Ramón Ferro - Los días del piano

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"Parafraseando a Carrère en su libro Limónov, quiero decir que esta crónica de Ramón Ferro no es una ficción, es real, y la conozco. Ramón, que vive en Merlo, San Luis, recibe un whatsapp de su hermana Matu, un mensaje respecto a la delicada salud de su padre.
Ramón es médico neurólogo y entiende mejor que nadie que los síntomas son graves, por lo cual decide viajar a Mar del Plata para verlo. Para entonces, otoño de 2020, el país está en cuarentena y con todos los pasos fronterizos e interprovinciales cerrados.
Ramón se despide de su mujer y de sus hijos y se sube a la camioneta. Tiene que recorrer mil trescientos kilómetros y cruzar dos pasos interprovinciales. Espera que en cualquier momento le lleguen las autorizaciones que pidió para hacer el viaje. Se mete en una YPF para hacer la primera carga de combustible. Se pide un café en vaso grande para llevar. Piensa, lo entiende en ese momento, que saborea el café a conciencia de que se agarra de la última rutina disponible. «Nada de lo que vendría de ahí en adelante —dice Ramón— tendría el amparo de la rutina.»
Un relato valiente, escrito con las heridas abiertas y con una voz que muestra y conmueve. En el que tanto el viaje, el reencuentro como la reconciliación tienen alcohol al setenta por ciento, como así también las pérdidas" (Daniel López).

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Le hice señas a Matu a través del vidrio de la puerta para que saliera y le conté las novedades.

—Bueno. Ojalá sea un linfoma, entonces —dijo.

13

«el puntal emocional»

A la tarde del segundo día en Mar del Plata, a partir de la nueva situación de estabilidad de mi papá, acepté la invitación de que nos juntáramos los viejos amigos de la secundaria, que quedamos como amigos para siempre. El grupo estaba integrado por el Cabezón, el Enano, Maorito y yo. El grupo de WhatsApp, llamado “Amigos desde hace mucho”, era mi grupo más activo. En Mar del Plata vivían los primeros dos. Coordinamos por el grupo para juntarnos en un bar a media cuadra del Hospital Privado.

A eso de las seis de la tarde bajé a la calle y caminé la media cuadra. En la esquina, en la puerta del bar, estaba el Cabezón, con barbijo. Nos abrazamos y nos miramos un ratito el aspecto. Aunque estábamos en contacto diariamente, hacía más de dos años que no nos veíamos.

—¿Cómo está tu viejo?

—Está mejor que hace unos días. Estuvo bien jodido. Nos habían dicho que estaba en las últimas, cuando decidí venirme. Pero después repuntó y se estabilizó. Ahora está mucho mejor.

—¿Está conectado?

—Sí, está perfectamente orientado, pero perdió los últimos tres días. De eso no se acuerda nada. Se le borraron completamente. Allá viene el Enano —señalé la vereda de enfrente.

Venía caminando el Enano, primo hermano mío, mejor amigo en la infancia, compañero de banco en la secundaria y hermano de toda la vida. Tiró un pucho que venía fumando a la cuneta antes de abrazarse conmigo y después con el Cabezón.

—¿Qué dicen, trolos? ¿Hacemos un cafecito? Ya decretaron la vuelta a fase 3 para Mar del Plata. Desde las cero de esta noche. Aprovechemos que mañana cierran los bares otra vez —dijo el Enano.

Nos sentamos en una mesa al lado de una ventana. El Enano pidió café solo, yo cortado y el Cabezón té. Cuando llegó el servicio saqué una foto a la mesa y la subí al grupo para que Maorito, desde Buenos Aires, adivinara quién había sido el que había pedido té. «El Cabeza erótico pidió el té», escribió en el grupo. Nos reímos mucho.

Hablamos de cómo iban los embarazos de sus parejas. Los dos estaban por ser papás. El Cabezón, por primera vez; el Enano, con nueva gestión, su tercera paternidad. Esta vez, una nena. Expliqué con más detalle la enfermedad de mi viejo, y la posibilidad de que tuviera un diagnóstico relativamente favorable. Quedamos en juntarnos en la casa del Enano, en el bosque Peralta Ramos, para cenar juntos.

Nos despedimos los tres en la calle, subiéndonos los barbijos arriba de la nariz y poniéndonos alcohol en gel en las manos de un dispenser del bar. Yo crucé la calle para volver al hospital, sintiendo en el físico el puntal emocional que mis amigos me habían dado.

14

«salir el fin de semana»

—Ahí hacía guardia yo —dijo papá semisentado en la cama ortopédica, señalando el televisor que mostraba una guardia periodística en el acceso a la Quinta Presidencial de Olivos.

—¿Cómo ahí? —le pregunté.

—Durante una parte del servicio militar teníamos que montar guardia en la Quinta Presidencial de Olivos. Teníamos dos guardias con el uniforme de Granaderos, con el sable, y dos con ropa de fajina y fusil.

—Alguna vez me contaste que vos estabas de guardia durante el golpe militar a Ilia.

—Sí, yo estaba allí. En la Casa Rosada. Eso fue en junio del 66. El golpe militar de Onganía.

—Vos sabés, viejo, que hace un par de meses atrás le iba a contar un cuento a Fran y me pidió que fuera un cuento de algo que me pasó de verdad. Le dije que vos me habías escrito un mail hacía poco en el que me recordaste que cuando yo era chico te pedía «historias verdaderas».

—Sí, así me decías vos. Yo me tiraba a los pies de tu cama y te contaba historias. Vos pedías siempre las mismas. Repetidas.

—Sí, me acuerdo de muchas todavía. Bueno, justamente, cuando le dije eso a Fran, me pidió que le contara una historia que te pasó a vos. «Algo que le pasó al abuelo», dijo. Así que yo le conté una historia de tu servicio militar. Me acuerdo muchas de esas historias. Hay una en particular que siempre recuerdo. Le conté esa.

Mi viejo, chiquitito en esa cama enorme, agarró el control remoto de la mesa de luz y le bajó el volumen al televisor usando el botón con el signo menos, y no el mute . El audio del relato periodístico se fue reduciendo hasta quedar bajito. Yo le conté.

—Me acuerdo de una historia de la vida en el regimiento. Que había una revista previa al fin de semana en la que cada conscripto tenía que exhibir la ropa que había recibido, y que no le faltara nada. Mostraría la ropa que llevaba puesta y una muda más. Pero siempre había un faltante porque algún superior entraba de noche y se afanaba algo. Entonces se armaba una cadena de robos en la que cada uno se preocupaba de poder pasar la revista y que le permitieran salir ese fin de semana. Un día a vos te faltaba una media y se acercaba el horario. Entonces a la media que tenías le cortaste el puño, te lo pusiste a mitad de la pierna y te calzaste el borceguí, haciendo que el puñito de media asomara por arriba. En el otro pie te pusiste la media cortada a la que le habías abierto la punta, así que la subiste para que también asomara arriba de la bota. Cuando llegó la revista te levantaste las botamangas del pantalón y mostraste los dos puños de media asomando. De ese modo pudiste salir el fin de semana. ¿Te acordás?

—Cómo no me lo voy a acordar. Me parece increíble que vos te lo acuerdes. Hace cuarenta años te conté esa historia.

—Sí, era chiquito. Bueno, el asunto es que a Fran le encantó porque habías engañado a los que te habían querido cagar. Se moría de la risa. Después me pidió esa historia varias veces más.

—Increíble, hijito.

—Al final… ¿Te gustó a vos la colimba, viejo? ¿Te parece que te sirvió?

—Diría que el saldo fue positivo —la mirada del viejo se perdió en sus recuerdos. Después de un rato de silencio, subió el volumen del televisor usando el botón con el signo más.

15

«ya habríamos bajado las persianas»

Al día siguiente fue sábado. Durante el pase de sala de los médicos que tenían a cargo el seguimiento de mi papá, acordamos que ya no tenía sentido que él permaneciera internado. Los médicos dijeron que ahora estaba estable y que faltaban varios días para los resultados definitivos de las biopsias. Que prolongar los días de internación aumentaba la posibilidad de que se contagiara alguna infección. Que lo mejor sería que se fuera a su casa. Matu y yo estuvimos de acuerdo y nos pusimos en campaña para organizar el alta.

A media mañana Matu bajó a una de las farmacias cercanas al hospital. Al subir me mostró la bolsa con lo que había comprado: pañales para adultos y varias cajas de medicamentos. Le dije que iba a ir a una ortopedia a buscar algunas cosas y comprar algo de ropa cómoda para el viejo, sobre todo teniendo en cuenta que se lo iba a dar de alta con la sonda vesical puesta. Matu me dijo que había dos ortopedias cerca de la esquina de Independencia y Alberti, y que para la ropa fuera a la calle San Juan, que ahí había muchas tiendas.

—Hace veintisiete años que me fui de Mar del Plata, Matu. No me acuerdo de muchas calles.

—Alberti e Independencia… ¿sabés dónde es?

—Sí, eso sí. San Juan también la ubico… Paralela a Independencia, como diez para allá —señalé la dirección.

—Sí. Andate a San Juan, entre Moreno y Luro. Hay muchos negocios de ropa. Llevate mi auto —me dio las llaves.

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