Solo puedo escuchar mis propios murmullos de miedo. «Sigue aquí. Está bien. Está bien.»
Stacia habla detrás de mí, y me doy cuenta de que está llamando a una ambulancia.
Cuando bajo la vista, veo que tengo sangre en la camisa y advierto que mi madre se ha golpeado la cabeza cuando ha caído. Cojo lo único que llevo en el bolso, la camiseta que uso para entrenar, y se la doy al señor Masters, que la presiona contra la cabeza de mi madre.
Nada tiene sentido. Mi madre nunca muestra debilidad. Nunca falla y nunca se cae. Esto no es real. No puede estar pasando. No después de lo que nos dijo la jueza. Si cierro fuerte los ojos, quizá me despierte de esta pesadilla.
Tengo que despertarme.
Estoy en el suelo con los ojos cerrados. Aferro la mano de mi madre, que está inconsciente, cuando escucho que la jueza levanta la sesión. Los agentes empiezan a llevarse a mi padre.
—¡Esperen! ¡Esperen! Mi esposa se ha caído. ¿Está bien? ¡Amy!
Su voz me llega flotando desde muy lejos y yo abro los ojos, aunque me arden por las lágrimas. Mantengo la cabeza baja para que nadie las vea y parpadeo frenéticamente hasta que las gotas traicioneras se caen y puedo ponerme de nuevo las gafas de sol.
—¡Se pondrá bien, papá! —grito para que me escuche—. ¡Nos estamos ocupando de ella!
Los periodistas nos rodean y empiezan a sacar fotos. No me puedo esconder de ellos. Stacia sale a recibir a los médicos. El señor Masters mantiene la cabeza gacha y finge que las cámaras no están aquí. Yo hago lo mismo, pero ahora que mi padre se ha ido dejo que me gane la voluntad. Por más que lo intento, no puedo evitar que las lágrimas me caigan a mares.
Uno de los alguaciles atraviesa la multitud y se pone en cuclillas junto a mí. Su mirada se posa en mi madre y luego en mí.
—¿Necesitan asistencia médica? —pregunta.
Niego con la cabeza y trato de limpiarme las lágrimas por debajo de las gafas.
—Ya hemos pedido ayuda —le respondo.
Cuando se incorpora, su cara solo refleja desdén, y me doy cuenta de que cree que mi madre está fingiendo. Miro a la multitud que nos rodea, y deseo que el alguacil los aleje a todos, que por lo menos haga eso, pero no se mueve, y por su expresión sé que no lo hará.
Tras todos los sitios en los que he estado durante los últimos once años, en los que se suponía que reinaba la justicia, me sorprendería mucho que hiciera algo. Llegan los médicos y el señor Masters me aparta de un tirón, forzándome a soltar la mano de mi madre mientras me abraza con fuerza y me murmura al oído que todo va a salir bien.
Mi madre siempre se muestra fuerte. Toda mi vida he estado centrada en mi padre, preocupada por él, por eso hacerlo ahora por mi madre me resulta raro. Y eso no está bien.
No me caen más lágrimas, o al menos ya no siento su calor. Por primera vez deseo que el tribunal sea de verdad un circo. Así por lo menos las luces se apagarían, la gente se iría a casa, y yo podría escabullirme en la oscuridad.
EL DOCTOR BILLINGS FRUNCE EL CEñO mientras camina despacio alrededor de la cama de hospital en la que se encuentra mi madre. Está sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas, como si la almohada en la que debería estar descansando la quemara. Es un enfrentamiento de proporciones épicas. Si estuviéramos en el Viejo Oeste, no me sorprendería ver plantas rodadoras arrastrándose por el viento, y en cualquier momento desenfundarían las pistolas.
—Me parece que no me está escuchando —el doctor habla despacio—. Tiene la presión arterial muy alta, y los resultados de los análisis de sangre muestran algunos indicios preocupantes que indican que su riesgo de sufrir un ataque al corazón ha incrementado de forma significativa. La medicación que le hemos recetado la ayudará con eso, pero los resultados nos dicen que su nivel de estrés es demasiado elevado.
—Lo escucho perfectamente. —Ahora mi madre cruza los brazos además de las piernas—. Y no necesito quedarme en el hospital, o descansando, o dando vueltas en busca de la medicación. Lo que necesito es volver al trabajo.
El doctor Billings se pasa una mano por el pelo y me mira a mí.
—¿Cuántas horas a la semana trabaja tu madre?
Abro la boca para responder, pero ella me lo impide con una mirada seria.
—Trabajo a tiempo completo, como todo el mundo, y le agradecería que dirigiera sus preguntas a mí en lugar de a mi hija.
—Se ha desplomado. Su cuerpo no soporta la presión y el esfuerzo a los que lo está sometiendo. Si no cambia algo, la próxima vez podría ser mucho peor. Necesita, como mínimo, tomarse la medicación para que no le vuelva a ocurrir.
Mi madre se sonroja. Por cómo reacciona parece que el doctor le haya dicho que es débil y completamente inútil. Abre la boca para responderle, pero me estiro y sujeto por el codo al doctor antes de que ella pueda decir nada.
—Yo me llevo la receta y me encargo de comprar la medicación —digo con suavidad mientras lo acompaño hacia la puerta—. Gracias.
El doctor camina más deprisa que yo y me queda claro que no solo se siente aliviado porque lo haya salvado del apuro, sino que está feliz de poder salir de nuestra habitación lo más rápido que le permitan las piernas. Cierro la puerta y me apoyo en ella.
Cuando levanto la vista hacia mi madre, trato de imitar la mirada acusatoria que ella me ha lanzado mil veces.
—Si quieres que me tome la medicación la próxima vez que me lo ordene un médico, ahora tienes que hacer lo mismo por mí —le advierto.
Por un instante, tengo la sensación de que se está preparando para discutir, pero entonces se rinde y descansa la espalda sobre la almohada. Palidece, y de pronto la veo extremadamente frágil y pequeña.
Acerco una silla a la cama.
—Tengo que volver al trabajo, de verdad —afirma con voz queda.
—Lo sé, mamá.
Me estiro y le cojo una mano. Todo lo que ha pasado en la sala de audiencias parece posarse a nuestro alrededor como unos escombros invisibles.
—Pero ¿qué diferencia hay entre volver ahora o dentro de veinte minutos?
Me mira a los ojos, y la total desesperanza que percibo en su mirada me oprime la garganta.
—¿Qué vamos a hacer?
Las dos sabemos a qué me refiero. Me aprieta la mano.
—Haremos lo que siempre hacemos —responde.
—¿Esperar? —Suspiro, y apoyo la cabeza en la cama.
—No, cariño. —Mi madre me suelta la mano y pasa sus dedos por mi pelo oscuro—. Sobrevivir.
Se aparta. Levanto la cabeza y la veo ponerse por debajo de la bata del hospital los pantalones que usa para trabajar. Que se levante y se prepare para ir a trabajar justo cuando el doctor le acaba de decir que no debería hacerlo no está nada bien. Pero está aún peor porque mi padre acaba de perder la apelación. Y porque yo la necesito con desesperación, y me está dejando como siempre lo hace, totalmente sola.
Todo esto hace que se me encienda en la boca del estómago una ira de combustión lenta.
—¿Y papá?
La observo quedarse inmóvil y luego levantar la mirada hacia mí mientras termino de hablar.
—¿Y si esto acaba con él?
Su expresión refleja estupor y angustia antes de que su habitual máscara de firmeza vuelva a aparecer.
—Bueno, Riley, supongo que tú y yo sobreviviremos a eso también.
Se me cae el alma a los pies ante la absoluta falta de esperanza que transmiten sus palabras. Entonces se pone los tacones, coge el bolso y me abraza fuerte antes de salir.
—Hoy llegaré tarde.
La puerta se cierra a su paso con la misma finalidad resonante que el martillo de la jueza.
Gracias a que la jueza Howard ha mencionado en la audiencia la naturaleza horripilante de los asesinatos, esta noche mis sueños se ven invadidos con las pocas imágenes y detalles que todavía recuerdo del primer juicio de mi padre.
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