadora detrás de la línea de la cámara del celular. Ubiqué el chat con Matu, la hermana del medio de las tres que tengo, única con la que compartimos ambos progenitores, y le escribí que papá estaba para internar. Que tenía que ser en el lugar con la mayor complejidad posible. Que podían ser varios diagnósticos, pero que había que estudiarlo. Hablamos sobre el riesgo de contagiarse coronavirus. Acordamos que había que correr ese riesgo.
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