Ramón Ferro - Los días del piano

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"Parafraseando a Carrère en su libro Limónov, quiero decir que esta crónica de Ramón Ferro no es una ficción, es real, y la conozco. Ramón, que vive en Merlo, San Luis, recibe un whatsapp de su hermana Matu, un mensaje respecto a la delicada salud de su padre.
Ramón es médico neurólogo y entiende mejor que nadie que los síntomas son graves, por lo cual decide viajar a Mar del Plata para verlo. Para entonces, otoño de 2020, el país está en cuarentena y con todos los pasos fronterizos e interprovinciales cerrados.
Ramón se despide de su mujer y de sus hijos y se sube a la camioneta. Tiene que recorrer mil trescientos kilómetros y cruzar dos pasos interprovinciales. Espera que en cualquier momento le lleguen las autorizaciones que pidió para hacer el viaje. Se mete en una YPF para hacer la primera carga de combustible. Se pide un café en vaso grande para llevar. Piensa, lo entiende en ese momento, que saborea el café a conciencia de que se agarra de la última rutina disponible. «Nada de lo que vendría de ahí en adelante —dice Ramón— tendría el amparo de la rutina.»
Un relato valiente, escrito con las heridas abiertas y con una voz que muestra y conmueve. En el que tanto el viaje, el reencuentro como la reconciliación tienen alcohol al setenta por ciento, como así también las pérdidas" (Daniel López).

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Le dije que ya había iniciado el plan de viajar y que estaba solicitando autorización al Comité de Crisis de Coronavirus de San Luis para salir de la provincia porque las fronteras estaban cerradas por la pandemia. Le dije que ya había llenado el formulario online y que estaba a la espera de más instrucciones para avanzar. Le pedí que me averiguara sobre los requisitos para ingresar a Mar del Plata. Le dije que con suerte podría salir en tres días para allá. Me contestó que ojalá hubiera tiempo.

Un espacio libre de tiempo causado por la falta de varios pacientes seguidos, lo cual no es habitual, me permitió hacer varias llamadas para intentar agilizar los trámites. Bajé la aplicación para el autodiagnóstico de covid y completé el formulario de autorización de circulación nacional.

Un rato después me llamó el gastroenterólogo que le había hecho la biopsia a mi papá. Me dijo que tenía el estómago lleno de sangre, que en el momento en el que él hizo el estudio la úlcera ya no sangraba, que parecía ser una metástasis que venía desde afuera del estómago y no una simple úlcera gástrica regular. Me dijo que había tomado una muestra con el mandril para mandar a analizar. Además, me dijo cuál era el tratamiento que pensaba seguir para intentar que dejara de sangrar. Finalmente, que tal vez le harían una transfusión sanguínea, ya que había sangrado mucho. Le agradecí por todo lo que había hecho y por la molestia que se había tomado en llamarme para darme detalles técnicos.

Cuando ya había terminado la mañana laboral, mientras colgaba mi guardapolvo, cerraba mi computadora y armaba la mochila, Matu volvió a llamarme. Lloraba. Entre sollozos me dijo que me apurara. Que estaba muy preocupada por el hecho de que papá y yo no llegáramos a vernos y que eso me dejara una cuenta pendiente. Le dije que iba a tratar de acelerar las cosas todo lo posible, pero que no tuviera esa preocupación. Que papá y yo nos habíamos reencontrado a partir del cafecito en Mar del Plata, cerca de Güemes, que nos habíamos dicho todo lo que había que decir, que después habíamos compartido un asado maravilloso, y que desde entonces nos llamábamos o nos comunicábamos por WhatsApp de forma cotidiana. Que me ponía muy triste que estuviera tan enfermo. Le recalqué que yo quería verlo, pero que en el caso de que no pudiera, creía que no me quedaría una cuenta pendiente. Me dijo que se alegraba por eso. Le dije que viajaría ni bien me autorizaran a salir. Y los dos lloramos un rato juntos.

6

«atenderlo igual»

Desde el Comité de Crisis me dijeron que me autorizarían a salir de la provincia de San Luis si les adjuntaba documentación que permitiera constatar que había sido autorizado a ingresar a Mar del Plata. Todavía no la tenía, aunque la había solicitado en un trámite web. Le comenté a Matu en varios mensajitos que tenía pendiente ese trámite. Me dijo que intentaría desde allá hacer lo mismo.

Me puse a atender a los pacientes de esa mañana. Si bien no tenía las autorizaciones, ya había tomado la decisión de cancelar la agenda desde ese día en adelante, con la intención de viajar a la mañana siguiente. Atendí a los pacientes con el mayor esmero posible, sabiendo que mi pensamiento estaba en la enfermedad crítica de mi viejo, y no tanto en lo que tenía adelante.

Un paciente que solía trabajar en una ferretería de Merlo de la que soy habitué me escribió un mensaje. Hacía un par de años que no sabía de él. En el texto me contaba que le habían vuelto los vértigos y me preguntaba si podía atenderlo. Le contesté rápido para decirle que era el último día que atendería porque tenía que viajar de urgencia por temas de familia. Le dije que se acercara al consultorio lo más rápido que pudiera. Un rato más tarde, estaba en la sala de espera y lo hice pasar.

Mientras se acostaba en la camilla, le conté sin detalles que mi papá estaba enfermo, que me había enterado el día anterior y que quería llegar a verlo y darle un abrazo. Finalmente le hice la maniobra diagnóstica para el vértigo posicional benigno y luego la maniobra de reposicionamiento, con la que suele ceder todo el cuadro. Le dije que cualquier cosa me escribiera, y que, si no, nos veríamos a la vuelta para control. Antes de irse me recordó que una vez había ido a la ferretería para buscarle una herramienta como regalo para mi viejo, y los dos nos despedimos con un fuerte abrazo. Más tarde ese día me mandó un mensaje para agradecerme que lo hubiera atendido en ese momento difícil. Que podría haberme disculpado por la situación y no atenderlo, pero que yo había decidido atenderlo igual, y que valoraba y me agradecía que lo hubiera hecho. El mensaje me hizo bien. Me reconfortó. Le mandé un audio agradeciéndoselo. Me respondió con un abrazo fuerte.

Esa tarde Matu consiguió establecer contacto con el subsecretario de Seguridad de Mar del Plata, y obtuvo mi permiso para ingresar al Partido de General Pueyrredón por razones de fuerza mayor. Me mandaron el PDF por WhatsApp.Matu me mandó un mensaje: «Todo te lo tengo que conseguir yo?». Le contesté con muchos «Ja ja ja». Subí el PDF a la plataforma web del Comité de Crisis de San Luis para tratar de que me aprobaran la salida antes de la noche, así podía viajar a la mañana siguiente.

Ese día era el cumpleaños de Laurita. A ella no le gusta festejar su cumpleaños. La noche anterior, a las doce, la habíamos sorprendido con los chicos, las dos nenas de ella y nuestro hijo juntos, con un operativo de regalos múltiples. Le habíamos conseguido una manguera de jardín con carro con ruedas y manija para enrollar. Un sombrero con ala ancha que la proteja, ya que su piel no es apta para exponerse mucho al sol. Ropa, chocolates, velas, un mate. En la reunión familiar de su cumpleaños que se improvisó esa tarde, con una pata del pensamiento en el lugar y otra en la situación de mi viejo, pensé en que es posible estar alegre y triste al mismo tiempo.

7

«con Infinia Diesel»

A la mañana siguiente me levanté temprano. Me pegué un baño y me vestí. Cuando bajé a la cocina, Laurita se había levantado para acompañarme en el desayuno. Charlamos de que todavía no figuraba mi autorización en la página del Comité de Crisis. Le dije que tenía que recorrer prácticamente toda la provincia de norte a sur, que me llevaría varias horas y que esperaba que la autorización apareciera antes de llegar al puesto fronterizo con la provincia de La Pampa.

Subí mi carry on y la mochila al asiento trasero de la camioneta, y la bolsa con frutas y comida que me había preparado Laurita en el asiento del acompañante para tenerla a mano. Tiré arriba del tablero un folio con los permisos de circulación nacional y marplatense impresos. Nos despedimos con Laurita con besos y abrazos, y salí. Crucé el pueblo vacío por la Avenida del Sol. Los semáforos en luz amarilla intermitente de la madrugada no me detuvieron en ningún punto. Rodeé la rotonda de acceso a Merlo y tomé la ruta a Santa Rosa. Puse una playlist desde Spotify que había descargado el día anterior, con más de ocho horas de clásicos de los ochenta y noventa. La autopista estaba vacía. Paré en el peaje de Santa Rosa y usé mi tarjeta de viajero frecuente para pagar el peaje. La mujer de la cabina del peaje me reconoció y, detrás de la cortina de hule transparente de protección, agitó la mano y me gritó: «¡Chau, doctor, buen viaje!».

El sol asomó por arriba de la Sierra de los Comechingones e iluminó el paisaje rural cuando iba a mitad de camino entre Concarán y Tilisarao. Al llegar a Naschel entré a una YPF para comprar un café y cargar gasoil. Cuando estaba bajando de la camioneta me sonó el teléfono; «número privado». Atendí la llamada. Era un hombre del Comité de Crisis que había leído el último mensaje que yo había cargado en el sistema la noche anterior en el que decía que comenzaría mi viaje a la madrugada, aunque no estaba librada la autorización y que esperaba que apareciera durante mi trayecto. En el mensaje aclaraba que el estado de salud de mi papá era crítico y que no tenía más tiempo, que tuvieran toda la consideración posible al respecto. El hombre me dijo que me iban a autorizar, pero que faltaban algunos pasos administrativos. Le dije que ya estaba en camino y que en unas dos horas llegaría al paso fronterizo, que esperaba que para entonces se pudieran haber dado esos pasos. Me dijo que creía que sí.

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