Índice de contenido
Cubierta
Colección Zettel
Portada
Nota del editor
La muerte de la polilla
Atardecer sobre Sussex: reflexiones en un automóvil
Tres pinturas
La anciana señora Grey
Merodeo callejero: una aventura londinense
Jones y Wilkinson
Noche de Reyes en el Old Vic
Madame de Sévigné
El arte humano
Dos anticuarios: Walpole y Cole
El reverendo William Cole
El historiador y “el Gibbon”
Reflexiones en Sheffield Place
El hombre en el portón
Sara Coleridge
“No era uno de nosotros”
Henry James
George Moore
Las novelas de E.M. Forster
Middlebrow
El arte de la biografía
Gajes del oficio
Carta a un joven poeta
¿Por qué?
Profesiones para mujeres
Pensamientos de paz durante un ataque aéreo
Virginia Woolf
Copyright
HAN PASADO DIEZ AÑOS desde que Virginia Woolf publicó el último volumen de su colección de ensayos, El lector común. En el momento de su muerte, ya estaba comprometida con la tarea de reunir ensayos para un volumen adicional, que se proponía publicar en el otoño de 1941 o en la primavera de 1942. Además, tenía intenciones de publicar un nuevo libro de cuentos en el que se incluyera total o parcialmente Lunes o martes, que hace tiempo está agotado.
Virginia Woolf dejó un considerable número de ensayos, borradores y cuentos, algunos sin publicar y otros publicados con anterioridad en periódicos; hay suficientes para llenar tres o cuatro volúmenes. Para este libro, hice una selección. Algunos se publican por primera vez; otros han aparecido en The Times Literary Supplement, New Statesman and Nation, Yale Review, The New York Herald Tribune, The Atlantic Monthly, The Listener, The New Republic y Lysistrata.
De haber vivido, no caben dudas de que ella hubiera hecho grandes modificaciones y revisiones en casi todos los ensayos antes de permitir que aparecieran en formato de libro. A sabiendas, uno vacila en el momento de publicarlos como quedaron. Yo decidí hacerlo, primero, porque me parecen dignos de ser publicados otra vez y, segundo, porque, de todas maneras, los que ya han aparecido en otras publicaciones habían sido escritos y revisados con inmenso cuidado. No creo que Virginia Woolf haya aportado a algún periódico o revista un artículo que no hubiera escrito y reescrito varias veces. La siguiente anécdota probará, tal vez, con qué seriedad se tomaba el arte de escribir, incluso para un periódico. Poco antes de su muerte, escribió un artículo en el que hacía la crítica de un libro. El autor del libro escribió al editor y le dijo que el artículo era tan bueno que le gustaría tener la copia mecanografiada, si era posible que el editor se la diera. El editor me envió la carta a mí. Me dijo que él no tenía la copia mecanografiada y me sugirió que, si podía encontrarla, tal vez quisiera enviársela al autor. Entre los papeles de mi esposa, encontré el borrador original del artículo escrito de puño y letra y no menos de ocho o nueve revisiones completas, que ella misma había mecanografiado.
Casi todos los ensayos críticos más extensos incluidos en este volumen han sido sometidos a este mismo tipo de revisión antes de ser publicados originalmente. Sin embargo, no es así en el caso de los otros, en especial de los primeros cuatro ensayos. Fueron escritos a mano por ella, como de costumbre, y luego pasados a máquina sin mucho cuidado. Los he impreso como estaban, con la salvedad de que coloqué los signos de puntuación y corregí los errores verbales evidentes. No dudé en hacerlo, dado que siempre revisé los manuscritos de sus libros y artículos de esta manera antes de que fueran publicados.
LEONARD WOOLF
NO ES APROPIADO LLAMAR POLILLAS a las polillas que vuelan de día; no suscitan esa placentera sensación de noches oscuras de otoño y brotes de hiedra que la más común Noctua Pronuba dormida en la penumbra de la cortina siempre despierta en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como su propia especie. No obstante, el espécimen al que aludo, con sus alas angostas color heno, ornadas con una borla del mismo color, parecía estar contento con la vida. Era una mañana agradable de mediados de septiembre, templada, benigna y sin embargo con una brisa más insidiosa que la de los meses estivales. El arado ya marcaba los campos que se veían por la ventana, y allí donde había pasado la reja la tierra estaba aplanada y reluciente de humedad. Era tal la energía que llegaba de los campos y las cuestas lejanas, que era difícil mantener los ojos estrictamente clavados sobre el libro. Las cornejas también celebraban una de sus festividades anuales; sobrevolaban en círculos las copas de los árboles hasta dar la impresión de componer una vasta red con millares de nudos negros que había sido arrojada al aire y que, después de unos instantes, descendía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo en la punta. Luego, de improviso, la red volvía a ser arrojada al aire, esta vez formando un círculo más amplio, entre el clamor y la vocinglería más extremos, como si ser lanzada al aire y descender despacio sobre las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante.
La misma energía que inspiraba a las cornejas, a los labradores, a los caballos e incluso, parecía, a las cuestas yermas y desnudas, impulsaba a revolotear a la polilla de un lado al otro de su cuadrado de vidrio de la ventana. Era inevitable observarla. Por cierto, al hacerlo se tomaba conciencia de una rara sensación de piedad hacia ella. Esa mañana las posibilidades de placer parecían tan inmensas y tan variadas que desempeñar solo la parte de una polilla en la vida —y, por si fuera poco, la de una polilla diurna— parecía un duro destino, y el fervor del insecto por disfrutar al máximo sus magras oportunidades resultaba conmovedor. Voló vigorosamente hacia un rincón de su compartimiento y, después de esperar allí un segundo, cruzó volando al otro. ¿Qué le quedaba, excepto volar a un tercer rincón y luego a un cuarto? Eso era todo lo que podía hacer, a pesar del tamaño de los cerros, de la vastedad del cielo, del humo lejano de las casas y de la romántica voz, de tanto en tanto, de algún vapor en altamar. Hacía lo que podía. Observándola, parecía que hubieran metido una fibra, muy delgada pero pura, de la enorme energía del mundo en su cuerpo frágil y diminuto. Cada vez que cruzaba el vidrio, yo imaginaba que un filamento de luz vital se volvía visible. No era ni más ni menos que la vida.
No obstante, como era tan pequeña, y una forma tan simple de la energía que entraba por la ventana abierta y se abría paso a través de los numerosos corredores estrechos e intrincados de mi propio cerebro y de los de otros seres humanos, había algo a la vez maravilloso y patético en ella. Era como si alguien hubiera tomado una partícula de vida pura y la hubiera adornado lo más levemente posible con plumón y plumas, y la hubiera puesto a danzar y zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Manifestada de ese modo, no podríamos pasar por alto su extrañeza. Somos hábiles para olvidarlo todo sobre la vida cuando la vemos encorvada y engalanada y ataviada y entorpecida de tal modo que debe moverse con la mayor circunspección y dignidad. Una vez más, la idea de todo lo que podría haber sido su vida si la polilla hubiera nacido bajo otra forma hizo que contempláramos sus simples actividades con una suerte de piedad.
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