Como apunta Maffesoli (2004), la existencia de imaginarios compartidos contribuye a solidificar un sentimiento de comunalidad, en medio de las relaciones sociales modernas; al igual que señalaba Durkheim en sus estudios sobre las religiones, la comunidad surge de compartir mundos y experiencias que van desde lo físico a lo simbólico. En las condiciones de personas que habitan un espacio físico determinado, pero que viven subjetivamente en otro, esta comunidad se ubica en el “terreno” de su identidad.
A partir de ello, el uso de la noción de comunidad nos ayudaría a aprehender —al menos en su dimensión simbólica— lo transnacional. Por comunidad se entiende un conjunto de lazos sociales (existentes, pasados o futuros) integrados en un horizonte de sentido que supone esquemas compartidos de interpretación, así como un ámbito de solidaridad y sentimiento de pertenencia, caracterizado por la importancia crucial que adquieren los compromisos y las lealtades colectivas, además de los lazos y obligaciones con el grupo (De Marinis, Gatti e Irazuzta, 2010). Esta “socialidad de predominio empático” supone un mundo de la vida centrado en la tradición y en la prioridad del sistema de relaciones afectivas del entorno inmediato.
Las prácticas transnacionales más sobresalientes están fundadas en la ayuda mutua, la solidaridad, la reciprocidad, el compadrazgo, la amistad y el parentesco, todas las cuales muestran el peso de los compromisos comunitarios. Tanto en el lugar de destino, como en el de origen, el tipo de relaciones que mantiene el nexo y la constitución de un ámbito imaginario transnacional se basan en la existencia de esos compromisos; por ejemplo, las mayordomías a distancia, el envío de remesas para ayudar al sostén familiar, el regreso para asistir a festividades y la cooperación para la realización de obras de beneficio social.
En adición a lo anterior, las principales motivaciones que orientan estas acciones son el sentido de pertenencia y arraigo en la localidad de origen y la búsqueda de prestigio y reconocimiento social (fundamentales en las relaciones comunitarias). Así, los migrantes transnacionales expresan una forma de relaciones sociales con gran peso de lo íntimo y afectivo (más que de relaciones contractuales y universalistas) que influye en el surgimiento de identidades específicas centradas en la configuración de un mundo de la vida compartido entre el aquí y el allá.
En virtud de que el fenómeno transnacional está directamente vinculado a la existencia de redes y al capital social de los migrantes, conviene resaltar que cada migrante lleva consigo un conjunto de recursos y atributos que dimanan de su posición social en la sociedad de la que procede, por lo que la clase, el género, el capital educativo, etc., funcionan no sólo como ventajas y desventajas, sino que también tienden a reproducirse en el vivir transnacional.
En el caso de los valores políticos, estos intercambios generan (o generarían) la aparición de nuevos compromisos transnacionales y nuevas formas de participación. La diversidad de organizaciones con alto potencial cívico y la “internacionalización” de los temas y problemas —derechos humanos, medio ambiente, derecho al voto, doble ciudadanía y otros— pueden llegar a formar actividades políticas transnacionales. El interés de los gobiernos de los países expulsores por incorporar a sus migrantes como actores domésticos ha generado un número de iniciativas que promueven el “transnacionalismo desde arriba”. Por ello, el análisis de la política transnacional debe considerar que ésta involucra una multiplicidad de actores y elementos: el gobierno y sus políticas de migración (tanto en el destino, como en el origen), las organizaciones de la sociedad civil y las competencias de los propios migrantes. Desde la perspectiva del gobierno de las sociedades expulsoras, las políticas destinadas a las diásporas determinan, en no poca medida, la fortaleza y, en ciertos casos, estimulan la constitución de los vínculos transnacionales. Mientras que, por el lado de los Estados receptores, intervienen en ello las políticas regulatorias de la migración, los grados de tolerancia o represión al involucramiento político de los migrantes.
Todos estos posibles impactos, más las críticas que ha recibido el enfoque, deben atenderse en estudios empíricos de los casos concretos. Entre las más recurrentes se encuentra la que apunta a la ambigüedad del término y su uso indiscriminado para referirse a fenómenos de diversa índole: desde las grandes corporaciones hasta las remesas directas a las familias. Otro de los puntos polémicos ha sido el tema de su novedad, pues algunos autores insisten en que el trasiego transfronterizo y los vínculos entre comunidades migrantes y sus localidades son tan viejos como la migración misma. En este sentido, la definición que proponemos intenta aclarar que no sólo son estos flujos los que distinguen esta modalidad de la vida migratoria, sino su emergencia en un contexto general de la economía globalizada, el surgimiento de la política transnacional y las nuevas tecnologías de comunicación que modulan las prácticas de los migrantes y condicionan la aparición de ámbitos de acción que no se habían registrado en el pasado. Pensemos, por ejemplo, en la doble ciudadanía y la extensión del derecho a voto en el extranjero, lo cual abre a las organizaciones políticas y civiles de los migrantes una esfera de influencia en la política binacional y un nuevo escenario para la acción colectiva.
Por último, ante la ingente cantidad de definiciones e intentos de tipologizar y clasificar el fenómeno, merece la pena preguntarse ¿qué entendemos por contactos transnacionales? Considero que la noción de transnacionalismo constituye más que un concepto unívoco, una mirada y una guía para analizar la especificidad del proceso migratorio actual y los efectos que estas nuevas condiciones tienen simultáneamente sobre las regiones de recepción y expulsión, así como sobre los individuos y grupos objetivos, subjetivos y culturales.
Como se ha tratado de demostrar hasta aquí, más allá de las críticas y las dificultades, el estudio del transnacionalismo no sólo constituye una necesidad para dar cuenta de las formas en que los vínculos sociales se modifican en el mundo actual bajo el impulso de las nuevas dinámicas económicas, políticas y tecnológicas, sino que, además, abre una ruta muy adecuada para estudios complejos que integren y relacionen ámbitos sociales, dimensiones y niveles analíticos diversos.
Por tal razón, asumiendo esta complejidad, hablamos de contactos transnacionales para referirnos a las interacciones que se producen en diferentes niveles y dimensiones, pero que siempre suponen la imbricación entre el lugar de destino y el de origen; ya sea en el circuito que se establece a través del flujo de personas entre el origen y el destino, como en las diversas actividades de contenido transnacional (económicas, políticas, socioculturales) cuyos grados varían desde lo estrictamente transnacional hasta lo transnacional en sentido amplio (Itzigsohnet al., 1999). Asimismo, pensamos que en la configuración del espacio transnacional se funda una comunidad imaginada a partir de una nueva subjetividad. En este sentido, es pertinente referirnos al vivir transnacional, pues nuestra intención es analizar el modo específico en que éste se muestra en un caso concreto.
Por ello, definimos comunidad como un colectividad imaginada, cuyas interrelaciones condicionan una serie de prácticas que enlazan el aquí y el allá en un espacio social que atraviesa las fronteras. Estos contactos y prácticas se producen en diferentes niveles: individual y familiar (por ejemplo, el caso de las remesas y las comunicaciones constantes), a través de asociaciones más o menos formalizadas (como ocurre con las remesas colectivas y la participación de los clubes de oriundos) y en un nivel cultural y simbólico (que sería tanto el caso de la recreación de las tradiciones religiosas, como la constitución de identidades y la subjetividad transnacional).
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