Por varias generaciones, los jueces de paz comunitarios se han encargado de activar la justicia indígena en sus localidades, recurriendo a procesos de diálogo y conciliación en lengua náhuat [6]y a través de articulaciones ambiguas con el orden jurídico del Estado y con discursos globales sobre los derechos humanos, los derechos de las mujeres y los derechos indígenas (Sierra, 1995, 2004; Chenaut, 2004; Vallejo, 2000). Al fungir como una de las principales autoridades del sistema comunitario de cargos, y, a la vez, encarnar el cargo oficial-estatal de jueces de paz, estas autoridades de identidad híbrida han quedado al margen del proceso de las reformas locales en materia indígena. La denominación “Justicia de Paz” ha servido al Estado para encubrir la identidad indígena de esos funcionarios ubicados en ámbitos rurales, eludiendo, así, su obligación de proporcionarles el reconocimiento y los recursos que les corresponden por tratarse de autoridades indígenas (Chávez, 2008). Si tomamos en cuenta que la exclusión de los jueces de paz ha sido el resultado de un proceso de reformas normativas, tendientes a garantizar el derecho a la jurisdicción indígena, esta exclusión se manifiesta contradictoria; especialmente, en un contexto donde los representantes del gobierno poblano se han dedicado a ensalzar el proceso de reformas locales (y su punto inicial, marcado por la apertura de los Juzgados Indígenas) como modelos ejemplares de inclusión multicultural y, por lo tanto, del carácter moderno del estado de Puebla. En el plano discursivo, la exclusión de los jueces de paz es muestra de que el interés de las autoridades gubernamentales no ha sido reconocer las instituciones, los procedimientos y las autoridades de justicia indígena previamente existentes, sino producir lo que Hale (2004) denomina “indios permitidos” y, en el caso concreto, jurisdicciones indígenas que carezcan de autonomía y que resulten inocuas frente a los valores, nociones de justicia y relaciones de poder protegidas por las leyes del Estado.
El proceso de reformas locales ha comprendido la expedición de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial del Estado de Puebla (LOPJP) (PJEP, 2003), que entró en vigor a partir de 2003; una reforma a la Constitución local, en vigor a partir de 2004, [7]y la expedición de un nuevo Código de Procedimientos Civiles (CPC), [8]vigente desde 2005. La nueva LOPJP mencionaría por vez primera la existencia de los “Juzgados Indígenas” como órganos del Poder Judicial poblano, omitiendo fijar su ámbito de competencias y generando una gran incertidumbre que sería aprovechada por los actores con diferentes intereses en estos espacios. A través de la reforma a la Constitución de Puebla de 2004, se reconoció la existencia de siete pueblos indígenas en ese estado, así como el derecho a la autoadscripción, y la referencia a “derechos sociales” —no colectivos— propios de los pueblos y comunidades indígenas. Igualmente, los legisladores poblanos reconocieron el derecho a la jurisdicción indígena en los mismos términos de la Constitución federal (después de la reforma en materia indígena de 2001), dejando sin resolver ciertas cuestiones, cuya regulación, según la Constitución federal, había sido designada a las legislaturas locales. Ejemplo de ello es que en la reforma a la Constitución poblana no se desarrolló legislativamente cuál sería la naturaleza jurídica de los pueblos y de las comunidades indígenas, lo que ha impedido la plena realización de los derechos reconocidos, entre otras cosas, debido a que no ha quedado claro si los sujetos de esos derechos constituyen o no entidades con un ámbito territorial.
El nuevo CPC es el ordenamiento poblano que ha incluido un mayor número de disposiciones locales en materia de justicia indígena. En él se definió en qué consistiría el “procedimiento de validación” de las resoluciones de las autoridades indígenas, previsto en la Constitución federal. Asimismo, se reconocieron diversos “medios alternativos a la administración de justicia”, definiéndolos como “mecanismos informales a través de los cuales, puede resolverse un conflicto de intereses en forma extraprocesal, coadyuvando así, a la justicia ordinaria” (art. 832). Entre dichos medios “alternativos”, se reconocieron “las prácticas, usos, costumbres, tradiciones y valores culturales de los pueblos y las comunidades indígenas”, junto con la mediación, la conciliación y el arbitraje (art. 833). Como señala Poole (2004) para el caso de Perú, los nuevos proyectos de reforma siguen la tendencia de excluir a los pobres de la jurisdicción ordinaria, relegándolos a una red de instancias informales de resolución de conflictos, caracterizadas por sus imprecisos nexos con el aparato judicial del Estado y su orden jurídico. En el caso de la justicia indígena en Puebla, los imprecisos nexos que la vincularían con el aparato judicial local quedarían trazados de forma contradictoria e ilegible, al ser regulados en el CPC. Así, el nuevo código procesal civil incluyó, de forma inédita, un capítulo entero dedicado a los “procedimientos de justicia indígena”, en el cual, la justicia indígena se definió como:
Artículo 848.— La Justicia indígena es el medio alternativo de la jurisdicción ordinaria a través del cual el Estado garantiza a los integrantes de los pueblos y comunidades indígenas el acceso a la jurisdicción, basado en el reconocimiento de los sistemas que para ese fin se han practicado dentro de cada etnia, conforme a usos, costumbres, tradiciones y valores culturales, observados y aceptados ancestralmente.
Este artículo puede interpretarse como una norma con la que se “estatalizó” la justicia indígena, ya que, como en él se menciona, el Estado se sirve de aquella para garantizar el acceso de los indígenas “a la jurisdicción”, aunque no se precisa de qué jurisdicción se trata: si de la jurisdicción mestiza-estatal o de la jurisdicción indígena. Como hemos venido señalando, se trata de dos cosas distintas; sin embargo, los legisladores locales asumieron la existencia de una monojurisdicción estatal, como ha sido la tendencia oficial en el nivel nacional. La indefinición con respecto a cuál jurisdicción se refiere el texto, da sustento a dicha interpretación, la que, a su vez, se fortalece por lo dispuesto en el artículo subsiguiente del CPC:
Artículo 849.— El Estado reconoce que la administración de justicia en los pueblos y comunidades indígenas ha sido a cargo de los órganos que, para ese efecto, existen ancestralmente dentro de cada etnia, sin perjuicio de la creación de juzgados especializados en la materia.
Si partimos del texto anterior, no ha quedado claro si los Juzgados Indígenas, como juzgados especializados en la materia, son las instancias actualmente reconocidas como exclusivas para la práctica de la justicia indígena; o, por el contrario, si los Juzgados Indígenas coexisten con “los órganos que para ese efecto existen ancestralmente dentro de cada etnia” que, en el caso de Cuetzalan, se podría argumentar que son los jueces de paz. La distinción es relevante para saber si los jueces de paz están o no oficialmente facultados para llevar a cabo los llamados “procedimientos de justicia indígena” y, en todo caso, para indagar y discutir qué beneficios y perjuicios les podría traer su oficialización y, de esta forma, poder orientar sus estrategias a futuro, en sus relaciones con las autoridades estatales.
En otro plano del análisis, interpretar que solamente los Juzgados Indígenas tienen la facultad para practicar la justicia indígena constituye un ejemplo paradigmático de las actuales tecnologías de poder desplegadas por el Estado mexicano hacia las jurisdicciones indígenas. Son tecnologías consistentes en crear nuevas instituciones indígenas en vez de reconocer a las previamente existentes; en generar diferentes calidades de autoridades indígenas (unas con carácter oficial y otras no reconocidas, pero cuya autoridad es de facto), que lejos de crear especialización de funciones, tienden a provocar fragmentaciones entre tales autoridades, lo que, a su vez, hace posible ponerlas en una mejor posición para gobernarlas. Esas tecnologías también tienden a romper el tejido comunitario, pues descontinúan el derecho de sus miembros a nombrar sus propias autoridades, a vigilarlas y a pedirles que rindan cuentas, transfiriendo los roles de las comunidades a las cabeceras municipales, donde las autoridades judiciales sustituyen a los vecinos de las comunidades en la realización de esas actividades. Independientemente de que tales efectos fueran o no producto deliberado de las élites gobernantes, lo cierto es que son consecuencia directa del carácter ilegible de las leyes del Estado (Das y Poole, 2004) y de las divergentes interpretaciones y aplicaciones a las que ha dado pie, tanto entre los funcionarios del Estado como entre las poblaciones indígenas a las que se han dirigido.
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