L.E. SABAL - Los límites del segundo

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En «los límites del Segundo», Julián, el protagonista, es lanzado a la vida sin más armas que su aguda inteligencia y su innato optimismo.A pesar del infortunio que golpea a su familia desde su niñez , progresa y nada lo detendrá hasta lograr lo que se ha propuesto.
En esta cautivante novela aparece retratada una sociedad de manera irónica pero certera. El relato abarca treinta años. Casi una vida. Con sus luces y sombras, con sus tragedias y sus alegrías.
Una historia que nos habla de la libertad, y de la importancia de dibujar el propio camino. Pero sobre todo, nos habla de la necesidad de mantener vivos los sueños de la infancia y no dejar de perseguirlos nunca.

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Los tíos eran personas afables y consentidoras, ninguna de nuestras travesuras parecían molestarlos. El calor, sin embargo, los agotaba, sudaban todo el día. La tía abanicaba a su marido, le pasaba litros de agua y le administraba amorosamente sus remedios. Así pasaron once meses de esta rutina hasta que el tío pasó a mejor vida. Nosotros no entendimos cómo, ni siquiera sospechábamos que estaba enfermo. La tía lloró desconsoladamente por varios días, mi madre también. Nos contó que ella vivió con sus tíos toda su infancia, que ellos fueron sus padrinos de matrimonio. Familiares cercanos llevaron a mi padre hasta su casa en Bogotá permitiéndole conocerla y, a pesar de la oposición de algunos miembros de la familia, los tíos siempre protegieron ese noviazgo. La madeja se desenredaba lentamente en mi mente.

Desgraciadamente doña Flaca no había terminado aún su tarea. El turno ahora fue el de la tía. Aunque era de sospechar por su peso excesivo, también ella tenía el corazón enfermo. Pero fueron las penas las que la extinguieron rápidamente, solo duró tres meses más que su amado esposo.

***

Fueron días aciagos para la familia. Mis parientes viajaron dos veces seguidas desde Bogotá para las ceremonias de despedida. Los tíos eran una institución familiar y habían prodigado afecto y protección a sobrinos y a hermanos, le habían ayudado a todo el que lo necesitaba. Cuando tuvieron dinero, recuerdan todos, derrocharon bondad y generosidad. Llegaron los cachacos, mi familia del interior, todos gordos, cachetones y colorados por el calor.

***

Los rituales de la muerte eran muy peculiares por estas tierras, conformaban una mezcla sincrética de costumbres heredadas de tiempos antiguos. Las velaciones se hacían en el salón principal de la casa en cuyo centro se ponía el féretro a la vista de todos. Dos o tres grandes bloques de hielo eran colocados debajo del ataúd para retardar la descomposición. Los muertos por acá debían ser sepultados el mismo día, el calor no daba espera. La casa se llenaba de gente que no conocíamos pues no solo entraban los vecinos, sino que cualquier persona que deambulase por ahí podía entrar a preguntar por el muerto y a expresar «Mi sentido pésame, mijo». De pronto, se escuchaban gritos y lamentos desgarradores: eran las plañideras, mujeres negras que tenían como trabajo llorar los muertos ajenos. Era tal el escándalo de gritos y lamentos que semejaba más bien a un espectáculo jocoso. Los cachacos observaban con ojos desorbitados e incrédulos, nosotros reíamos, los vecinos murmuraban; costumbres paganas que iban desapareciendo. En adelante la muerte sería cruda y seca, un hecho luctuoso del que preferiríamos nunca ocuparnos.

***

El desfile de los viejos de mi familia no paró aquí. El padre de mamá, mi abuelo, hizo entonces su aparición. Durante mucho tiempo no entendí por qué estuvo primero mi abuela con nosotros varios años, y ahora ya muerta, el hombre llegaba a ocupar su lugar. Venía enfermo de reumatismo, sin dinero, y ya no era posible que consiguiera un empleo. Por algún tiempo se dedicó a su profesión de zapatero, hasta que la artritis le inutilizó las manos, sus dedos se encogían y se retorcían poco a poco sin que hubiera remedios capaces de detener la enfermedad. Otra carga más para mamá.

Sin embargo, hablar sí podía mi abuelo: tenía un repertorio tal de historias que a mí me mantuvieron atento durante años. Oriundo de Boyacá, provenía de una familia numerosa de campesinos y obreros de la región. Seguidores del partido liberal, se vieron pronto envueltos en la encrucijada de la violencia partidista que azotó al país en los años cuarenta y cincuenta. No había salida, era imperioso tomar partido, y aunque su familia no era activa, su filiación política era conocida por todos. Mi abuelo contó cómo fue testigo del asesinato de su padre una tarde en la propia puerta de su casa. Varios hombres llegaron, preguntaron por él, y sin mediar palabra lo atravesaron varias veces por el pecho y el estómago con tijeras de peluquería. El crimen provocó la huida de la familia hacia Bogotá, donde se establecieron en medio de grandes dificultades.

El paso de mi abuelo por varias fábricas como obrero raso lo puso en contacto con el sindicalismo, las revindicaciones por mejoras laborales se convitieron en su propia lucha, y pronto llegó a ser un conocido líder. Pero estas no eran épocas de tolerancia laboral, empresarios inescrupulosos respaldados por autoridades y policía aplastaban a los llamados voceros del comunismo. Las palizas y el encarcelamiento se convirtieron en una constante de su vida: mi abuelo era un agitador, un inútil. Así lo veían en su familia, y hasta su propia esposa, que al final optó por abandonarlo. Es cierto que el viejo no era un angelito, pues siempre fue reconocido como un picaflor y sus aventuras resonaban tanto como sus discursos encendidos. Razones tendría mi abuela para dejarlo.

3

Fue en el Segundo y en mi nuevo colegio donde mi vida comenzó a recibir la luz, era como si de un momento a otro el velo hubiera desaparecido por completo. Ahora veía los hechos más claros en su contexto, podía distinguir lo que sucedía en mi entorno, y mis percepciones eran más profundas. Y comencé a caminar con seguridad en los azarosos vericuetos de la amistad.

La Academia era un colegio regentado por la logia masónica de la ciudad; por lo tanto, era laico y no poco anticlerical. Estudiaban allí los hijos de los masones, y jóvenes de clase media o pobres que contaban con la ayuda económica de la institución. La mayoría de los estudiantes eran negros. Algunos compañeros provenían de pueblos cercanos; otros, la mayoría, venían de los barrios marginales de la ciudad. Las ideas pedagógicas de la Academia acogían a todo aquel que quisiera ingresar, con plata o sin ella, esa era la política oficial del colegio. Sorprendentemente gozaba de un buen nivel académico, se conocía de personajes ilustres de la ciudad que habían egresado de allí. Los masones tenían una poderosa rosca entroncada en todos los ámbitos del poder local, la Academia era su semillero. Cuando habíamos recién ingresado al colegio nuestro país ganó el campeonato mundial de béisbol aficionado. El lanzador de la selección y dos jugadores más eran estudiantes de último año en el colegio, fueron días gloriosos, la institución era muy popular.

Mis compañeros fueron lo mejor que obtuve del colegio, allí encontré jóvenes extraordinarios que enriquecieron mi vida haciéndome más resistente y más mundano. Entre ellos conocí al Mono, cuyo padre también había desaparecido en el accidente del barco; conocerlo me hizo consciente por primera vez de que lo había perdido para siempre.

En los patios primaba la ley del más fuerte, era indispensable pertenecer a un combo, de lo contrario la masa te engullía; las peleas a trompadas estaban siempre a la orden del día. Mi hermano fue el primero en mostrar su valor al enfrentarse a un muchacho negro muy fornido que gustaba de amedrentar a los demás, aunque quedó muy aporreado logró derrotarlo terminando así su reinado de terror. De esta forma logramos algo de respeto, pero las peleas nunca terminaron en el colegio, ni en la calle, siempre había algún motivo, no fueron pocas las veces que llegábamos a la casa magullados por completo. Y aunque no se permitían las peleas, profesores y adultos las toleraban. «Así se vuelven hombres», decían.

Las cosas cambiaron cuando nos percatamos de que un grupo de compañeros eran también nuestros vecinos. Eran seis más que vivían entre el Primero y el Cuarto, entre todos nos dimos protección y amistad por los años siguientes.

Nos íbamos y regresábamos juntos a pie del colegio, caminábamos para no pagar bus cerca de treinta minutos bajo el sol todos los días. En la calle aprendimos a defendernos y muchas cosas más, la caminata nunca fue motivo de queja para ninguno, al contrario, la disfrutábamos a fondo, molestando y haciendo travesuras en el camino. Por la noche nos reuníamos frecuentemnte en alguna esquina a conversar y a mamar gallo hasta muy tarde, cuando nos dábamos cuenta de que era hora de ir a dormir. Éramos libres, la vida con ellos era divertida.

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