Llené el tanque con Infinia Diesel. Pagué usando la aplicación de YPF, que nos hace descuento a los profesionales de la salud. Me compré un cortado en vaso grande para llevar. Es una rutina que tenemos con Laurita que nos gusta: parar en Naschel cuando vamos a San Luis capital y tomar un cortadito. Lo disfrutamos. Pedí el café con la conciencia de que me agarraba de la última rutina disponible y que así colaboraba a mi adaptabilidad emocional. Nada de lo que vendría de allí en adelante, por varias semanas, tendría el amparo de la rutina.
Unas horas más tarde llegué efectivamente al puesto fronterizo con La Pampa. Frené delante de los conos anaranjados que bloqueaban el paso, debajo de un cartel pasante que decía «San Luis». Un policía salió del destacamento y se acercó a mi ventanilla.
—Buen día, caballero —hizo una leve venia.
—Buenos días. Tengo pedida al Comité de Crisis de la provincia la autorización para salir. No sé si ya habrá llegado.
—Tenemos una aplicación que nos dice. Dígame su documento, por favor.
Le canté los ocho números, que fue cargando en su teléfono.
—No, lamentablemente no me figura autorizado, caballero. Le voy a pedir que haga marcha atrás y se estacione allá, en la banquina.
—Pero hace un par de horas me llamaron por teléfono y me dijeron que me iban a autorizar.
—Sí, pero a veces tardan. Hasta que no figure acá, no puede pasar. Le pido que se estacione allá.
Di marcha atrás con la camioneta y estacioné antes del destacamento, junto al guardarraíl. Agarré el celular que tenía en el tablero y verifiqué la señal de internet: no tenía. Me puse el barbijo y bajé de la camioneta. Caminé unos pasos hacia atrás, por la banquina, hasta que conseguí un palito de señal. Abrí el navegador y entré en la página del Comité de Crisis. Me logueé y cargué un mensaje nuevo en el que decía que ya había llegado al puesto fronterizo y que no figuraba mi autorización. Que por favor la cargaran lo antes posible. Esperé un rato y luego volví a cargar la página para ver si había respuesta. Había un mensaje automático, extenso, que decía que estaba autorizado y luego todo el deslinde de responsabilidades y alcances de la medida. Volví hasta la camioneta, arranqué y volví a avanzar por la ruta hasta el cono. Una agente de policía mujer salió del destacamento y se acercó. Le expliqué lo que había pasado. Sacó su celular y me pidió que le dijera mi documento.
—Correcto, caballero. Puede pasar —y levantó el cono para correrlo a un lado.
—Muchas gracias. Buenos días —y crucé el límite.
Como unos cien metros adelante me paró el destacamento de La Pampa, improvisado con una casilla rodante. Otro policía me paró. Le expliqué que tenía autorización para pasar. Me preguntó si me iba a quedar en La Pampa. Le dije que no, que la cruzaría de oeste a este para llegar a la provincia de Buenos Aires, que tenía que llegar a Mar del Plata. Me preguntó si tenía el permiso de circulación nacional. Le dije que sí y lo saqué de entre los papeles impresos que había llevado. Me dijo que sostuviera el papel y mi documento con las manos, y que pusiera mi cara a un lado para que en una sola foto pudieran entrar las tres cosas: el código QR del permiso, el anverso de mi DNI y mi caripela. Accedí a la peculiar solicitud. El policía me sacó la foto y me dijo:
—Le mando esta foto al del puesto fronterizo por el que tenés que salir para que verifiquen que no te quedaste en la provincia. Esperá a que vea que la reciban allá y te dejo pasar —dijo mientras sostenía el teléfono frente a su cara para ver si el mensaje de WhatsApp que había mandado tenía los tildes y se pintaban de azul. Mientras tanto siguió hablando—: Cómo me cagó esta pandemia de mierda. Vos sabés que yo justo había sacado adjudicado el auto para poder salir a pasear con la familia y ahora me lo meto en el orto. Ni para ir al trabajo lo uso porque nos traen en el móvil. Aparte, acá estamos haciendo veinticuatro por veinticuatro. Nos matan. ‘Tá bien que nos garpan las horas extras, pero igual no damos más. Yo me quiero rajar a la mierda.
Sonó un mensaje en el celular del policía.
—Listo, papá. Andá nomás. Que tengas suerte, loco.
—Gracias, viejo, igualmente. Ojalá puedas salir pronto con tu auto nuevo.
9
«una mínima privacidad»
A pesar de que no había consumido más que un cuarto de tanque desde que había cargado en Naschel, decidí parar en Realicó, La Pampa, para llenar el tanque otra vez. La idea era no tener que parar en estaciones de servicio de la provincia de Buenos Aires por el riesgo de contagiarme coronavirus. Por entonces, tanto en San Luis como en La Pampa no había circulación comunitaria del virus. Con la autonomía de la camioneta llegaría a Mar del Plata sin tener que volver a cargar. Pararía a hacer pis en árboles y así evitaría los lugares con mucha circulación de gente. En el asiento del acompañante tenía bolsas con fruta, barritas de cereal, chicles, y en el compartimiento de la puerta llevaba una botella grande de agua.
Salí de Realicó con el tanque lleno y unos kilómetros después crucé el límite con la provincia de Buenos Aires. El destacamento policial fronterizo no mostraba ningún movimiento humano. No había policías afuera de la casilla rodante ni estaba obstaculizado el paso con conos. Bajé la velocidad a paso de hombre y lo crucé sin ningún control.
Seguí adelante hasta General Villegas y ahí tomé la ruta 226. A partir del ingreso a la provincia de Buenos Aires el tráfico aumentó un poco. Empecé a ver bastante circulación de camiones, aunque no de particulares. El plan de parar a hacer pis cuando tuviera la vejiga llena no era tan sencillo como había pensado. El tiempo transcurrido entre que sentía ganas hasta que efectivamente encontraba alguna arboleda propicia para parar y no hacer un acto de exhibicionismo, podía prolongarse hasta sentir que explotaba. Además, promediando la década de los cuarenta, algún signo de prostatismo ya se insinuaba. Un ejemplo claro era tener que orinar en dos tiempos cuando la vejiga estaba muy llena. Es decir, terminaba de orinar y una parte de la orina quedaba retenida, hasta que sentía ganas nuevamente apenas unos minutos después. Hacía tiempo que Laurita me sugería que hiciera una consulta a un urólogo.
La primera parada técnica fue efectivamente en una arboleda de eucaliptos. Eran árboles viejos, con troncos gruesos y mucha altura. Por la mitad se abría el camino de ingreso a una estancia, con tranquera y guardaganado. Bajé a la acequia que se entubaba debajo del camino, como para encontrar una mínima privacidad, y oriné allí. Me masajeé el muslo izquierdo, que me dolía desde hacía unos meses luego de un esfuerzo deportivo excesivo y me había causado un desgarro muscular, y que empeoraba con la posición de sentado. Volví a la camioneta, apagué las balizas y seguí adelante.
Pasé Pehuajó, Bolívar, Olavarría y Tandil sin parar. En el trayecto me llamó Maorito, uno de mis mejores amigos, del grupo de la secundaria. Sabía que estaba en la ruta y de la enfermedad de mi viejo, y quería hacerme compañía. Le conté cómo iba mi viaje y lo que me había contado Matu de mi viejo. La llamada cumplió el efecto de atenuar mi soledad. Entre Tandil y Balcarce, volví a parar para hacer pis. Ya estaba atardeciendo. Detrás de los árboles se extendían campos verdes que terminaban al pie de las sierras de Puerta del Abra. Recordé historias que me contaba mi papá cuando yo era chico, recostado a los pies de mi cama, historias en las que con su barra de amigos y hermanos subían a esas sierras y acampaban en cuevas. Me contó que había encontrado varias boleadoras y puntas de flecha de las tribus tehuelches que originariamente habitaron esas sierras. Recordé el propósito de mi viaje y a mi viejo muriéndose. Volví a llorar durante un rato, solo, en medio de la ruta.
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