Ramón Ferro - Los días del piano

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"Parafraseando a Carrère en su libro Limónov, quiero decir que esta crónica de Ramón Ferro no es una ficción, es real, y la conozco. Ramón, que vive en Merlo, San Luis, recibe un whatsapp de su hermana Matu, un mensaje respecto a la delicada salud de su padre.
Ramón es médico neurólogo y entiende mejor que nadie que los síntomas son graves, por lo cual decide viajar a Mar del Plata para verlo. Para entonces, otoño de 2020, el país está en cuarentena y con todos los pasos fronterizos e interprovinciales cerrados.
Ramón se despide de su mujer y de sus hijos y se sube a la camioneta. Tiene que recorrer mil trescientos kilómetros y cruzar dos pasos interprovinciales. Espera que en cualquier momento le lleguen las autorizaciones que pidió para hacer el viaje. Se mete en una YPF para hacer la primera carga de combustible. Se pide un café en vaso grande para llevar. Piensa, lo entiende en ese momento, que saborea el café a conciencia de que se agarra de la última rutina disponible. «Nada de lo que vendría de ahí en adelante —dice Ramón— tendría el amparo de la rutina.»
Un relato valiente, escrito con las heridas abiertas y con una voz que muestra y conmueve. En el que tanto el viaje, el reencuentro como la reconciliación tienen alcohol al setenta por ciento, como así también las pérdidas" (Daniel López).

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10

«de un área libre de coronavirus»

Ya casi de noche, llegué al peaje antes del ingreso al partido de General Pueyrredón. Pagué los ochenta mangos y crucé las cabinas. Del otro lado estaba el operativo policial. Había varios autos estacionados oblicuamente en la banquina y subidos al césped de la rotonda con el cartel grande que dice «Mar del Plata».

—Buenas noches, caballero. ¿De dónde viene? —me preguntó un hombre vestido de civil junto a un policía uniformado.

—Vengo desde Merlo, provincia de San Luis.

—¿Tiene el permiso de circulación nacional?

—Sí, ya se lo doy.

—No me lo dé, solo muéstremelo. Bien. Bueno, caballero, va a tener que cumplir una cuarentena de catorce días antes de poder circular por la ciudad. Desde esta mañana Mar del Plata retrocedió a fase 3 de la cuarentena. Estacione la camioneta por allá —me señaló un espacio entre autos, que estaban siendo atendidos por varios uniformados más.

—No, pero yo no tengo catorce días…

—Estaciónese allá, por favor. Estamos cortando la circulación acá.

Moví la camioneta hasta donde me indicó el hombre, conteniéndome la angustia. Una mujer policía se acercó a la ventanilla y me hizo señas de que bajara el vidrio. Tenía una carpeta en la mano en la que hacía anotaciones. Venía de hablar con el hombre que me había dicho de la cuarentena y que ahora atendía a otros vehículos.

—Señor, dígame la dirección en la que va a cumplir el aislamiento. ¿Qué le pasa? ¿Se siente bien? ¡No, señor, no se ponga así! Son tiempos difíciles para todos… ¿Qué le pasa? ¡Tranquilo! ¡Vamos! Tranquilícese, señor. Cuénteme. ¿Qué pasa?

—Mi papá está muy grave. Vengo desde lejos para verlo… —y la parte superior del barbijo ya tenía la aureola de las lágrimas que, sin que pudiera hacer nada al respecto, brotaban de mis ojos.

—Ay… lo lamento mucho… —la mujer policía también empezó a llorar—. No se preocupe. Mire, la verdad es que usted viene de un área libre de coronavirus. Porque en San Luis no hay, o hay muy poco, ¿cierto? Yo creo que con eso sería suficiente. Si usted viniera de un área infestada… bueno. Pero no. Mire. Vamos a hacer así. Vaya, nomás. No se preocupe. Vaya, vaya. Y dele un fuerte abrazo a su papá.

11

«qué viaje de locos»

Llegué al centro de Mar del Plata alrededor de las ocho de la noche. Había hablado con Ricky, mi cuñado, y acordamos que nos encontraríamos en la puerta de la cochera de un amigo de él, donde podría guardar la camioneta. El dueño de la cochera me dio instrucciones sobre el uso del portón, me entregó una llave y me dijo:

—Listo, loco. Suerte con lo de tu viejo.

—Gracias, hermano.

Pasamos el equipaje de la camioneta al auto de Ricky y fuimos hasta su casa a dejarlo. Allí estaban mis sobrinas, las dos más grandes y la chiquita, de tres años, a quien, por sus rulos rubios, llamo «mi sobrinita de oro». Anni, mi sobrina mayor, hija de Matu de un matrimonio anterior, me había cedido su habitación durante mi estadía en su casa. Dejé las cosas y salimos con Ricky para el Hospital Privado de la Comunidad.

En el trayecto hablamos de lo rápido que había sido todo. Que era sorprendente cómo una enfermedad tan diseminada se había demorado tanto en dar síntomas.

Ricky me dejó en la vereda del hospital. Subí la rampa junto a la guardia y entré. Llegué hasta un puesto donde había un guardia. Me preguntó el documento. Verificó en una computadora que estuviera autorizado. Matu ya había hecho el trámite. Finalmente me roció alcohol en las manos y me indicó que tenía que subir al segundo piso. Fui por escalera, para evitar el ambiente de encierro del ascensor. En ese piso había otro puesto de control donde también me preguntaron el documento. Entré y finalmente llegué a la habitación de mi papá. Matu estaba con él, apoyada en la baranda de la cama, conversando.

—¡Hijito, qué viaje de locos te has hecho!

—Hola, viejito. Ya llegué.

Le di un abrazo al viejo, que desgarbado quedaba chiquito en la cama ortopédica, como si no hundiera el colchón. Tenía una vía endovenosa cerrada en cada mano, un tinte pálido amarillento en la piel y una sonrisa de alivio en la cara.

Después abracé a Matu, y nos quedamos un rato así, juntos, también aliviados.

12

«que el de ustedes»

En mi primera noche en Mar del Plata, Matu se había quedado a dormir en la habitación con el viejo, en un sofá junto a la cama ortopédica. Yo dormí en su casa, en la habitación cedida por mi sobrina. Al despertarme me bañé y me vestí, y salí caminando hacia el hospital, ubicado a unas cinco cuadras.

Cuando llegué, papá y Matu estaban despiertos, contentos, hablando de la vida. Matu me dijo que bajaba un momento, yo me quedé con el viejo. Le pregunté cómo había dormido, me dijo que bien. Quería saber toda la verdad sobre su salud, que le contara todo. En el relato de los últimos acontecimientos, me confesó que tenía los tres días anteriores borrados, que no recordaba nada de lo que yo le contaba de esos días. Sorprendido, pensó un momento y después me dijo que lo ayudara a rellenar esos blancos, que no quería dejarlos vacíos. Me dijo que intentaría llenar esa memoria con mi relato.

Le conté que lo habíamos internado cinco días atrás. Que al segundo día se había descompensado. Que se le había encontrado una enfermedad diseminada. Que había tenido una hemorragia importante. Que habían tenido que hacerle una transfusión sanguínea. Me preguntó si tenía cáncer. Le dije que sí, pero que la palabra cáncer no era un tipo de enfermedad sino que había muchos tipos, con distintas posibilidades de tratamiento y distintos pronósticos. Le impactó la palabra cáncer .

—Con todos los quioscos que me he fumado, debe ser de pulmón, supongo —comentó.

—Aparentemente no, viejo. Pero igual todavía hay que esperar los resultados de las biopsias.

Matu llegó con café con leche en vasos con tapa y unas medialunas. A papá le llegó el desayuno hospitalario.

—No es lo mismo mi desayuno que el de ustedes —dijo el viejo, y los tres nos reímos un rato.

Más tarde vinieron a la habitación dos neurólogos. Nos presentamos en pleno ejercicio de fraternización entre colegas. Hablamos de aquello a lo que yo más me dedicaba específicamente, de cómo se laburaba en San Luis, de sus posibilidades de inserción en Mar del Plata. Me llevaron a una terminal informática en el pasillo de distribución y me mostraron las imágenes de resonancia magnética de mi papá. Pude comprobar la extensión de la enfermedad oncológica. Les agradecí el trato especial y todo lo que habían hecho.

En su ronda, también vino el gastroenterólogo, que le había hecho la endoscopía unos días antes. También amistosamente me mostró las imágenes endoscópicas de la úlcera sangrante. Finalmente me comentó que él era oriundo de San Luis, y recorrimos un poco su historia personal. Le agradecí también a él todo lo que había hecho.

Al teléfono de mi hermana llamó el oncólogo. Sabía del hijo médico de mi papá, y le preguntó si podía hablar conmigo. Matu me pasó su teléfono y salí de la habitación para hablar en el pasillo. Me dijo que habían llegado los resultados de las biopsias. Que podían ser dos diagnósticos muy diferentes: un carcinoma muy indiferenciado o un linfoma de células grandes. Le dije que eran muy diferentes los pronósticos de esos dos diagnósticos: el primero, terminal; el segundo, con posibilidades terapéuticas concretas. Me dijo que era exactamente así, que el proceso de inmunohistoquímica que les harían a las biopsias en los siguientes días definiría en cuál de las dos situaciones estábamos.

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