L.E. SABAL - Los límites del segundo

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En «los límites del Segundo», Julián, el protagonista, es lanzado a la vida sin más armas que su aguda inteligencia y su innato optimismo.A pesar del infortunio que golpea a su familia desde su niñez , progresa y nada lo detendrá hasta lograr lo que se ha propuesto.
En esta cautivante novela aparece retratada una sociedad de manera irónica pero certera. El relato abarca treinta años. Casi una vida. Con sus luces y sombras, con sus tragedias y sus alegrías.
Una historia que nos habla de la libertad, y de la importancia de dibujar el propio camino. Pero sobre todo, nos habla de la necesidad de mantener vivos los sueños de la infancia y no dejar de perseguirlos nunca.

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***

En mi casa, fui el escogido por mi madre para ir al cine, no había plata para los demás. Me asignó la tarea de contarles las películas, así podían decir después que fueron al cine. Como mamá era la más interesada la perseguía por todas partes contándole hasta lo más mínimo. Si entraba al baño me paraba en la puerta y continuaba mi narración mientras ella me escuchaba desde adentro, éramos unos loquitos. Por cerca de cinco años fui el narrador del cine de actualidad en mi casa, hasta que comencé a ver películas para adultos. No había restricciones de edad en los teatros populares, podía ver lo que quisiera. De esta forma terminaron mis narraciones para mi público y comenzó mi verdadero amor por el cine. Me convertí en un cinéfilo empedernido, estudié la historia y la técnica del cine, aprendí sobre los grandes directores y su filmografía. Amaba el cine, y sigo haciéndolo.

***

Tres años después de llegar al Segundo, mamá decidió construir otro piso, quería que ahora que todos estábamos creciendo tuviéramos un espacio propio, así que mandó a construir dos habitaciones arriba para ella y para mis hermanas. Abajo quedamos mi hermano y yo en una habitación, y mi abuelo en otra. Ellas se mudaron contentas sin tener terminada siquiera la construcción, el dinero no alcanzó para más.

Por esos días mamá contrató una empleada para ayudarla con los oficios de la casa, venía dos veces por semana, nosotros alcanzábamos a verla cuando llegaba temprano y por la tarde al regreso del colegio. Era una morena de talla mediana, maciza, y más o menos agraciada, de unos veinte años, usaba el pelo muy corto, de lejos parecía un muchacho. Le gustaba hacernos chanzas y jugar atrevidamente con mi hermano y conmigo, que para esa época, teníamos catorce y quince años. Nos hacía cosquillas y nos tocaba como al desgaire.

Un tiempo después de estar viniendo a la casa, le pidió permiso a mamá para quedarse por la noche, pues tenía alguna dificultad en su hogar. Sería cosa de un par de días, le dijo. Y mamá aceptó. Curiosamente decidió dejarla en nuestra habitación, donde acomodó un colchón en el suelo, cerca de nuestras camas.

La mujer dormía semidesnuda, apenas cubierta por una sábana blanca. Cuando apagábamos la luz comenzaba su juego: se levantaba con los senos al aire y sus pequeños calzoncitos y nos destapaba para hacernos cosquillas y tocarnos, nosotros disfrutábamos del asunto, en una mezcla tensionante de excitación y temor. Al rato se calmaba y regresaba a su colchón y se quedaba dormida. Pero nosotros no podíamos dormir, era demasiado para dos jóvenes en plena adolescencia. Mi instinto me empujaba sin dudas a lanzarme sobre ella.

La segunda noche la historia comenzó a repetirse inmediatamente apagamos la luz, pero esta vez se atrevió a agarrarme el miembro parado a reventar, no sé si hizo lo mismo con mi hermano, y luego se acostó en su colchón. Entonces me levanté desnudo y con mi lanza enhiesta, caminé hacia ella y de un salto caí en sus brazos. La oscuridad era total, solo podía ver sus ojos y sus dientes blancos claramente. Muerta de la risa me enganchó entre sus piernas y sin saber cómo me introdujo entre su cuerpo tan rápidamente que solo sentí un intenso calor, como si hubiera caído en el centro de un volcán llameante. Mientras su cuerpo se zarandeaba extrañamente, sus gemidos sonaban como gata en celo. Yo intentaba mantenerme encima, sin saber qué hacer hasta que mi cuerpo explotó en un enorme fluido de emociones dentro de los suyos, el ruido comenzaba a ser demasiado notorio. De pronto, observé a mi lado a mi hermano, también desnudo. «Me toca» —dijo a media voz.

Pero esta vez la gata no estaba disponible, de un salto me sacó de su caldo hirviente y me arrojó a un lado, se levantó, prendió la luz, y comenzó a llamar a mamá.

Y ahí fue que se armó el jaleo: bajaron mamá y mis hermanas, mi abuelo miraba parado en la puerta de su alcoba, todas gritaban, mis hermanas no entendían por qué las caras agitadas, por qué los cuerpos temblorosos.

—Nosotros no hemos hecho nada, mamá —se defendía mi hermano.

—¡Corrompidos! —gritaba mi abuelo.

—Me querían comer —alegaba la fulana.

Conclusión: la gata debió regresar a su pueblo de inmediato, mamá misma la embarcó en un bus a la madrugada. Nunca hizo ningún comentario sobre el tema, ni regaños, ni sanciones. Después de todo comprendí que darle rienda suelta al cuerpo, no tiene por qué ser un pecado; no fue tan buena mi primera experiencia, pero vendrían tiempos mejores.

***

La mudanza más grande que vi en el Segundo fue la de don Mario y su familia, llegaron con tres camiones llenos de chécheres que los cargueros desocuparon con gran estruendo. Muebles, armarios, espejos, ¡dos televisores!, equipo de sonido, cuadros y matas. Era evidente que se trataba de personas con dinero. Habían hecho construir previamente una gran casa como ninguna en el Segundo, con don Mario llegaron doña Leoncia y Simón, su único hijo.

Don Mario era un hombre blanco, corpulento y bien parecido. Al verlo pensaba siempre en aquellos vaqueros de las películas del medio oeste norteamericano: fuerte, rudo, hombre de pelo en pecho, así era don Mario. También era un hombre muy trabajador y dedicado a sus negocios, en poco tiempo montó una fábrica de juguetes en el patio trasero de su casa, algunas personas del Segundo encontraron empleo aquí, lo que trajo progreso entre nuestros vecinos. Así se creó la imagen poderosa y protectora de don Mario, quien se convirtió rápidamente en el personaje más influyente de la cuadra.

La casa de don Mario quedaba a unos veinte metros, casi frente a la nuestra, de esta forma prontamente nos hicimos buenos amigos con Simón, quien apenas se dignaba dirigirnos la palabra a nosotros, a nadie más en la cuadra. Era un adolescente un año mayor que nosotros, muy mimado y algo amanerado en sus modales y en su hablar, pero congeniamos fácilmente pues compartíamos la afición por la música, que podíamos escuchar en su casa, y por algunos programas de televisión que también teníamos oportunidad de ver en su alcoba. Simón estudiaba en el mejor colegio de la ciudad, sabía manejar, su padre le prestaba su carro para ir a las fiestas de los clubes elegantes, y frecuentaba a las chicas de sociedad.

Macho como era, don Mario no escatimaba esfuerzos para educar a Simón: lo había matriculado en un prostíbulo de Getsemaní a donde podía ir cuando le daba la gana, su padre cancelaba más tarde sus servicios. Nosotros lo acompañamos varias veces, esperándolo en el carro, y siempre nos sorprendió la premura de su salida. «Polvitos de gallo», decía mi hermano con sorna. Sin embargo envidiábamos sus cosas y su estilo de vida, nosotros no teníamos un padre que nos llevara de la mano hacia nuestro destino.

***

Consuelo y Rosy fueron las primeras niñas que conocimos en el Segundo, ambas eran muy amigas y tenían un año más que nosotros, ya eran unas señoritas. Ambas eran muy atractivas y muy coquetas, hubo una época en que mi hermano y yo estábamos con ellas todo el tiempo, era una atracción desafiante. No bien quedábamos solos en casa de una de ellas, comenzábamos a besarnos y a tocarnos, la curiosidad no tenía límites para ninguno. Con ellas aprendimos a besar y a tocar a una mujer, era delicioso, pero no tuvimos sexo, ellas nunca lo permitieron, tenían la idea de que debían llegar vírgenes al matrimonio. El juego terminó cuando Consuelo se mudó para otra ciudad, desde ese momento todo se enfrió con Rosy y solo seguimos siendo buenos amigos.

La desgracia vendría a tocar a la puerta de su casa cuando apareció Jorgito, su hermano menor. Venía de Sucre, donde vivía con su padre, había llegado de visita a pasar el fin de semana. Tenía quince años, era la primera vez que venía a Cartagena. Después de dos días de turismo, Rosy me pidió que los acompañara a llevarlo a la playa el domingo. Jorgito estaba muy emocionado con el mar, dijo que sabía nadar y estaba ansioso por demostrarlo. Los jóvenes en la playa acostumbraban a mostrar su virilidad y sus habilidades, y se mostraban como pavos reales; las chicas, por su parte, mostraban sus encantos, y practicaban el coqueteo. Era un ritual imprescindible y atractivo a la vez, allí se imponía la moda, se marcaban territorios, nacían amores. Tristemente, también a veces se convertía en el escenario de tragedias, la muerte ronda cercana en las entrañas del mar.

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