—Puede ser un poco de dolor de espalda. Pero no mucho.
—Bueno, viejo, pero… estaba pensando… me parece que lo mejor va a ser que te internemos.
—¿Internarme? —los ojos se le abrieron detrás del reflejo azul de los anteojos.
—Sí, porque ese problema en las piernas no se puede quedar sin diagnóstico, papín. Hay que saber qué es. ¿Me entendés? Hay que saber qué pasa.
El viejo que siempre conocí se habría resistido. Habría ejercido toda la oposición posible. Pero este que se inauguró en el bar, cerca de Güemes, me respondió:
—Está bien, hijito. Lo que vos digas.
Matu me llamó por la mañana. Ella había pedido la ambulancia la noche anterior para trasladar a papá a la guardia. Me contó que estaban en el departamento esperando a que llegase el traslado. Me dijo que estaba conforme con que decidiéramos internarlo porque no lo veía bien. Me dijo que le costaba mucho caminar. Además, me contó que el departamento de papá tenía un abandono importante. Que los olores a cigarrillo y encierro eran insoportables. Que al lado de la cama el piso estaba pegajoso. Que las cortinas tenían un tizne oscuro entre los pliegues. Que faltaba el oxígeno. Me dijo que cuando terminara de internarlo le iba a pedir a Yamila que le limpiara el departamento. Que intentó antes pero que él nunca quiere. Que Yamila le cambia de lugar sus cosas. Que Yamila le desconecta los cables del televisor de tubo que todavía tiene. Que es importante porque así puede seguir grabando en la videocasetera programas de política que se emiten en simultáneo y que si no se perdería. Que cada vez que se va Yamila, después no anda nada.
Pasado un rato Matu me escribió un mensaje en el que me decía que ya estaban cargando al viejo en la ambulancia para llevarlo. Y otro para decirme que el habla de papá estaba extraña, como si estuviera borracho. Que Silvi, la novia, también lo notaba desde hacía unos días. Le contesté que me avisaran cuando llegaran a la guardia. Le conté todo a Laurita mientras tomábamos unos mates en casa. Seguimos conjeturando diagnósticos posibles.
Salí en la camioneta a hacer compras habituales de domingo temprano. Era una mañana soleada de invierno. Fui con las ventanillas medio bajas, inspirando hondo el aire fresco de Villa de Merlo, escuchando una playlist de Spinetta. Crucé el badén de la avenida Dos Venados, casi sin agua, y bajé por Avenida del Libertador, hasta el arco de Barranca Colorada. Estacioné frente a la carnicería de Juancito y saqué el celular para leer el pedido que siempre me manda Laurita para que no me olvide nada.
Entró una llamada de Matu. La atendí. Me contó que en la guardia del Hospital Privado no querían internar a papá. Que a la médica que los atendió le pareció que era para manejo ambulatorio. Que con la crisis de covid-19 el hospital no estaba para internar pacientes para estudio. Matu me terminó diciendo que le parecía que iban a tener que volver al departamento. Le pregunté si veía posible que yo pudiera hablar con la médica, si podría pasarle el teléfono. Escuché la voz de mi papá, cerca de Matu, que decía que la vieja que los había atendido no servía para nada. Que ni lo había mirado. Noté la observación de Matu y la voz arrastrada de papá. Matu me dijo que iba a intentar pasarme la llamada con la médica. Cortamos. Entré a la carnicería de Juancito y le leí el pedido al carnicero. Juancito no estaba. Los domingos pilotea el negocio desde la casa. Es un buen amigo mío. Nuestros hijos son compañeros de primer grado y muy amigos. Le pedí el kilo y medio de molida, los bifes de cuadril, las dos colitas, los dos kilos de blanda para milanesas. El teléfono vibró en el bolsillo. Matu me dijo que me pasaba con la médica. La voz áspera del otro lado me dibujó una mujer de sesenta y pico, fumadora empedernida, con el atado y el encendedor en el bolsillo del guardapolvo, burn out , teñida de rubio, con las raíces blancas. Largó con un monólogo sobre los riesgos de ingresar a una institución llena de pacientes con covid y no me dejó meter bocado por un rato largo. La interrumpí y le dije que yo era neurólogo. Me contestó que ya se había enterado. Le dije que un paciente con una paraparesia aguda sin diagnóstico se internaba, acá y en la China. Me dijo que lo máximo que podría hacer era dejarlo a criterio de la guardia de neurología del hospital. Pero que no sabía cuándo tendrían tiempo de evaluarlo. Le contesté que por mí estaba bien. Que gracias. Cuando Matu volvió al teléfono, escuché los gritos de la médica diciendo con ironía que iba a tratar de conformar al doctor.
Matu y yo volvimos a hablar.
—¿Viejo adentro?
—Viejo adentro. Después te llamo.
A la mañana siguiente Matu me mandó un mensaje para pedirme que la llamara cuando pudiera. Vi el mensaje en la pantalla de la computadora. Le apagué el volumen. Yo estaba atendiendo en el consultorio. Cuando terminé con la consulta que tenía en curso y despedí al paciente, cerré la puerta y llamé a Matu. Me dijo que le habían cambiado la bocha. Que la resonancia no mostraba fracturas ni problemas relacionados con la caída, pero que sí se veían muchas manchitas. Me dijo que el neurocirujano quería hablar conmigo, que en un rato me volvería a llamar y me pasaría con él.
Seguí atendiendo a algunos pacientes más, haciendo un esfuerzo por concentrarme. En medio de una consulta el teléfono volvió a sonar. Me disculpé con el paciente y salí del consultorio para atender la llamada afuera. Me fui a la sala de reuniones del instituto y abrí la ventana. El colega, con mucha amabilidad y solidarizándose conmigo, me contó que se veía una enfermedad oncológica diseminada en varios puntos, varias vértebras, hígado, por lo menos. Que no había nada de resorte quirúrgico en lo inmediato, y que mi papá iba a ser visto por el servicio de oncología. Que lamentaba tener que darme esa noticia y que la cosa venía difícil. Le agradecí por la molestia que se había tomado en llamarme y por su sinceridad.
Sorprendido, me forcé por volver a concentrarme en el paciente que me esperaba, a quien todavía no había revisado. Le pedí que se sentara en la camilla para hacerle el examen físico neurológico. En cada punto del examen, además de registrar los hallazgos, pensaba en qué encontraría en mi papá si estuviera revisándolo a él. Lo imaginaba con su cuerpo flaco, hundido en el colchón de la cama de hospital, desconcertado. Al finalizar la consulta me fui a la cocina a servirme un café, aprovechando el tiempo que había dejado el faltazo de otro paciente. Al volver a mi escritorio con la taza, con la cabeza procesando los datos médicos recién recibidos, en un movimiento torpe volqué el café sobre el escritorio y mi computadora. La levanté y la dejé en el aire de costado, chorreaba café sobre el escritorio, a la vez que le sacaba el cable y apretaba el botón de apagado. Llamé a Lili para que me ayudara; se fue y volvió con un trapo. Empezó a limpiar el lío que yo había hecho.
—Parece que mi viejo está muy enfermo, Lilita.
—¡Uy, no, qué macana!
5
«que se alegraba por eso»
A la mañana siguiente, también mientras atendía en el consultorio, Matu me llamó otra vez. Me dijo que la noche anterior había sido un desastre. Que papá se había levantado de la cama ortopédica solo para ir al baño. Que estaba desorientado y que se había descompensado. Que la enfermera que lo ayudó había notado que en la caca había sangre digerida y que ahora lo estaban estudiando por una hemorragia digestiva. Que había empeorado mucho. Que casi no la había reconocido a ella, que no se le entendía lo que hablaba. Que le estaban haciendo una endoscopía en ese momento y que los médicos ahora hablaban de un pronóstico reservado.
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