—Necesito que me escuches...
Mi padre frunce el ceño y se inclina hacia mí, así que yo me aparto hacia atrás.
Por primera vez, no me importa que se enfade. Que se frustre. Puedo manejarlo. Lo que me asusta es percibir la derrota total en su voz.
—Hay mucha gente que te escribe desde otros países. Sé que son desconocidos, y que unos cuantos estarán completamente locos, pero parecen fascinados con tu historia y afirman que están de tu lado. El alcaide Zonnberg me lo dijo.
Me inclino hacia delante de golpe y me pregunto si estoy parpadeando porque siento que los ojos me empiezan a arder.
—Podemos pedirles a ellos también que escriban y creo que muchos...
—¡Basta, Riley! —me grita mi padre.
El agente que espera en el pasillo golpea la puerta con el puño y mira a través del ventanuco para asegurarse de que estoy bien.
Cuando le indico con la mano que sí, se relaja. Observo con detenimiento a mi padre. Nunca me ha levantado la voz, jamás. No sé cómo reaccionar ni qué decir, así que me cruzo de brazos y espero.
—Creo que esto ya no es bueno para ti... y está claro que no es saludable para tu madre.
No puedo evitar soltar una carcajada burlona.
—Papá, esto nunca ha sido bueno para nosotras.
—Y espero que algún día puedas perdonarme por ello.
Su expresión se endurece y me arrepiento de inmediato de lo que he dicho.
—Lo siento, pa...
Pero no me deja seguir hablando.
—Necesito decir esto mientras tenga la valentía para hacerlo, así que, por favor, no me interrumpas.
No levanta la voz, pero se inclina hacia mí, me coge una mano con fuerza y me mira con tanta intensidad que no me atrevo a apartar la vista.
—Tu madre lo está pasando mal, pero no lo admite. Y nos guste o no, se me está acabando el tiempo con rapidez. Tú eres mejor, más fuerte y más inteligente de lo que jamás hubiera imaginado, y aunque odio tener que hacerlo, me veo obligado a confiar en ti en lugar de en mamá. Y me sentiré mal siempre por ello.
Inspira profunda y temblorosamente sin dejar de mirarme. Y luego sigue hablando en un susurro que solo yo puedo oír.
—Riley, he mentido. Es hora de que sepas la verdad. No tiene sentido seguir peleando esta batalla. Soy culpable y seré castigado por lo que he hecho.
El tiempo se detiene unos instantes, segundos, quizá minutos. Espero el final de esta broma de mal gusto, pero no llega. No entiendo lo que me está diciendo. Niego con la cabeza, esperando que algo tenga sentido o, de repente, entender por qué me está diciendo algo así. Se me para el corazón, y la sangre se me congela en las venas.
Mi padre continúa, como si no supiera perfectamente bien que mi mundo se está viniendo abajo.
—Te lo digo ahora para que puedas, de una vez por todas, abandonar esta pelea y seguir con tu vida. Tienes que dejarme ir. Y también tendrás que decidir el momento en que mamá esté lista para enterarse. Lo siento, Riley, pero tal vez tendrás que ser tú quien se lo cuente.
Parpadeo y parpadeo de nuevo. Entonces, un viento espantoso, una especie de aullido y gemido a la vez, me llena la mente. Y aunque él sigue hablando, yo ya no puedo entender lo que me dice. Trato de soltarme de su mano, pero no me deja. No puedo procesar lo que dice. No es verdad. No puede ser verdad. No puede serlo.
Mi corazón se rompe en mil pedazos que aún palpitan, y no debería sorprenderme que no sea capaz de recuperar el aliento. Lo único que tendría sentido es que mi padre esté buscando que deje de esforzarme. Quizá se ha dado por vencido y trata de darme permiso para que yo también lo haga.
Pero no puedo hacerlo. Y se puede ir al infierno solo por el hecho de pedírmelo.
Finalmente, logro arrancar mi mano de la suya y me incorporo. Mis oídos vuelven a funcionar, pero lo único que escucho es mi propia voz gritando «¡no!» una y otra vez: no a quedarme más tiempo aquí, no a lo que me está diciendo. Y no a todo lo que él está intentando convertir en una mentira.
El agente abre la puerta, pero se detiene, sorprendido, cuando ve que soy yo, y no mi padre, la que está causando alboroto.
—¿Riley? —pregunta mi padre, incorporándose también y observándome con cautela como si yo fuera un animal enjaulado, como si fuera un monstruo.
Como el monstruo que él acaba de intentar decirme que es... La ironía me hace sentir náuseas. Doy otro paso atrás. El agente mira a mi padre y luego a mí, y me ofrece la montaña de cartas que mi padre me ha escrito para la semana.
Le vuelvo la espalda sin decir una palabra, paso junto al agente y no toco las cartas. No sé qué pensar ni qué sentir. Solo sé que en este momento no puedo seguir escuchándolo. Cruzo las puertas y me dirijo al patio. Los pies me conducen hasta el coche en un estado de aturdimiento, y me quedó allí de pie. Miro fijamente la puerta mientras en mi mente da vueltas todo lo que mi padre me ha dicho, y trato con desesperación de encontrar algo real, algo verdadero, a lo que aferrarme.
«No soy un asesino, Riley.» ¿Cómo puedo estar segura?
«Soy culpable, y seré castigado por lo que he hecho.» Tampoco sé cómo creerme eso.
Cada intento que hago para entender lo que acaba de pasar me llena de más dudas. Pensaba que era incapaz de mentirme, y ahora sé con certeza que lo ha hecho al menos una vez. ¿Cómo podré distinguir la verdad de la mentira? Ha sido mi persona favorita desde siempre. ¿En quién se ha convertido?
«Nunca haría nada que pudiera heriros a ti o a mamá.» No lo sé.
«Confía en mí.» No lo sé.
«Te quiero, Riley...»
Pateo uno de los neumáticos y siento un dolor agudo en el pie, pero estoy hecha tal desastre que no me importa. Las lágrimas me caen a borbotones mientras el sol de Texas desciende a plomo sobre mi espalda, pero siento tanto frío en mi interior que no sé si alguna vez dejaré de temblar.
EL COLUMPIO EN EL QUE ESTOY SENTADA se mantiene perfectamente quieto, pero de todos modos siento que la arena bajo mis pies se está moviendo. Decido que no me importa y doy otro trago al ron antes de forcejear con el tapón de la botella y dejar que casi se me caiga a la arena. Entonces, con alguna que otra dificultad, me las arreglo para cerrar la botella y devolverla a la seguridad de mi chaqueta. No porque crea que vaya a pasar alguien por este parque la medianoche de un viernes, sino porque es la primera vez que pruebo el alcohol y la situación en sí hace que me sienta rebelde.
Durante la hora que he tardado en llegar a casa conduciendo desde Polunsky me he sentido un completo desastre. He tenido que detenerme tres veces de lo mal que me sentía por la conversación que he tenido con mi padre. Cuando he regresado a la ciudad, tenía claras dos cosas. Primero, que necesito tiempo para intentar entender en qué estaba pensando para confesarse conmigo antes que con mi madre. Aunque eso no va a ser un problema, porque para variar hoy trabaja hasta tarde. Segundo, que estoy muy pero que muy segura de que no quiero pensar más.
En una de las clases de educación sanitaria de la escuela aprendí que el alcohol ralentiza la función cerebral. Eso es lo que estoy tratando de conseguir. He aparcado delante de casa, comprobado que mi madre no estuviera, robado la primera botella que he encontrado en el mueble bar, y me he venido directa al parque.
Resulta que lo que nos dijeron en clase es cierto.
La cabeza me cuelga a un lado contra la cadena del columpio y la siento más pesada de lo habitual. Por alguna razón tengo el teléfono en la falda, y se desliza y cae en la arena a mi lado. Pienso en recogerlo, pero eso supondría demasiado esfuerzo ahora mismo, así que no lo hago.
Observo las luces de los coches que pasan por la calle más cercana. Está como a sesenta metros, en el lado más alejado del parque. El tránsito emite un zumbido que solo es interrumpido por el bocinazo ocasional de algún vehículo. A mi alrededor, todo parece tan borroso que me da risa. Canturreo bajito, en la oscuridad, una canción de heavy metal que va muy bien con mi lóbrego estado de ánimo. No suena tan dura y llena de ira sin el martilleo de la batería y las voces quejumbrosas... pero tampoco está mal.
Читать дальше